FLOR DE PELOTUDO

Villa 31

Buenos Aires (Argentina)

Septiembre de 2013

El taxista le ha mirado primero con verdadera incredulidad y luego con falsa conmiseración cuando ha leído el papel arrugado en el que viene escrita la dirección a la que quiere ir.

Lo acontecido en la Dirección Nacional del Derecho de Autor le ha empujado a pasar por el hotel para recoger el paquete que tanto ansiaba recibir. Antes de echarse a la calle, se ha colocado la IMI Desert Eagle, calibre .50 AE, modelo The Mark XIX, en la funda rígida de sobaquera y se ha ajustado el chaleco de corte militar, pantalones anchos de loneta y unas botas negras de cordones. Por precaución, ha guardado su viejo pasamontañas de la Armija en un bolsillo interior del chaleco.

Nunca se sabe en aquel infierno.

Tiene el estómago vacío, pero al arcángel Miguel le ha podido más el ansia por restablecer su orgullo herido que las alertas estomacales. Hambriento pero decidido a resolver el asunto por la vía rápida, se ha plantado en uno de los accesos de Villa 31.

En cuanto se percata de que se trata de un asentamiento marginal, entiende la expresión del taxista y se alegra de notar la presencia de la Desert Eagle en su costado izquierdo. Lo siguiente consiste en dar con alguien que le indique dónde está el punto de recogida de correos y, una vez allí, ya sabe que será cuestión de billetes que algún funcionario le diga quién es el tal Andréi Berzachtzky que se encarga de registrar las canciones y dónde vive. Se arma de buena voluntad antes de abordar a la primera persona por la que apuesta que puede entender su idioma.

No acertará hasta la undécima.

Pero el problema, esta vez, no es el idioma, es la persona.

—Claro, señor —le responde un hombre de unos cuarenta años, chaparro y de gesto afable—. Pero aquí no sirven de nada las indicaciones, se perdería un millón de veces.

Para su sorpresa, habla un inglés más que correcto.

—Podría pagarle.

Esta vez salió a relucir la cara de Ulysses S. Grant y, aunque Jorge Aguayo no sabe identificar al personaje, el cinco seguido del cero y el símbolo del dólar los reconoce al instante. El billete descansa en su bolsillo antes de articular la siguiente palabra.

—Sígame.

Este lugar le parece harto deprimente, pero ha estado en otros que, teniendo una apariencia mucho mejor, resultaron ser más peligrosos.

—En esta selva hay que andarse con cien mil ojos, amigo.

—¿Puedo preguntarle de dónde es usted?

—De Asunción, Paraguay.

—Una vez estuve allí. Recuerdo que hacía mucho calor. Solo salía a la calle de noche.

—Sí. En mi país hace tanto calor…, pero tiene hermosas mujeres —compensa.

El arcángel hace un esfuerzo por recordar. A él las mujeres le gustan esbeltas, con curvas y, a poder ser, rubias. Y de esas no vio muchas en Asunción. El devaneo mental le invita a resarcirse de tanto disgusto con alguna belleza de corte centroeuropeo en cuanto pueda regresar a la tranquilidad de su casa de los Alpes Dináricos. Las polacas le gustan.

—¿Está muy lejos el sitio ese?

—Es acá nomás, señor.

Varios «acanomás» más tarde, van a parar a un espacio abierto bautizado popularmente como la plaza de los Lápices, donde se pueden ver algunos negocios abiertos y otros, a esa hora de la tarde, con la verja bajada. Es el caso del punto de recepción de correos que está señalando Jorge Aguayo con el brazo extendido.

—Ahí es, pero está cerrado. Carlos suele irse a casa a eso de las tres…

El arcángel nota que le hierve la sangre.

—No se lleve mal rato, amigo. Si quiere, yo por otro de esos le saco de aquí y mañana le vuelvo a traer.

Las facciones que conforman la expresión zorrococla de Jorge Aguayo se van transformando en otra estirada y circunspecta: la de Sebastián Aranda, el funcionario digno y diligente.

Hasta ahí llega la contención.

Hasta ahí llega la fuerza de voluntad del arcángel.

Porque ahora sí percibe el olor a pólvora quemada. Y es un indicativo indubitable; una señal palmaria; una suerte de advertencia que le obsequia su cerebro en forma de matiz olfativo y que solo tiene una interpretación posible: algunos van a morir.

Ama ese aroma.

Ya no es Miguel, arcángel mayor de la Congregación de los Hombres Puros; es Vlade Ilić, brigadier de la Armija al mando del 8.º Grupo Operativo de Srebrenica. Ya no está en Villa 31, Buenos Aires, Argentina, está en Biljača República Srpska, Bosnia y Herzegovina. Ya no es septiembre de 2013, es julio de 1992.

El pasado fagocita al presente.

Jorge Aguayo sigue esperando a que aquel primo le pague la tarifa acordada cuando asiste extrañado a cómo extrae un pasamontañas del bolso del chaleco y se lo ajusta. Su atención se centra en el escudo azul con letras doradas que lleva bordado en la frente cuando nota una presión en aumento a la altura de la nuez.

Jorge Aguayo nació en Asunción hace cuarenta y un años, emigró a los diecinueve a Florida, donde permaneció hasta que la policía dictó orden de búsqueda y captura por colaborar en un robo a mano armada en una gasolinera. Llegó a Buenos Aires pasando por Rosario y Mendoza, robando lo justo para no meterse en problemas. Su talla menuda es la responsable de que empezaran a llamarlo Jorgito, diminutivo que derivó en el apodo por el que sus seres queridos y odiados le conocen: Rojito. A los treinta se hizo electricista y del River —aunque el equipo que lleva en el corazón es el Olimpia de Asunción—, pero no arregla un enchufe desde que se casó con Teresa, hermana de Rosana, que es, a su vez, esposa del gordo Tebaldi, líder de la banda paraguaya conocida como los Sampedranos.

La cara de Jorge hace honor a su apodo cuando uno de los halcones que los Sampedranos tienen colocado en la esquina de la plaza de los Lápices da la voz de alarma. La guerra que mantienen con los peruanos de la diez por el dominio de la marihuana, el paco y la coca ha provocado que el gordo Tebaldi haya incrementado las medidas de seguridad en torno a su principal centro de distribución. Vlade Ilić es ajeno a tal circunstancia, de hecho lo es a esa y, de existir otras, a todas las demás. Lo único que le interesa es neutralizar al tipo que se dirige hacia él apuntándole con un arma que empuña como el pandillero sin experiencia que es. En esa tesitura sabe que recibir un impacto a más de cinco pasos es tan probable como morir en un accidente aéreo. El pandillero está a más de quince metros. Decide aguantar un poco más, algo que a Jorge le gustaría discutir si pudiera hablar, pues sigue con las vías respiratorias obstruidas. El pandillero no deja de gritar algo.

Hasta ahí.

El bosnio suelta a Jorge al tiempo que desenfunda la Desert Eagle y apunta a la diana que lleva dibujada en la frente. Ahora la gorra de los Bulls tiene un agujero del calibre cincuenta justo entre los cuernos del toro y el pandillero retiene en su cabeza menos de seiscientos gramos de masa cerebral, los otros setecientos están esparcidos por el suelo mal pavimentado de la plaza de los Lápices. Vlade Ilić se acerca al cuerpo, pero ni siquiera lo mira, sabe que está muy muerto. Quiere recoger del suelo la CZ 100 de nueve milímetros que tan indignamente empuñaba. Es un arma de mierda, una pistola de juguete, pero dispara y no se sabe si podría necesitarla en caso de que las cosas se pusieran feas, dado que los dos cargadores que lleva encima de la Desert Eagle solo contienen ocho cartuchos. Le quedan quince.

Examina el entorno, hay cuatro personas —dos mujeres, un hombre y un niño—, pero ninguna representa una amenaza. Infiere que esta no debe de ser la primera vez que asisten a un espectáculo similar, porque no se comportan movidos por el pánico. Vuelve al punto en el que ha dejado tirado a Jorge, que todavía está intentando llenar los pulmones entre toses agónicas e inspiraciones forzosas.

—Levanta —le ordena a la vez que le incentiva con una patada en el costado—. Me vas a llevar a casa de Carlos. Ahora.

Jorge sigue sin poder hablar, pero sí puede pensar. Sabe que es lo que le conviene si quiere volver a ver a Teresita y Jorgito. No sabe dónde mierda vive Carlos, pero sí adónde conducirlo.

Se incorpora y salen de la plaza en dirección al Tarzán, un boliche en la manzana 107 convertido en el cuartel general de los Sampedranos. Jorge intuye que ese puto loco va a terminar relleno de plomo, solo espera que sea antes que después. Y vivir para verlo, a poder ser. Pero a quien ve y reconoce es a Maicol parapetado en una esquina. Justo enfrente está Guido, que es boliviano, pero ya sabe lo que es cargarse a un tipo.

Vlade Ilić también los ve y, entonces sí, activa el modo automático de combate urbano que tiene guardado en el hipotálamo. Fueron muchas las poblaciones que tuvo que limpiar de serbios en un radio de treinta kilómetros desde Bratunac. Conoce todos los ingredientes de esa receta y cocinarla de nuevo, a pesar de los años transcurridos, no supone ningún conflicto para él. Piensa que debe de tratarse de una broma grosera al comprobar que un tipo asoma impunemente la cabeza para hacer señas a otro que está al otro lado de la calle. Ambos lucen gorras de equipos de la NBA, una es verde y la otra celeste, ambas muy llamativas, pero la vista no le alcanza para discernir a qué equipos representan. Jorge, a pesar de su reducido cuerpo, resulta un buen parapeto. Le pasa el brazo izquierdo por el cuello y lo arrastra al margen derecho de la calle para conseguir un ángulo óptimo. El primer disparo lo hace Gorriverde dejando patente que la integridad de Jorge no es una prioridad para él. Vlade Ilić apunta un centímetro por debajo del escudo del equipo y aprieta el gatillo, pero Jorge se mueve en ese mismo instante y le hace errar el tiro.

Tiene que decidir entre parapeto y puntería.

El mobiliario urbano no se mueve.

Pero no va a malgastar munición de la Eagle. Se ayuda de la suela de las botas para empujar al parapeto y con la mano libre saca la CZ 100 que sujeta con el cinturón. Los dos disparos en la espalda podrían valer, pero prefiere asegurarse y se agacha para meterle otro en la nuca. De nuevo su cara hace honor al apodo. Teresita y Jorgito acaban de quedarse huérfanos de padre, pero, en compensación, Rojito apenas se ha enterado de su muerte.

Vlade Ilić se percata en ese momento de que Jorge no solo hacía de parapeto, su función principal era la de guiarle a casa de Carlos, el regente, o lo que sea, del centro de recogida postal. Tiene que sustituirle, pero no va a ser por Gorriverde, que se ha envalentonado al ver la ejecución de Jorge y ahora está en medio de la calle. Ha adoptado una postura peliculera, apuntando a dos manos, rodillas flexionadas y con las piernas abiertas. Todo exagerado y excesivo, pero Vlade Ilić no le va a conceder la oportunidad de demostrarle que no tiene ni idea de disparar. El impacto en el esternón le tira dos metros para atrás y Maicol pasa a ser un número más en la guerra de bandas que está tiñendo de sangre Villa 31. Ahora sí reconoce el equipo, se trata de los Celtics de Boston.

Gorriceleste delata su posición por los gritos y amenazas que profiere contra el hombre del pasamontañas. Se ha resguardado detrás de un contenedor de basura y el miedo que recorre su cuerpo solo le permite chillar y asomar el cañón de la recortada que lleva.

Vlade Ilić casi no se lo puede creer. Sonríe.

Gorriceleste porta una escopeta tipo lupara. No es auténtica, pero es de doble cañón basculante. A corta distancia, el estropicio que provoca no tiene parangón. Una maravilla. Tiene que hacerse con ella antes de que la descargue y se quede sin munición. No se lo piensa. Traza una línea recta hacia su objetivo empuñando la Desert Eagle a dos manos y con el cuerpo ligeramente inclinado hacia delante. Gorriceleste tiene tres opciones: asomarse por la derecha, por la izquierda o por arriba. En cuanto se mueva para apuntar le habrá agujereado la tela.

Pero se equivoca: Gorriceleste no se asoma.

Vlade Ilić apuesta por sorprenderlo por la derecha, aunque le habría dado lo mismo, porque Guido está sentado en el suelo con la recortada sobre su regazo y proyectando los brazos con las palmas extendidas como si así fuera a generar un escudo de fuerza protector. El bosnio ya lo ha visto antes. En situaciones de alto riesgo el pánico paraliza el sistema nervioso anulando la posibilidad de tomar decisiones. Sabe que no corre ningún riesgo cambiando de arma y se permite el lujo de vaciarle el cargador de la CZ 100 en la cara, puesto que ahora tiene la lupara y la pistola de juguete ya no le va a ser de ninguna utilidad. El escudo de fuerza no funciona y la gorra de Racing Club de Avellaneda —que Guido ya no va a necesitar— está intacta. Algo salpicada de sangre, sí, pero todavía se puede leer «Guardia Imperial». Alegórico. Enseguida vuelve a caer en la cuenta de que no sabe hacia dónde tiene que dirigirse, pero la incógnita es fugaz, porque un disparo le marca la trayectoria que ha de seguir: hacia su derecha, doblando la esquina tras la que se escondía Gorriverde. La bala ha impactado contra el contenedor y ha dejado un buen boquete. Inmediatamente cambia de posición y varios proyectiles silban por encima de su cabeza.

La cosa se está poniendo fea.

En cuclillas, con la espalda contra la pared, consigue una buena visual de lo que se le viene encima. Cuenta al menos cuatro tipos armados. Uno de ellos, el que está dando órdenes a los demás, lleva un subfusil que desde la distancia parece ser un MP5. Ochocientos disparos por minuto. Peligroso.

Tiene que cambiar de estrategia.

La casa, si es que el lugar en el que vive Martín es merecedor del apelativo, cuenta con una habitación y un aseo. Huele a cerrado, a ambientador barato agotado y a indefectible humedad. Desde que se han refugiado allí, Erika no ha hecho otra cosa que tomar mate y contestar al interrogatorio al que le está sometiendo ese niño de doce años, víctima prematura de Cupido. Lo único que ha conseguido averiguar de Bujalesky es que lo conoce desde hace un par de años —más o menos— y que imparte clases de guitarra a varios chicos del barrio a cambio de que no falten a ninguna clase. Todos lo llaman el Ruso, porque Berzachtzky es uno de esos apellidos raros que nadie quiere aprenderse; «de esos que tienen los rusos», le ha especificado Martín. Y la gente lo respeta porque no anda bien de la cabeza. Y eso, en Villa 31, es muy respetable.

A Ólafur Olafsson se le ve incómodo y no les quita ojo a la única ventana que da al exterior y a la puerta. Por eso cuando alguien aporrea la puerta le da un vuelco el corazón y se agarra el pecho antes de liberar varias maldiciones en idioma original.

Se trata de una vecina. Está alterada. Ha escuchado que hay un lío enorme cerca de la plaza de los Lápices.

—Una balacera, Martín. Dicen que hay varios muertos ya.

Cuando el niño se vuelve tiene los ojos anegados de lágrimas.

—Mi mamá hace esas calles —le dice a Erika—. Tengo que ir a buscarla.

Erika busca consenso en la mirada del islandés, que se quita las gafas y se encoge de hombros. No parece que entre los dos vayan a lograr cambiar la decisión de Martín, que ya está bajando por las escaleras exteriores. Invierten algo menos de cinco minutos en recorrer la distancia que hay hasta la plaza. La noticia se ha extendido como un incendio estival y han visto varios hombres armados apostados en las esquinas.

—Esta fiesta es muy fea —dictamina Ólafur al tiempo que observa cómo Martín se ha abalanzado sobre el grupo de personas que rodean el cuerpo de un joven al que le falta parte de la cabeza. Una mujer que se cubre la suya con un pañuelo lo reconoce y señala en dirección a las calles que se pierden por el lado opuesto.

—Tenemos que ayudarle. Encontramos a su madre y salimos pitando de aquí —simplifica ella.

Se escuchan disparos no muy lejos. Provienen de la zona que ha indicado la mujer del pañuelo en la cabeza.

—¡La vieron en el almacén de Mosca! —les informa Martín—. Fue a comprar puchos justo al empezar los tiros. Ella dice que mi mamá sigue ahí.

—Estará bien —considera Erika—. Se habrá protegido dentro y cuando aparezca la policía saldrá. No te preocupes.

—La cana no va a venir hasta que todo termine. No les importa tres carajos que se caguen a tiros.

—Escucha, Martín, meterse ahí es muy peligroso. ¿Y si te pasa algo? Lo mejor es que nos quedemos aquí. No durará mucho, ya lo verás.

Las palabras de Erika parecen surtir efecto, pero unos instantes después tres hombres armados pasan a gran velocidad junto a ellos porfiando injurias contra los paraguayos. De inmediato les siguen otros dos peruanos, uno de ellos es Piedrita.

Nadie diría que la batalla callejera vaya a terminar pronto. Y eso mismo cree Martín, que repentinamente emprende la carrera tras ellos.

Erika le sigue.

Ólafur también.

Vlade Ilić ha ido retrocediendo sin dejar de responder al fuego enemigo. Se enfrenta a dos grandes problemas: no conoce el terreno y le queda poca munición. Ha conseguido herir a uno de ellos en una pierna, pero estos se mueven con mucha más precaución guiados por el tipo de la MP5. Por cómo se desplaza y actúa, está claro que el tipo tiene formación militar. Jamás se pone a tiro y está excesivamente lejos como para acertarle con la Desert Eagle.

Se ha planteado ganar una posición elevada, pero sabe que si trata de subir por alguna de las escaleras que ascienden por las fachadas de los edificios quedará expuesto durante demasiado tiempo. Otra opción es salir por piernas, pero entonces toda esa sangría habrá sido en balde y hay demasiados espectadores en los balcones y ventanas que podrían ir marcando su huida. Está en clara desventaja y cuando eso sucede solo hay dos caminos: resistir confiando en que suceda lo improbable o contraatacar de la única forma posible.

Ha llegado el momento de usar la lupara.

Sucede en décimas de segundo, las que invierte en cambiar de arma. No los ha oído llegar y cuando se gira ya los tiene encima.

Vlade Ilić asume que ha llegado su hora.

Ahora se oyen más gritos que disparos. Han perdido de vista a los peruanos al doblar por un callejón. Martín les grita que el almacén de Mosca está justo en la siguiente cuadra, pero para llegar tienen que cruzar la calle donde se está produciendo el intercambio de disparos. Son cinco metros.

Ólafur niega con la cabeza.

Erika tiene agarrado del brazo a Martín.

—¡No podemos pasar por ahí!

—Quédense acá si quieren. Yo voy.

Y va.

—Ya estamos acá. Tranquilo, hermano —dice el de la escopeta de caza antes de apostarse a su lado. Los otros dos toman posiciones detrás de una hormigonera unos metros más atrás.

A Vlade Ilić no le hace falta entender el idioma para comprender que si esos tipos no lo han cosido a balazos es porque comparten enemigo.

Llegan otros dos más.

—Te los culeaste lindo a esos putos. Ahora nos toca a nosotros. ¡¿Listos, muchachos?!

Vlade Ilić sabe que se va a producir una carnicería, pero lo que pasa a continuación no es lo que ninguno espera que pase.

Porque primero pasa un niño, luego pasa una mujer de pelo rojo y, por último, pasa un hombre armado con un revólver.

Los paraguayos abren fuego.

Los peruanos responden ecuánimemente.

Pero a Vlade Ilić ya no le interesa esa guerra.

Los disparos suenan cuando Ólafur Olafsson ya ha cruzado. Ninguno se atreve a mirar hacia atrás. Recorren los treinta metros escasos que les separan del almacén de Mosca. Tiene la verja echada. Martín la golpea desesperado al tiempo que grita el nombre de su madre. Surte efecto. Entran los tres y el niño se tira a los brazos de una mujer que no habrá cumplido los treinta. Otras cinco personas están sentadas en el suelo de la trastienda que parece más bien una chatarrería, es difícil de discernir. Allí permanecen hasta que escuchan el sonido de las sirenas. Muchas sirenas. Todas las sirenas. A pesar de ello, van saliendo con suma cautela, que se convierte en extrema premura al regresar a sus casas.

Hablan de más de diez muertos.

Martín le ha relatado la aventura a su madre con pelos y señales. Infinidad de veces. A ella, que se llama Cecilia, le encantaría invitarles a cenar como muestra de agradecimiento, pero no tiene qué ofrecerles. Erika le recuerda a Martín que tienen una cuenta pendiente y apenas se despiden de Cecilia, que ya está integrada en la comitiva vecinal de dimes y diretes que se ha organizado a pie de calle.

Al islandés se le ve inquieto. No deja de mirar a su alrededor y no ha sacado la mano del bolsillo de la americana desde que salieron de la casa de Martín. El barrio está más agitado que nunca. La policía federal está haciendo registros por doquier, allanamientos y practicando detenciones, pero los vecinos de Villa 31 no temen a los uniformados. Quizá sea esa la noche en la que se sientan más seguros en los últimos años.

La escasez de alumbrado público se alía con la necesidad de pasar inadvertidos.

—Es acá nomás —anuncia Martín.

Erika nota cómo revolotean mariposas allí donde Ólafur solo siente los zarpazos y los mordiscos de la jauría. La construcción tiene dos alturas, pero ninguna está iluminada.

—Vamos para arriba.

Martín toca la puerta con los nudillos y luego con la parte blanda del puño, pero nadie responde.

—Si acá no está, nada más puede estar en otro lado.

Las mariposas desaparecen, los zarpazos no.

El otro lado es un local sin acondicionar ubicado en una plaza sin nombre muy concurrida en el que se reúnen algunos vecinos por la noche. Todos aportan algo: empanadas, cervezas frías, fernet con coca, Gancia, choripanes y papas fritas. Desde fuera se escucha a alguien cantar.

Prestame otra moneda,

mi copa está vacía

y la botella llena.

Todavía es pronto para volver a casa.

Un trago más a cambio de mi alma.

Me la banqué solito,

chamullero desde bien chico.

Aprendiz de chorro como chabón,

pero nunca engañé a nadie

ni logré robar un trozo de cartón.

—Ahí lo tenés. Es él, es el Ruso.

Martín señala al hombre del fondo del local que está cantando acompañado de lo que para Erika no es más que una guitarra diminuta. Una docena de personas le acompañan cantando el estribillo.

Ante vos me desnudo,

nací siendo un flor de pelotudo.

¡Flor de pelotudo!

El pelo le cae sobre la cara, lo cual no le permite comparar sus rasgos faciales con los de la fotografía que tienen de él; además, presenta una incipiente barba de mendigo, rala y descuidada. Sus brazos muestran una delgadez extrema y sus manos parecen arañas huesudas tejiendo notas. No tiene una voz melódica ni cuidada, pero se nota que está adiestrada tanto para conciertos imprevistos como para improvisados recitales, como es el caso. La canción tiene trazas de rock porteño y la métrica engancha a los asistentes.

El que no canta vocea.

Decidí hacerme famoso,

el camino más corto.

Arte no tenía para ser artista,

torpes los pies, incapaz con las manos,

descarté hacerme mago o futbolista.

Me señalan a menudo,

nací siendo un flor de pelotudo.

¡Flor de pelotudo!

Erika no sabe si seguir el ritmo con las palmas o seguir a Ólafur, que acaba de aceptar muy gustosamente un vaso de cerveza que alguien le ha ofrecido.

—Tenés que esperar, ahora el Ruso… es el Ruso —definió.

No les queda otra.

Cantar era otra opción,

la cagada era mi voz.

Los instrumentos no me daban bola,

las notas eran insectos aplastados,

sonaba francesa mi guitarra española.

Me lo dice hasta el mudo,

nací siendo un flor de pelotudo.

¡Flor de pelotudo!

Así fue como me hice poeta,

colores de naturaleza muerta.

Encadenando palabras de amor,

torturando los versos robados.

Rimando duele todo menos el dolor.

Prestame otra moneda,

mi copa está vacía

y la botella llena.

Todavía es pronto para volver a casa.

Un trago más a cambio de mi alma.

Prestame otra moneda,

mi copa está vacía

y la botella llena.

Todavía es pronto para volver a casa.

Un trago más a cambio de mi alma.

Cuando suena la última nota, la palabra «ovación» cobra sentido en aquel espacio desvencijado y, por unos instantes —lo que dura el repertorio del Ruso—, nadie se acuerda de lo ocurrido hace unas horas a escasas veinte cuadras de distancia.

La gente de Villa 31 exprime cada gota de vida.

Ólafur quiere beber y bebe. Paga diez pesos por cada vaso de cerveza, pero a la mayoría le invitan.

Hay argentinos, bolivianos, uruguayos, chilenos, paraguayos y peruanos. Una alemana y un islandés. Hay hasta un ruso que no lo es.

También hay un bosnio que intenta no ser ni parecer.

Viste con una sudadera de Boca Juniors que le queda mucho más holgada de lo que le habría gustado, pero le viene estupendo para ocultar el volumen de la lupara.

Los peruanos se han comportado con valentía y arrojo, arrojando un valiente saldo final de dos muertos y dos heridos graves. Avanzaron vaciando sus cargadores sobre las posiciones de los paraguayos, que, bien parapetados, respondieron de la misma manera. Cuando Vlade Ilić disparó el último cartucho de la Desert Eagle, los paraguayos empezaban a retroceder y lo último que vio antes de desaparecer siguiendo los pasos de la mujer del pelo rojo fue cómo una ráfaga de la MP5 alcanzaba de lleno el pecho del que había asumido el mando del asalto. Desde la distancia observó cómo entraban en un negocio y resolvió que lo más inteligente era esperar. Entretanto, se deshizo muy a su pesar del pasamontañas, del chaleco y de la pistola del calibre 50, y se fue de compras por los tendederos cercanos. Allí adquirió la prenda que Vlade Ilić luce con tanto infortunio como fastidio.

Se ha cansado de seguir al grupo y limitarse a observar.

Y ahora se alegra de haber decidido entrar en ese tugurio, porque reconoce a Bujalesky en cuanto repara en el indiscutible foco de atención de la fiesta. Está muy cambiado, pero él no alberga ninguna duda. No obstante, no deja de preguntarse cómo es posible que la mujer haya llegado tan lejos, toda vez que Michelson le había asegurado que los tenía controlados y que se encargaría personalmente de ellos «a la vieja usanza». Algo se le escapa y lo va a averiguar, pero antes tiene que poner fin a aquel trabajo que dejó sin rematar. Vlade Ilić está calibrando la forma menos mala de actuar cuando alguien le ofrece una bebida. Allí dentro la temperatura se ha ido incrementando, pero no puede quitarse la maldita sudadera porque el mango de la recortada asoma por encima del cinturón. A pesar del calor, tiene mucha más hambre que sed. Quizá pueda conseguir una de esas empanadas que se apilan sobre las cajas.

Está incómodo.

Se remanga para combatir el sofoco y, sin ser consciente de ello, comete su primer error.

Ólafur se compromete consigo mismo a que la cerveza que sostiene es la última ración para la jauría. Antes de esa ya se ha hecho dos veces la misma promesa.

Promesas que no valen nada.

Se siente bien. Aún se encuentra muy lejos de estar borracho, únicamente tiene que saber cuándo parar. Puede sentir cómo la manada corretea y se divierte, igual que lo hacen las personas que le rodean. Solo cuando Bujalesky ha parado de tocar, ellos han dejado de cantar, pero la fiesta prosigue. Martín está esperando su oportunidad para presentarle a Erika. Lo han hablado hace un rato y no tiene inconveniente en que sea ella quien le ponga al día de la situación. No es capaz de predecir cuál será su reacción, pero intuye que no muy diferente a la que tuvo Ramírez.

No habla con nadie porque le cuesta horrores entender lo que dicen. Se limita a devolver sonrisas y pagar con «Muchas gracias, amigo». En algún momento se fija en que no es el único que no se está relacionando con el prójimo. Al otro lado de la barra de cajas de cartón hay un tipo como él. Está bebiendo un refresco y eso le llama poderosamente la atención. Jamás se ha fiado de los que beben agua saborizada con burbujas. Al margen, lleva unos pantalones muy nuevos con una sudadera muy vieja. Las botas militares que calza, aunque están algo sucias, parecen recién estrenadas. Y peor aún, no despega la mirada de Bujalesky.

Un pálpito.

Deja el vaso sobre la barra y se aproxima por la espalda. Toma contacto con el Taurus, eso le tranquiliza.

El tipo está ahí, pero todos le ignoran. Es como si fuera invisible. No para los ojos del islandés, que recorta la distancia justo en el instante en el que Martín ha conseguido captar la atención de Bujalesky.

Entonces lo ve.

El pálpito se transforma en un latido convulso al tiempo que su memoria le paga un viaje de ida a Budapest para hurgar en los recuerdos que tiene guardados del acto de purificación. Uno de ellos es un sol tatuado en el antebrazo del arcángel que estaba a la derecha del Gran Maestre empuñando la espada flamígera. El mismo que luce el hombre pseudoinvisible que tiene a escasos metros.

Es Miguel, el arcángel mayor de la Congregación de los Hombres Puros.

Y él es Ólafur Olafsson, el que tiene un revólver amartillado en la mano y una cuenta pendiente.

Una cuenta que va a saldar.

Un niño que parece conocer a Bujalesky le ha presentado a la mujer del pelo rojo. Se pregunta qué mierda estarán tramando, pero desde luego no va a permitir que salgan de allí juntos. Vlade Ilić resuelve que ha llegado la hora de ponerse en marcha.

—Tú, el de la capucha, ¡date la vuelta! —oye gritar en inglés a su espalda.

Se hace el silencio.

Sabe que, sea quien sea, se lo está diciendo a él, pero no se gira.

Necesita tiempo para pensar.

Evaluar.

Erika no alcanza a ver lo que está sucediendo. Alguien ha gritado algo y de inmediato se ha formado un gran tumulto.

Un disparo desencadena el caos. Algunos se tiran al suelo y otros, los que tienen suerte de estar cerca de la puerta, salen en desbandada. Bujalesky está paralizado por el terror y su mirada hueca le indica la dirección que debe seguir.

No lo identifica de inmediato, la única vez que ha visto ese rostro estaba bajo los efectos de los opiáceos. El arcángel Miguel la está mirando y sostiene la misma expresión risueña y amable con la que le hablaba en el interior de aquella limusina mientras la trasladaban junto con la otra doncella que iban a sacrificar en el acto de purificación.

A unos cinco metros de distancia, Ólafur le está apuntando a la cabeza y si tuviera que apostar diría que va a apretar el gatillo.

Y acertaría.

—¡No te lo voy a repetir más veces, cabrón! ¡Date la vuelta!

El arcángel lo hace.

El local se ha ido vaciando y apenas quedan unas decenas de personas lo suficientemente aterradas como para preferir no moverse. A Ólafur solo le interesa el hombre que tiene delante. El islandés no le quita la vista de encima, está convencido de que se puede ver a través de los ojos de las personas y pretende anticiparse a la decisión que tome el arcángel. Los tiene pequeños y sagaces, pero corrientes, demasiado corrientes.

—¡Ahora ponte de rodillas con las manos en la nuca y los dedos entrelazados!

—Claro. Ya sé quién eres. Ahora te reconozco —dice el arcángel—. Ya veo, tienes la manía de acudir a las fiestas sin invitación.

—Haz lo que te digo o te prometo que no sales vivo de aquí.

Y esa promesa sí está dispuesto a cumplirla.

Vlade Ilić sabe que el tipo que tiene frente a él no es un cualquiera. Por la forma de empuñar el arma, la posición de las piernas y los hombros, sabe que no es la primera vez que apunta a una persona. Tampoco se distrae con el movimiento del entorno ni con sus palabras y eso no es positivo para los intereses de Vlade Ilić. Pagaría una fortuna por saber si el tipo que le está apuntando a la cara ha matado a sangre fría alguna vez.

De momento obedece sus órdenes, sabedor de que más pronto que tarde se va a presentar su oportunidad.

Siempre aparece, solo hay que saber reconocerla y aprovecharla.

—Erika, ¡saca a Bujalesky de aquí! ¿Me oyes? ¡Sácalo de una vez! —le vocea el islandés.

—¡¿Qué vas a hacer?! —pregunta ella a la vez que trata de sacar al experto del trance en el que está sumido.

—¡Marchaos ahora! Cada segundo cuenta. Luego te busco. No te preocupes por mí.

Bujalesky sigue petrificado, con la mirada inerte y claros síntomas de estar sufriendo una parálisis corporal como consecuencia del ataque de pánico. No reacciona. A Martín se le ocurre arrebatarle el ukelele y tocar unos acordes al azar. Es lo que más quiere en el mundo y el chico lo sabe.

Bujalesky regresa.

—Largá eso, pendejo —verbaliza.

—¡Salid de una puta vez! —grita Ólafur.

Erika tira de Bujalesky y le dedica una última mirada a Ólafur que no es correspondida, pues este no despega la suya del arcángel.

—¿Y ahora qué vas a hacer, soldadito?

Silencio.

Los segundos se encasquillan en la recámara del tiempo.

Ólafur está esperando alguna reacción del arcángel. Su cerebro no está preparado para ejecutar a un ser humano por muy deshumanizado que esté. Conscientemente, busca una razón para poder apretar el gatillo.

Pero el desencadenante no viene de su enemigo, entra por la puerta.

Dos objetos ruedan por el local y rebotan contra las paredes.

Son botes de humo.

Ólafur no puede evitar seguir con la vista la trayectoria de uno de ellos, que deja a su paso una densa humarada.

Es la oportunidad que Vlade Ilić esperaba.

Rueda por el suelo rotando sobre su hombro izquierdo sin perder el contacto con la culata de la lupara. Ya sobre sus pies, tira de ella y orienta el cañón hacia el espacio en el que ha registrado la última posición del blanco. No le hace falta apuntar, la dispersión de los perdigones le hará el trabajo.

Dispara.

Se ha movido increíblemente rápido.

Pero no lo suficiente.

Tampoco el humo le impide localizar su objetivo en movimiento.

Ólafur Olafsson da la orden y su cerebro, esta vez sí, reacciona.

Dispara.

El comando 8 del DESH (División Especial de Seguridad Halcón) se despliega en el local. Antes de que el oficial al mando dé la orden de entrar, han escuchado dos descargas casi simultáneas. Tienen permiso de abrir fuego para neutralizar cualquier amenaza.

El humo dificulta la visión a través de las máscaras, pero enseguida localizan los dos cuerpos tirados en el suelo. Ninguno se mueve.

Minutos más tarde, el oficial al mando se dispone a dar el parte a la central.

—Dos varones. Un muerto y otro gravemente herido. Se solicita ambulancia para su inmediato traslado a centro hospitalario.

Cuando corta la comunicación, el teniente Rafaelli se pasea por el escenario con el humo ya disipado. Esa noche ha visto muchos cadáveres y por la cantidad de sangre esparcida por el cemento apuesta a que el tipo que se acaban de llevar se convertirá en el decimotercer cliente de la morgue.

Solo espera que sea el último.

Por lo menos durante lo que le queda de turno.

—¡Pero la reputísima madre que los parió! —certifica.