AL FINAL DE LAS GUERRAS PERDIDAS

Apartamento de Sara Robles

Calle de la Torrecilla, Valladolid (España)

Septiembre de 2013

Lleva mirándolo un buen rato, no sabe cuánto.

Está dormido profundamente y Sara se pregunta cómo es posible que lo que hay bajo ese cráneo rapado al uno consiga desconectar de la realidad. Puede que se deba a que no hace ni cuatro horas que han decidido darse un respiro. No tenía ninguna expectativa creada con respecto a un posible encuentro sexual con Sancho y, quizá por ello, todavía está tratando de asimilar lo sucedido entre esas sábanas. Ella suele adoptar un papel dominante, pero con él se ha dejado llevar. Arrastrar, más bien. No le ha quedado otra opción, lo supo desde el mismo instante en el que él le quitó la ropa. No le importó.

En absoluto.

No recuerda una sesión así desde que se encerraba con Jorge en la casa de sus padres cuando se iban de fin de semana. Tenía veintidós o veintitrés años. Sin embargo, no ha sido lo cuantitativo lo que la está haciendo levitar sobre el colchón. En cierto momento ha creído conectar con su mirada y ha visto un Sancho muy distinto al que se sienta en la mesa de enfrente. Allí adopta un papel mucho más frío, trata a los compañeros con respeto, pero nunca sobrepasa esa delgada línea que separa la cortesía del afecto. El pelirrojo es notablemente pasional, acaba de vivirlo entre sus piernas y si estuviera despierto le pediría más de eso que con tanto éxito lleva en secreto. Si es que le queda algo. A Sara incluso le parece que es un hombre guapo, lo cual le hace inferir que está desvariando y de inmediato su mirada emprende la huida a otra parte.

Huele. Huele a sexo. No sabría decir si proviene de ella o está flotando en el ambiente. Por las dudas, se incorpora y se dirige al baño. Está desnuda. Se mira al espejo y concluye que tiene buena cara. No, tiene cara de tonta. Se avergüenza de sí misma y va a expiar sus estúpidas elucubraciones bajo el chorro de la ducha. Se concede el tiempo que necesita para que desaparezca eso que todavía le está zumbando en la cabeza. Al tipo con el que acaba de pasar una noche memorable le quedan unas horas para marcharse al otro lado del mundo y, aunque no se lo ha especificado, intuye que no será para un par de días. De nuevo se da cuenta de que se está comportando como una adolescente en celo y se regala un par de bofetones.

Funcionan.

Sale del baño igual que ha entrado: desnuda. Sara odia esa escena de película romántica tan recurrente como absurda en la que ella, muy casta y muy pudorosa, aparece con la camisa de él después de haber follado como dos roedores en un vis a vis. Sancho está sentado al borde de la cama con las manos tapándose el rostro. El olor a intercambio de fluidos es más fuerte que antes, lo cual resuelve la incógnita: estaba en el ambiente.

—¿Arrepentido?

Sancho la mira de hito en hito.

—Para nada. Estás preciosa.

A Sara le complace escuchar eso. Le complace mucho.

—Buenos días —dice ella.

—Buenos días.

—¿Quieres desayunar o eres de los que salen escopetados?

—Si no me das algo de comer, voy a tener que cortarte en pedacitos para alimentarme.

La Sara adolescente en celo está a punto de continuar con el juego, pero la neurona que ha sobrevivido de la Sara adulta con los pies en la tierra le obliga a cerrar la boca y sonreír.

—Voy preparando algo mientras te duchas.

Se arrepiente en cuanto termina de pronunciar la frase. Ha dado por hecho que Sancho necesita una ducha, que es cierto que la necesita, pero debería haberle dejado la oportunidad de decidirlo a él. Se refugia en el cajón de la ropa interior y se viste. Ve la camisa de Sancho y siente un impulso irrefrenable de ponérsela. No lo hace. Definitivamente, la Sara adolescente en celo ha pisoteado hasta el último brote de inteligencia de la Sara adulta con los pies en la tierra.

—Te espero en la cocina —dice sin girarse con el tono de voz más amable que tiene en su registro.

—No tardo.

Sancho no piensa que hayan cometido un error. Ninguna de las tres veces. Si pudiera elegir equivocarse, lo haría del mismo modo y sin pensarlo todos los días pares. Y los impares también. En alguna parte de su intelecto se fabrica una posibilidad con forma de erección, pero es consciente de que despide un olor acre y que ella ya se ha duchado. No es lo mismo, no tiene nada que ver que dos gorrinos se rebocen juntos en el fango con que un gorrino agarre a un cisne por el cuello y dé rienda suelta a su gorrino instinto. De cisne a gallina desplumada en un par de gruñidos. Además, ella se lo ha dejado bien claro: necesita una ducha imperiosamente.

Sancho es más breve, pero así y todo le da tiempo a recuperar imágenes de la noche anterior. No se imaginaba a Sara tan sumisa. Ella adopta un papel radicalmente opuesto en comisaría. Siempre tan ruda y tan cortante, ocultando su feminidad para evitar ser vulnerable en un mundo en el que predomina la testosterona, para sobrevivir en ese entorno hostil. En cierto momento ha creído que conectaba con ella y la veía por dentro. Le ha encantado descubrir a la verdadera Sara. Entregada a los instintos, desbocadamente controlada, rendida al placer.

No sabe cómo puede afectar lo sucedido a su relación profesional, pero le importa más bien poco y en cuanto despegue el avión deberá dejar esas cuitas en tierra, porque no va a volver hasta que no deje zanjada la cuenta que mantiene abierta con Robert J. Michelson.

No obstante, aún le quedan unas horas y no piensa desperdiciarlas.

Se viste con la ropa del día anterior. Por suerte, su olfato no percibe ningún matiz extraño que le haga sentirse incómodo y se dirige animoso a la cocina. Le resulta prodigioso que a Sara le haya dado tiempo a preparar dos zumos de naranja, a tostar pan y a hacer café. Está realmente preciosa, incluso vestida, y no es una mujer de refinadas facciones. Mala señal.

De repente no sabe qué coño decir. Solo la mira.

«Hay que joderse, Sanchito. Hay que rejoderse», piensa el pelirrojo.

Sara la adolescente en celo ha tomado el control. Mientras preparaba el desayuno, no ha dejado de repetirse que le vendría fenomenal un poquito más de eso que tiene el pelirrojo. No quiere ofrecer una imagen de ninfómana ni dar la impresión de que está desesperada por follar de nuevo, pero se deja embaucar por lo que puede leer en esos hambrientos ojos azules que la están examinando.

Ahora bien, esta vez asumirá ella el control.

Al zumo se le van las vitaminas.

El pan deja de estar crujiente.

El café se enfría.

Barrio de Avellaneda

Provincia de Buenos Aires (Argentina)

A Bujalesky se le ha ocurrido que podría ser buena idea mostrarle algo que tiene guardado en la casa que le vio nacer y que fue la última residencia de su hijo. No había regresado allí desde que lo asesinaron.

Los tres —le ha dejado claro que él no va a ningún sitio sin Dulcinea— han salido de Villa 31 sin percances, aunque han sido testigos de cómo la situación vivida durante la noche tiene su prolongación en los todavía crispados rostros de los vecinos de la barriada. Han tomado el colectivo en la estación de Retiro, porque es la primera parada de la línea 22 que atraviesa Avellaneda y es la única forma de asegurarse un asiento. No se lo ha confesado a Erika, pero odia ir de pie en el transporte público porque no soporta el roce continuo con desconocidos. Ni con conocidos. Consecuentemente, se han sentado en la parte de atrás y ha sacado a Dulcinea de la funda semirrígida que porta a la espalda. De forma muy suave, ha empezado a tocar una canción triste cuyo estribillo aún resuena en la cabeza de Erika.

Al final de las guerras perdidas.

A ningún pasajero parece haberle molestado.

Bujalesky deja que sus pensamientos escapen a través de las ventanas abiertas.

—A partir de acá, pasando el Riachuelo, estamos en Avellaneda, que pertenece al Gran Buenos Aires; esto ya no pertenece a Capital Federal. Welcome to the jungle.

Erika trata de ser condescendiente y sonreír, pero le resulta difícil cargar con el peso de la incertidumbre que rodea al estado de salud del islandés. Además, es consciente de que Bujalesky no le ha dicho que esté dispuesto a ayudarla y eso la escama. Su pasividad engrasa la lengua de su acompañante.

—Acá nacieron mis viejos, Federico y Cristina. Él era estibador en el puerto, como lo fueron su padre y el padre de su padre, que llegó a Buenos Aires huyendo de las consecuencias de la fallida revolución de 1905. Se llamaba Andréi Berzachtzky y en su huida de la justicia zarista llegó hasta el puerto de San Petersburgo con idea de subirse al primer barco que zarpara. Para salir necesitaba una identidad distinta, porque la suya estaba marcada con pena de muerte. No le quedó otro remedio que hacerse con la de un desconocido que se apellidaba Bujalesky.

Este hace una breve pausa para retirarse el pelo de la cara.

—Y para ello tuvo que asesinarlo. Nunca me contaron cómo. Esa es la sangre que corre por mis venas.

Erika lo mira detenidamente, pero declina hacer ningún comentario.

—Según llegó al puerto, pidió trabajo y, como su oficio era el de estibador, en el puerto se quedó. Se casó con una polaca y tuvieron tres hijos antes de morir sin cumplir los cincuenta. Omito la historia de mi abuelo, que era un borracho hijo de puta, pero, por suerte, mi padre era un tipo casi normal que se supo juntar con una maestra de familia pudiente. Pudiente para la época —aclara—. Ella me inculcó el amor por la lectura y así evité seguir con la tradición familiar.

—Has dicho casi normal —interviene Erika.

—Sí, todo normal excepto que estaba enfermo por el fútbol y creo que jamás me perdonó que no fuera futbolista profesional. De pibe no se me daba mal, pero su ilusión era que jugara en Primera de Independiente.

—No te imagino de corto —suelta Erika.

—Ese era el sueño de mi viejo desde que nací. De hecho, y esto no lo suelo contar porque me causa cierto estupor, mi nombre, Alcides Edgardo, se debe a que tuve la mala suerte de nacer el 16 de junio de 1950, día en el que se produjo el famoso Maracanazo.

—Me suena.

—Fue la final del Mundial de Brasil y todo estaba preparado para que los brazucas levantaran la copa en el Maracaná, pero los uruguayos, que son unos forros bárbaros, les ganaron con un gol de Alcides Edgardo Ghiggia. Creo que odio el fútbol desde que mi vieja me lo contó, pero acá no se puede odiar el fútbol, es imposible. Es la nafta que mueve la máquina de los argentinos y en mi casa más todavía…, mucho más. Cuando lleguemos entenderás por qué.

—Pues ya tenemos algo en común, porque yo nací un 13 de junio de 1982, en pleno Mundial de España, y mi padre también era ruso, hijo de un emigrante vasco que huyó de la Guerra Civil.

—¡Mirá vos! La próxima parada es la nuestra —anuncia—. Vamos a ir dando un paseo, si no te parece mal.

Cuando va a bajar del colectivo, Bujalesky se topa con una mujer que acaba de subir y luce un llamativo vestido color plátano. Se paraliza primero y reacciona después dando un salto hacia atrás. Cuando la señora pasa a su lado le dedica una mirada cargada de incógnitas.

—¿Se puede saber qué te ha pasado? —pregunta Erika, que, como el resto de los pasajeros, se ha percatado del incidente.

—Nada. No me pasó nada.

—¿La conocías?

—No —responde cortante.

Erika decide archivar el hecho en asuntos pendientes.

Los siguientes minutos caminan sin cruzar palabra. Avellaneda no tiene nada que ver arquitectónicamente hablando con el centro de Buenos Aires, pero la disposición de casas bajas en vías anchas no le disgusta del todo a Erika.

—Antes —retoma Bujalesky— hablaste de un custodio con el que tenías alguna relación en el pasado. El que laburaba para la Interpol. No te quise interrumpir, pero ahora se me vino a la cabeza de golpe.

—Michelson.

—Ese mismo.

—De ese cabrón se va a encargar un amigo. Se llama Ramiro Sancho y es inspector de Homicidios de Valladolid. Mi padre también le metió en esto al mencionárselo a De Bruyn, el del informe que…

—Sí, lo que me contaste en casa. De Bruyn. Por cierto, me gustaría echarle un vistazo.

—Lo tengo con mis cosas en el hotel. Luego, si podemos, nos acercamos.

—Bien.

—¿Sabés cómo se hace llamar ese custodio?

—Flegias, se hace llamar Flegias.

Bujalesky se detiene en seco y arruga el semblante.

—No puede ser…

—Se trata de su hijo, Robert J. Michelson, que ha retomado la tarea del padre, el cual, dicho sea de paso, estuvo a punto de matar a mi madre.

—Pará, pará. Más despacito.

Erika lía un cigarro y en el tiempo que tarda en fumárselo le narra la historia de los Balcanes y su relación con los Michelson.

—Entonces tenemos más cosas en común. Flegias padre fue el hombre que contactó conmigo. Nunca llegué a conocer su verdadera identidad, pero sí sé que enfermó repentinamente y desapareció de mi vida.

Ahora es Erika la que articula un gesto que denota incomprensión.

—Fue en marzo del 2005, recuerdo bien la fecha porque me otorgaron el premio Konex de Humanidades. Un… compañero —duda— me dijo que alguien muy importante tenía una propuesta y mi ego no me permitió dejar pasar la posibilidad y rechazarla como hacía con la mayoría de trabajos de investigación que me llegaban por el sector privado. En realidad, en ese primer encuentro no me propuso nada concreto, pero sí consiguió captar mi interés hablándome de mis dos únicas pasiones: la masonería y el universo de Dante. Me tiró el anzuelo y yo piqué como el más pelotudo de los peces. Días después hizo llegar a mi despacho de la facultad un dosier que probaba la existencia de una logia a la que él reconocía pertenecer. Progresivamente, me fue entregando una serie de documentos recopilados desde el siglo XIV con un incalculable valor histórico. Sin embargo, todo convergía en la misma dirección.

—¿Qué era lo que quería de ti?

—Quería, en concreto, lo mismo que vos, doctora.

—Encontrar El Cartapacio de Minos.

—Obvio. El maldito Cartapacio.

—Pero… ¿qué es exactamente?

—Exactamente, en sentido estricto, no lo sé, porque jamás lo he visto. Diría que nadie lo sabe. Nace de un documento previo conocido como Novem Regulas, que vendría a ser el libro que contiene las nueve normas inviolables escritas por el primer Gran Maestre, ese al que se refieren como el Gran Arquitecto y que no es otro que Dante Alighieri.

Erika frunce el ceño, pero resuelve que aún no es momento de intervenir.

—Esos nueve preceptos son los nueve pilares sobre los que se asienta el Templo. Acá hago un inciso para explicarte que los miembros originarios que fundan la Gran Logia de los Puros proceden en su mayoría de la Fede Santa, una logia que absorbió a varios de los principales integrantes de una sociedad secreta que se hacían llamar Fideli d’Amore, entre los que se encontraba el propio Dante. Todas esas sociedades bebían de los antiguos manantiales de la Orden del Temple, ¿sí? Esas nueve normas no aportan nada extraño ni diferente de lo que hacían otras logias contemporáneas. Era habitual que estas dejaran constancia por escrito de sus axiomas en un libro sagrado sobre el cual sus integrantes juraban fidelidad como primer acto de iniciación. Aunque la Gran Logia de los Puros trató de romper con las formas de hacer de la antigua y pura masonería, no pudo evitar beber de sus manantiales, lo cual se demuestra en la asunción de la estructura en tres grados: aprendiz iniciado, compañero masón y maestre masón. Lo que rebautizarán como guardián, custodio y maestre.

—¿Y los centinelas?

—Digamos que son aspirantes pero sin consideración de membresía, condición que adquieren solo cuando estampan su firma en el documento de asunción como guardianes o custodios. ¿Se entiende?

—Se entiende.

—Dicho esto, tenés que comprender que la Congregación de los Hombres Puros no puede ser considerada en sentido estricto una hermandad masónica, ya que sus objetivos difieren totalmente de la búsqueda de la verdad a través del comportamiento del individuo. ¿Nació de la masonería? Sí, seguro, pero… enseguida se convirtió en una organización criminal que operaba con una estructura pensada por y para la protección de sus miembros. De hecho, sus primeros actos criminales tenían como objetivo restar poder a otras logias. Pero esa es otra historia. Vuelvo a El Cartapacio, que me pierdo.

El aroma de carne vacuna que despide un puesto callejero interrumpe su discurso durante unos segundos.

—El primer documento que se conserva en el que se menciona El Cartapacio data de 1865, cuando Minos, que ocupaba ya el cargo de Gran Maestre, expone a la Asamblea la necesidad de proteger el texto fundacional, en referencia al Novem Regulas, pero, sobre todo, convence a sus hermanos para recopilar, esconder y proteger toda la documentación que se había ido generando desde el siglo XIV con el propósito de volver a la clandestinidad.

—A ver, a ver —le interrumpe Erika—. Entonces…, ¿El Cartapacio de Minos se llama así porque lo ideó un Gran Maestre que tomó ese nombre? ¿Minos? ¿No se debe al personaje de La Divina Comedia?

Bujalesky sonríe. Es la primera vez que lo hace.

—El nombre del Gran Maestre, como hicieron otros muchos antes y han seguido haciendo otros muchos después, lo saca de la Comedia, sí. En concreto, Minos es el juez que envía a los pecadores al círculo del infierno que les corresponde en función del pecado o pecados que cometieron.

—Pero, en definitiva, el nombre de El Cartapacio toma el del Gran Maestre que lo ideó.

—Sí, obvio, pero con un propósito que va más allá. Como te decía, hasta ese momento el compromiso de fidelidad de los miembros era verbal y prácticamente todos los integrantes de la Gran Logia de los Puros conocían al resto de hermanos con nombres y apellidos. Digamos que a nadie le convenía abrir la boca y así se mantuvo inquebrantable la primera regla: el secretismo. En la medida en la que fueron creciendo, sobre todo en la base, se generó la necesidad de coaccionar, por decirlo de alguna manera, a los nuevos integrantes, pero también de amarrar a los que componían la cúspide de la organización, incluyendo al Gran Maestre. Por eso, estoy seguro de que, desde esa fecha, las identidades reales de todos los que integraron la Gran Logia de los Puros y luego la Congregación de los Hombres Puros están registradas en El Cartapacio de Minos.

—Hasta aquí todo claro.

—Bien. La acepción correcta de «cartapacio» en la época, más allá de un simple cuaderno de anotaciones, es un conjunto de papeles contenidos en una carpeta o similar. Por tanto, acá tenemos que pensar en una especie de archivo.

—Muy comprometedor.

—Y sí. Minos quiso dejar constancia del hecho en una de las bóvedas del Palacio Barolo: Littera occidit, spiritu vivificat. «La letra mata, el espíritu vivifica» —traduce—. Pero eso ya te lo voy a mostrar a su debido tiempo.

—Por tanto, el que posea El Cartapacio de Minos…

—Tendrá a todos sus hermanos agarrados de las pelotas, así es —completa—. Por eso Flegias quería encontrarlo, porque quería vestir la túnica de Dante. Eso quería. Y estaba convencido de que estaba acá, en la Argentina —desvela—. Después te explico por qué. El caso, volviendo al principio del todo, es que para mí ese enigma significaba lo mismo que si a un paleontólogo le mostraran evidencias de la existencia del eslabón perdido, ¿entendés?

—Creo que sí.

—No podía dejar pasar la oportunidad. Me pasé semanas contrastando aquella información de forma extremadamente minuciosa, te lo puedo asegurar. Comprobé que todos esos documentos eran auténticos. Todos —subraya—. Lo que decía Flegias era cierto; ahora bien, lo que no hice fue preocuparme por investigar lo que no decía… Tuve varias reuniones más con él; de hecho, sé que tenía una propiedad que heredó de su bisabuelo, quien inauguró la pertenencia familiar a la Congregación en alguna parte del sur del país. Antes de que yo aceptara el encargo, Flegias ya daba por sentado que no me podría negar. Y el forro no se equivocaba.

—Pero… ¿en qué consistía ese encargo?

—A ver si soy capaz de concretar. La localización exacta de El Cartapacio de Minos solo es conocida por el Gran Maestre de la hermandad y este lo mantiene en secreto hasta que cede el cargo, ¿sí? Minos sabía el poder que adquiriría el documento con el paso de los años, sobre todo para los futuros portadores de la túnica de Dante, sus sucesores. Entonces, idea una necesaria y brillante medida de seguridad para evitar que ese compromiso se pierda en el caso de muerte repentina del Gran Maestre: las llaves y el mapa.

—Las llaves y el mapa —repite Erika.

—Pero de esto ya te voy a hablar cuando lleguemos, con los papeles delante. Ya estamos cerca.

Erika agradece el descanso, aunque prefiere no verbalizarlo. Bujalesky se detiene.

—Eso del fondo —señala el dantista— es la cancha de Independiente y mi casa, la casa de mis viejos, está en esa calle que sale a la izquierda. La calle Italia: la localización geográfica del país donde toma forma lo que te decía antes sobre el dichoso fútbol. Ahora vas a ver.

Y cuando llegan a la esquina lo ve.

—La cancha de Racing. El otro cuadro de Avellaneda, con tantos o más fanáticos que Independiente, no en vano son dos de los clubes más importantes de la Argentina. Se odian a muerte y acá están nomás, a una cuadra de distancia. Una locura.

—¿Y tú vives ahí? —señala Erika.

—Vivía. En el punto equidistante entre ambas canchas, la única vivienda de la calle, en el número 666. No es joda. Diabólico, ¿sí? Quilombo garantizado todas las semanas. Un infierno más cruel que el que Dante imaginó.

Erika no puede aguantar la risa.

—Mi vida está marcada por situaciones como la del Maracanazo y esta.

—Bueno, ¿y por cuál te decantaste? —pregunta Erika, curiosa.

—Eso solo lo voy a desvelar en mi lecho de muerte, doctora —responde Bujalesky. Y no parece tratarse de una broma—. El jardín se hizo mierda. Fue idea de mi mujer, yo le habría hecho un contrapiso a toda esta parte y a la de atrás y listo.

—A mí me gusta. Le da vida.

—O te la quita. Entremos. Tené cuidado con esas raíces, hace cuatro años que nadie pisa por aquí.

Pero no es cierto.

No hace tanto que alguien pisa por allí muy a menudo.

La casa huele a cerrado y a algo más. Algo de origen biológico.

Bujalesky se gira hacia Erika y se coloca el dedo índice sobre los labios.

Ha oído un ruido. Proviene de la cocina.

Erika reacciona de manera poco prudente.

Cosas de la bipolaridad.

Extrae la Glock 19 que tomó prestada del peruano de la sudadera negra que ahora reposa en la morgue, aparta al dueño de la casa y avanza decidida por el pasillo. No piensa ni valora, se deja guiar por sus emociones y está emocionalmente trastornada. Abre la puerta de la cocina gruñendo y entonces la ve.

Ella es bastante más veloz.

Erika no tiene nada que hacer.

Residencia de Carlos Alfredo Ramírez,

Provincia de Misiones (Argentina)

Llevan una buena racha de reservas en el complejo de cabañas. Cuando pensó en montar el negocio, lo hizo con el propósito de dejarles algo a sus hijos de lo que pudieran vivir y, al mismo tiempo, invertir toda aquella guita. Sembrar para cosechar.

Su esposa, Gabriela, le acaba de llamar para decirle que le ha dejado la cena preparada en el horno, que en la cabaña número cuatro el lavabo pierde agua y que, como su hijo Damián no ha sabido dar con el problema, han tenido que llamar a un plomero. Damián es bueno con los números, pero con las manos es un auténtico desastre. Su hija Fernanda acaba de salir hacia el parque con un grupo de doce personas para hacer el recorrido de las cataratas bajo la luz de la luna. Ramírez sale al porche y comprueba que el cielo está invadido por nubes que parecen querer trepar hasta lo más alto de la bóveda celeste. Feo panorama para disfrutar de la excursión nocturna.

Esa noche le toca descansar, aunque él preferiría mantener la cabeza ocupada después de la visita de esos dos tarados. En cuanto se enteró del tiroteo de Villa 31, pensó que podría estar relacionado con el asunto de Buja. Demasiadas casualidades suelen nacer de la misma madre. La confirmación le llegó poco después, cuando recibió su llamada pidiéndole que averiguara el estado de un paciente con nombre islandés sin darle más explicaciones. Se alegró de oír su voz, pero al colgar supo que los problemas no habían hecho más que empezar.

O regresar, para ser más exactos.

Él siempre pensó que los fantasmas del pasado nunca saldrían de la cárcel del olvido donde cumplían condena, pero, visto lo visto, le toca asumir que estaba equivocado. Se esfuerza por no pensar en todo ello, pero en su mente sigue escuchando esa voz acusadora que jamás se calla.

—Ramírez.

Se agarra el pecho. Los sobresaltos no son nada aconsejables para su edad, pero ahora la mayor amenaza no proviene de su corazón, sino del cañón de la pistola que le está apuntando a la cara. La empuña un hombre que no reconoce. No necesita su dilatado bagaje como policía para saber que esa presencia nada tiene que ver con un robo.

—¿Qué mierda quiere? ¡¿Quién carajo es usted?!

—Tranquilícese y siéntese ahí —le ordena en perfecto inglés. Sabe que él lo habla—. Solo le robaré unos minutos y si no hace ninguna estupidez me habré marchado antes de que se dé cuenta.

Ramírez obedece.

—Estoy buscando a un hombre y usted me va a ayudar a encontrarlo.

El excomisario no requiere que le revele su identidad para saber de quién se trata. Intuye que de nada le va a servir intentar convencer al desconocido de que Alcides Edgardo Bujalesky murió junto a su hijo en las aguas del río Iguazú.

—Por Dios santo, deje de apuntarme. Le diré lo que sé.

—Supongo que no será necesario. Tiene una casa preciosa para la humilde pensión que cobra del Estado. Ya veo que supo invertir bien los dólares que le pagaba mi padre.

Ramírez ata cabos.

—¿Flegias era su padre?

Michelson asiente ceremonioso.

—Usted trabajaba para él, ahora lo hará para mí.

Ramírez maldice con toda su alma el día que le puso en contacto con Buja. Él no era más que un poli que necesitaba completar su miserable salario. Su cometido se ceñía a enterarse de las operaciones contra el tráfico de armas en la provincia de Misiones y poner un anuncio por palabras en el periódico local con los datos de la intervención. Diez mil pesos al mes más cien mil por chivatazo eran mordidas que no podía dejar pasar, porque, si él no lo aceptaba, otro lo haría. Así eran las cosas. Su buen hacer le llevó a averiguar que el hombre que comandaba la red, del que solo sabía que se hacía llamar Flegias, andaba buscando un especialista en el universo de Dante. Premio. Ramírez mantenía contacto fluido con ese hombre y lo organizó todo para que se produjera el primer encuentro. A partir de ahí, se desentendió del asunto hasta que el asunto le explotó en la cara.

Y desde entonces no ha dejado de odiarse por ello.

Enseguida entiende que el hombre que ha allanado su vivienda está contagiado por la misma obsesión que su padre. Le cuenta lo mismo que ha contado hace unos días pero sin pausas ni remilgos. Robert J. Michelson enlaza su historia con la masacre de Villa 31. Miguel estaba allí siguiendo el rastro de Bujalesky.

—Le interesará saber que hace unos días vinieron un hombre y una mujer preguntando por lo mismo —adereza Ramírez.

En la descripción se esmera por bosquejar la fisonomía de Erika y Ólafur. Y no lo hace mal del todo, porque en el rostro de Michelson se ha perfilado una expresión contrariada que no pasa inadvertida para el excomisario.

—¿Y qué les dijo?

—El hombre iba armado, no tuve más remedio que… No parecía que tuvieran malas intenciones, solo querían encontrar a Buja por el mismo motivo que usted, supongo.

—Supone bien.

—Pero hay algo que quizá le pueda resultar de mucha ayuda.

Michelson escucha.

—Anóteme aquí un número de teléfono en el que le pueda localizar. No me obligue a regresar —es lo último que le dice.

Cuando se marcha, Ramírez se odia un poco más que antes.