LA MEJOR FORMA DE TAPAR UN SECRETO ES CON OTRO SECRETO

Club Gimnasia y Esgrima. Sede de San Martín

Buenos Aires (Argentina)

Diciembre de 1935

Notaba que el pañuelo no absorbía una gota más. Era el tercer día consecutivo de calor sofocante y sus poros llevaban manifestándose desde primera hora de la mañana contra la pérfida alianza porteña conformada por la humedad y la temperatura.

En cuanto Matthew J. Michelson puso los pies en la zona ajardinada entendió por qué la mujer de la entrada le había exigido acreditarse como si aquello fuera un penitenciario de máxima seguridad. El edificio principal era más propio de una embajada que de una sociedad deportiva, por muy de alta alcurnia que fuera. Las instalaciones eran una clara llamada de atención dirigida a los estratos más pudientes de los que se nutría su cada vez más numeroso listado de socios.

Se había citado con él en el recibidor del edificio principal con el pretexto de tratar un asunto relacionado con las obras de la línea D del Subterráneo. Como era su costumbre, llegaba con algunos minutos de antelación, tiempo que invirtió en recorrer aquel luminoso y distinguido salón. Agradeció el frescor que parecía emanar del mármol, material predominante en aquel lujoso ecosistema. Lo primero que le llamó la atención fue el suelo, un damero de losetas negras y blancas, elemento que claramente denotaba cierta afinidad masónica. Los retratos de las ilustres personalidades que adornaban las paredes no hacían sino refrendar su sospecha, todos eran hermanos reconocidos: Urquiza, Zapiola o Güemes, aunque no tenía forma de saber si todos, alguno o ninguno pertenecían a la Congregación.

Excepto uno. Ese en el que tenía anclada su atención.

—El excelentísimo general Las Heras, pariente mío —escuchó a su espalda.

El guardián se giró en el intento de disimular su sobrecogimiento.

—Gracias por atenderme, señor Segurola.

El tratamiento caballeroso resultaba paradójico, habida cuenta de que su anfitrión acababa de cumplir los veintiocho años. Vestía un atuendo cómodo en tonos claros que resaltaba una complexión atlética encerrada en aquel cuerpo con forma de pera invertida.

—Le agradezco que haya accedido a desplazarse hasta nuestro club, últimamente no soy capaz de atender todas mis obligaciones como debiera.

—No me supone ningún inconveniente, créame. Es más, agradezco la oportunidad de conocer estas instalaciones y le confieso que en otro tiempo quizá me habría interesado enterarme de las condiciones de asociación.

—La actividad física no tiene rango de edad, señor mío. Solo requiere conocer y adaptar la práctica a las circunstancias de cada uno. Le pongo por ejemplo el caso de uno de nuestros esgrimistas más laureados, que ya ha superado el medio siglo y, a pesar de que sus reflejos no son los mismos que antes, sigue siendo un rival difícil de batir.

Michelson compuso una mueca de asombro.

—Interesante. He oído que usted es un auténtico prodigio en el manejo de la espada.

—En realidad lo mío es el sable, pero no es menos cierto que con la espada y el florete tampoco soy manco. Llevo practicando desde los cuatro años. Él —dijo volviéndose hacia el cuadro— inició el linaje de destacados esgrimistas en mi familia, que continúa hoy y continuará mañana.

—¡Desde los cuatro años! ¡Qué bárbaro! Tiene que estar orgulloso de sus raíces, señor Segurola. Muy pocos pueden decir que proceden de una familia como la suya y que el pueblo pueda honrar su memoria junto al padre de la patria. Un reconocimiento sin duda solo al alcance de algunos elegidos —barnizó el guardián.

—Ciertamente. Porque no son muchos los que han arriesgado su vida por la patria como hizo él.

Ambos intercambiaron gestos condescendientes.

—Permítame que le enseñe nuestras instalaciones mientras charlamos. Por aquí —le invitó Segurola con sugerente cortesía.

—Verá…, no querría robarle demasiado de su preciado tiempo, por lo que me va a permitir que aborde el asunto que me ha traído hasta aquí. Le pido disculpas anticipadamente por haber sido deshonesto con el motivo, enseguida entenderá por qué.

Segurola no pareció inmutarse.

—Usted y yo —arrancó Michelson— compartimos un club tan selecto como este, aunque con propósitos más elevados. Soy consciente de que no deberíamos estar manteniendo este encuentro, pero me mueven causas de fuerza mayor.

—La curiosidad no está incluida entre ellas, Cepheus —le espetó Segurola—. Pero prosiga, que le he interrumpido.

Michelson trató de no alterarse. Al cruzarse con un grupo de tres personas que portaban un balón de rugby, el guardián quiso soltar lastre.

—¿También tienen equipo de rugby?

—Por supuesto. Uno de los mejores de la ciudad. Tricampeón del torneo de la Unión de Rugby de Buenos Aires, el último hace tres años. ¿Es usted aficionado?

—Practiqué en el colegio y en la academia militar.

—En Londres —completó Segurola haciendo alarde de información.

—Así es. Ya veo que usted también —subrayó— ha realizado sus investigaciones.

—Investigar está dentro de las obligaciones que antes aludía.

—Cómo no. Entonces, estará al corriente de que he estado en contacto con Mario Palanti.

—Lo estoy. Incluso sé que durante los últimos meses ha ordenado que se realice una investigación que incluye indagar en los archivos de la municipalidad e innecesarias preguntas a las secretarias de una de mis empresas. Y, por supuesto, estoy al corriente de que en esos encuentros que ha mantenido con Mario Palanti ha obtenido información a cambio de un proyecto arquitectónico firmado por el mismo Benito Mussolini. Gestión que le facilitó su custodio Flegias.

—Le felicito.

—Como le digo, es mi responsabilidad estar informado.

—Por consiguiente, doy por hecho que está debidamente enterado de que tengo en mi poder documentación, digamos, comprometida —definió— para nuestra hermandad.

—Yo no diría tanto.

Michelson se regaló unos instantes para valorar su próximo movimiento. Sabía muy poco de esgrima, pero estaba claro que su oponente estaba planteando la conversación como si se tratara de un duelo. Y estaba claro que su rival llevaba la iniciativa.

—Son copias de los documentos originales —aclaró el guardián—. Copias exactas.

—Señor mío, aunque tuviera los originales nos encontraríamos en la misma situación, escasamente comprometedora a mi juicio. Permítame que le explique por qué. La certificación de la extracción de los restos de Dante firmada por el escribano Malagola en 1865 no especifica si se trata de un puñado de cenizas o si, por contrario, son la totalidad de los restos mortales de Dante Alighieri. Aunque así fuera, en Italia jamás darían credibilidad a ese testimonio y puede estar seguro de que en los libros de historia que se publiquen desde hoy hasta el fin de los días siempre se escribirá que el divino poeta descansa en Rávena.

—Las reliquias no son de mi interés, señor Segurola.

—Hablemos entonces del mapa —continuó esbozando una sonrisa que fue ganando en intensidad—. Ya ha visto lo que es y por tanto es consciente de que solo a un experto en el caótico universo de Dante le sería de utilidad. Y usted está muy lejos de serlo.

—¿Y usted lo es?

Segurola se detuvo y se giró con la velocidad de los girasoles.

—Soy Damocles, el vigilante. Esa pregunta no hace justicia a la inteligencia que se le supone, señor mío.

Ese era el momento que estaba esperando Matthew J. Michelson.

—He ahí el problema. Hasta donde yo sé, Minos concibió el mapa como una vía alternativa en el caso de que el Gran Maestre falleciera de modo repentino sin poder transmitir su legado a su sucesor.

—Por legado entiendo que se refiere a El Cartapacio.

—Entiende bien. Y si no estoy equivocado, El Cartapacio es la herramienta que nos ha mantenido y nos mantendrá unidos.

—Es correcto.

—Por tanto, la clave para la supervivencia de la organización a la que tanto amamos.

—Podría considerarse así.

Michelson se preparó para la estocada.

—Entonces, convendrá conmigo en que, ante el hecho poco probable pero posible de que Damocles y el Gran Maestre desaparecieran sin transmitir sus conocimientos, se perdería para siempre la pista de El Cartapacio y, con ello, nuestra fuerza de cohesión.

—¿Debo interpretar que el motivo de este encuentro no es otro que convencerme para que le desvele los secretos que el mapa contiene?

—Solo estoy pensando en la seguridad de la hermandad. Nuestra hermandad.

Sin percatarse de ello, habían llegado a un jardín de gusto exquisito, exuberante y perfectamente mantenido. Un busto de José de San Martín comandaba el entorno.

—Dicen que la mejor forma de medir las fuerzas del enemigo es enfrentándose a él en campo abierto.

—¿Me considera como tal? ¿Su enemigo?

—No; si así fuera, ya estaría muerto —aseguró sin modificar el tono—. Pero nunca descansaría en un lugar tan privilegiado como su admirado cementerio de la Recoleta, porque mis arcángeles no dejan restos que enterrar. Y, por favor, no se lo tome como una amenaza. No lo es. Aprecio su interés y de verdad creo que su preocupación es sincera. Por ello, he aceptado mantener este encuentro con usted: para hacerle una propuesta.

—¿Una propuesta? —repitió visiblemente emocionado.

—Necesito saber cuán seguro es el sistema que hemos diseñado y construido. Mantener la seguridad del Templo es el mayor de los privilegios que podría imaginar. Desde que tengo uso de razón, recuerdo haber sido instruido para desempeñar este cometido y ahora que las obras han concluido…

—Quiere medir las fuerzas del enemigo —completó.

—Digámoslo así.

—Entiendo. ¿Y qué sucedería si tengo éxito?

—Que yo sabré dónde residen los puntos débiles de la fortaleza y habré logrado mi propósito.

—¿Y?

Damocles acortó la distancia con el guardián y adoptó una pose militar.

—Y usted, señor mío, recibirá la túnica de custodio que un día Ciacco le prometió.

—Ya veo que es sabedor de esa circunstancia. O por lo menos en parte. Permítame que le aclare que Ciacco me ofreció la túnica de Flegias si lograba dar con el paradero de la Ascensión. Lo hice, pero alguien ya se me había adelantado y con su fallecimiento se volatilizaron su promesa y mis ilusiones; momentáneamente —añadió—. No me rendí. Debe de ser cosa de familia, presumo.

—Tengo muy presente esa virtud, por eso le he elegido a usted. Sé que no se rendirá a las primeras de cambio. Pero antes de que me dé su respuesta me siento en la obligación de aclararle algo: Damocles no está a las órdenes de ningún Gran Maestre. Damocles se encarga únicamente de vigilar el legado de Minos, que es lo que garantiza la supervivencia de nuestra hermandad. De su crecimiento se encarga la Asamblea. Por tanto, señor mío, debe tener muy presente que ni Ciacco ni ningún portador de la túnica de Dante conoce la localización de El Cartapacio y tienen las mismas posibilidades que usted de encontrarlo: ninguna —le retó.

Michelson valoró la revelación.

—Pero los actos de entrega de túnicas son presididos por el Gran Maestre y los compromisos los sella él. Por tanto…

—Señor mío —le interrumpió agriando el tono—, lo siguiente que le voy a contar sí es información delicada, pero considero que, si va a aceptar el reto, debe saberlo. Igualmente le informo de que, si algo de esto termina trascendiendo, usted morirá. Y esto sí es una amenaza.

—Comprendo.

—Hablábamos de los compromisos que adquiere el postulante a guardián o a custodio con el Gran Maestre y de la huella perpetua que deja cuando firma el documento de asunción con su verdadero nombre.

—De eso hablábamos, sí.

—Compromisos obtenidos por el Gran Maestre durante su mandato, únicamente —precisó—. ¿Y los anteriores? ¿Y los posteriores?

Michelson no tuvo que discurrir mucho la respuesta.

—Damocles.

Este asintió.

—Damocles es el único que se encarga de alimentar El Cartapacio y de asegurarse de que alguien después de él retome esa labor.

—Entiendo.

—He sido instruido en el manejo de la espada y… en otras artes, por decirlo de alguna forma. Espero no parecer soberbio, pero también está delante de un experto en lo relacionado con Dante. Conocimientos que he adquirido desde que soy capaz de leer y escribir, los mismos que transmitiré a mi sucesor.

—Y que son del todo necesarios para poder interpretar el mapa —razonó Michelson.

—Eso es, precisamente, lo que necesito medir.

—Sin embargo, la Asamblea piensa que el Gran Maestre tiene acceso a El Cartapacio.

—Por supuesto. Al Gran Maestre le conviene que lo piensen, ¿no cree? Esa es la parte fundamental del juego, de otra forma no podría sostener la lealtad de sus hermanos ni contener sus ansias de poder. Así lo pensó Minos y así lo ejecuta Damocles.

A Michelson le recorrió un escalofrío por la espalda. Todo cobraba sentido. Por eso Ciacco le mandó localizar la estatua a espaldas de Damocles, porque el Gran Maestre quería conocer de primera mano la localización de El Cartapacio. Y por eso Damocles era el encargado de reclutar y formar a los arcángeles, porque aunque estuvieran bajo las órdenes del Gran Maestre le obedecían solo a él.

—Minos era un gran estratega —concluyó Matthew J. Michelson.

—Eso lo aprendió del general Las Heras. Entre ambos idearon el proyecto. Bartolomé Mitre escribió esto sobre él cuando ordenó traer sus restos mortales a la Catedral: «No necesitó apelar a la posteridad para esperar justicia y afirmar la corona bajo sus sienes. El juicio que el pueblo solo pronuncia en los funerales de sus héroes fue pronunciado en vida y para honor y gloria de él y de su patria, por los hijos de la heroica a que perteneció, que es la posteridad a que apelaba el general San Martín, su ilustre maestro y compañero de gloria» —citó de memoria Damocles, emocionado.

—Un gran hombre —aliñó.

—Bueno, ¿qué me dice?

—Creo que ya sabe cuál va a ser mi respuesta.

—Entonces estoy frente al rival que necesitaba.

Michelson hinchó el pecho y adoptó de forma inconsciente una pose castrense.

—Ahora, si me disculpa, he de atender a mis alumnos. Le acompaño a la salida.

Bernardo Segurola se despidió de su rival caballerosamente y regresó frente al cuadro de su ancestro. Minos tenía razón.

—La mejor forma de tapar un secreto es con otro secreto —murmuró—. Ya tengo al iluso que se va a encargar de alimentarlo.

Minutos después, Michelson se mojaba la nuca en una fuente pública antes de cruzar los Portones de Palermo. Las palabras de aquel joven talentoso resonaban en su cabeza. Jamás había declinado un reto y aquel era tan intrigante como goloso. Ya tenía dos propósitos: preparar a su nieto para vestir su túnica y cumplir con el compromiso que había adquirido con Damocles. Mientras le resbalaba el agua por la frente, no podía pensar en otra cosa. Localizó un banco para sentarse y dejar constancia de lo ocurrido en su diario. Cuando terminó, anotó el siguiente paso que tenía que dar: localizar una librería y comprarse un ejemplar de La Divina Comedia.

Matthew J. Michelson murió a los noventa y tres años siendo guardián en su residencia cerca de El Calafate a causa de un ataque al corazón. Dejó todas sus posesiones a su único nieto, Matthew J. Michelson, quien heredaría su obsesión además de la túnica de Cepheus. Gracias a su excelente desempeño en el negocio del tráfico de armas, este lograría lucir la túnica de Flegias, pero fracasaría en su obstinado intento por averiguar el paradero de El Cartapacio. Sin embargo, él tampoco se rendiría y, antes de ser devorado por el alzhéimer, dejó escritos su testimonio y conocimientos con la idea de transmitírselos a su hijo, Robert J. Michelson.

Él sería el encargado de culminar la tarea que había empezado su bisabuelo: alcanzar el grado de Gran Maestre de la Congregación de los Hombres Puros.