CUALQUIER MENTIRA DISFRAZADA DE VERDAD

Sobrevolando la provincia de Misiones (Argentina)

Septiembre de 2013

Se fija en una que tiene forma de cara de payaso siniestro; o eso interpreta.

Ólafur Olafsson se percata de que nunca antes había observado las nubes desde arriba, siempre lo hace desde tierra firme; pero el islandés concluye que, en ese caso y solo en ese caso, la perspectiva no influye en la percepción.

Según acaba de anunciar el comandante Rodríguez, tienen previsto tomar tierra en el Aeropuerto Internacional de Puerto Iguazú en veinticinco minutos, donde les esperan unas temperaturas máximas de 24 ºC y una humedad relativa del 73 %; relativamente demasiado para un hombre de las nieves como es el excomisario. Durante los dos días que han pasado en Buenos Aires preparando el viaje a Iguazú, Ólafur ha tomado contacto con el espeso clima porteño en un septiembre muy caluroso para esa época del año. De hecho, el mismo día 10, fecha en la que aterrizaron en Ezeiza, se registraron 35,3 ºC, temperatura que se coronó como la máxima histórica alcanzada en ese mes. Y si algo le agriaba el humor, era eso de romper a sudar según ponía el pie en la calle recién duchado. Otra cosa que le irritaba sobremanera era esa moda, llámese manía, de molestar continuamente a los pasajeros; ora una azafata que te importuna y en compensación te ofrece una bebida; ora un azafato que te despierta para corregir la inclinación del asiento; ora la voz del comandante por megafonía en el papel de guía turístico.

Ólafur Olafsson se mesa el bigote y gira la cabeza a su izquierda para encontrarse con el rostro de Erika. Duerme plácidamente; o eso interpreta. Desde luego, los músculos de la cara están distendidos y respira por la nariz de forma rítmica y profunda. El corte de pelo que luce, tipo pixie, favorece sus facciones. El islandés se siente afortunado por compartir asiento con ella, a pesar de que es muy probable que sean los dos únicos pasajeros del avión que no han incluido intenciones turísticas ni ociosas en el equipaje. Han retrasado el plan de viaje el tiempo que ha necesitado ella para cumplir con un compromiso personal que la ha llevado a Varsovia. Ólafur sabe que tiene que ver con Olek Opieczonek, el hijo que dejó Augusto Ledesma en su sangriento paso por Europa; no obstante, no ha querido indagar mucho más allá para no provocar ningún desequilibrio que les distraiga de lo que les ha traído a Argentina. Antes de partir, muy a su pesar, ha tenido que dejar a Karatu a cargo de Txus, el gerente del Milagros, quien muy amablemente se había ofrecido a cuidarlo durante las semanas que fuera necesario. Un lapso indeterminado, porque ni Erika ni él se han visto capaces de precisar cuánto les va a llevar dar con el paradero de un hombre que ni siquiera pueden asegurar a ciencia cierta que siga vivo. Lo único que saben de Alcides Edgardo Bujalesky es que representa una seria amenaza para los intereses de la Congregación de los Hombres Puros y que Michelson también lo está buscando. Y son esas, justo esas preguntas sin responder, las que les han empujado a cruzar el Atlántico. ¿Qué clase de información contiene El Cartapacio de Minos? ¿Hasta qué nivel compromete a la organización criminal? ¿Realmente Bujalesky sabe cómo encontrarlo?

La información que le había proporcionado su amigo y miembro del Comité Ejecutivo de la Interpol, Connor Murphy, no ayudaba a despejar ninguna de estas incógnitas, más allá de certificar que Bujalesky era una auténtica eminencia. El currículo que atesoraba constituía una prueba irrefutable: profesor titular de Historia Medieval en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires; miembro académico de número de la Academia Nacional de la Historia de la República Argentina; exdirector del Instituto Multidisciplinario de Historia y Ciencias Humanas del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Tecnológicas; premio Konex de Humanidades y ciudadano ilustre de la ciudad de Buenos Aires. Pero todo ello no es más que perendengue y oropel para Ólafur, cuando lo único que de verdad les interesa es que sea, como se decía de él, uno de los mayores expertos del planeta en el estudio de la masonería y las sociedades secretas. Además, Bujalesky había firmado varios ensayos que versaban sobre la interpretación de la imaginería de Dante Alighieri, contenidos que le habían encumbrado a ocupar un puesto privilegiado entre los dantistas más reconocidos.

Su objetivo es encontrarlo antes de que lo haga la Congregación y para ello la única pista que tienen es la que ha dejado Carlos Alfredo Ramírez, un comisario ya retirado de la policía de Misiones que mantenía una estrecha relación con Bujalesky. Según concluía el informe de la Interpol que les proporcionó Sancho en el restaurante Milagros, este le habría ayudado a desaparecer de la faz de la tierra luego del enfrentamiento que había sostenido el dantista con la Congregación, que se zanjó con la muerte de Néstor Bujalesky, su hijo. Connor Murphy les ha facilitado su último paradero conocido, un pequeño complejo de cabañas turísticas que gerencia junto a su mujer y a sus dos hijos a las afueras de Puerto Iguazú, en cuyo aeropuerto están a punto de aterrizar.

—¿En qué piensas? —Oye preguntar a Erika.

—¡Por fin despertó la Bella Durmiente!

Ella se frota los párpados.

—¿Esa quién era? ¿La imbécil que mordió la manzana o la boba que se pinchó con algo?

Ólafur se limita a sonreír.

—Déjalo, eran la misma tontita en situaciones diferentes. ¿Cuánto falta?

—Poco, creo —concreta él.

Erika se retrepa tratando de recuperar la elasticidad en la estrechez de su asiento.

—No sé por qué, pero me encuentro como atolondrada. Antes no lograba quedarme dormida en los aviones y ahora a los pocos minutos de despegar ya estoy soñando.

—Será que tienes la conciencia tranquila.

—Será eso o quizá tenga más que ver con esto —dice levantando el libro que reposa sobre sus piernas.

—¿Cuántos de esos te has leído ya?

—He perdido la cuenta y lo único que he sacado en claro es que la interpretación del universo de Dante es libre e infinita.

Oremus.

—Hasta ahora el único nexo de unión que he encontrado con la Congregación de los Hombres Puros es que en La Divina Comedia el infierno está estructurado en nueve círculos, como nueve son los custodios, y que Dante se refiere a ellos como los encargados de que las almas impías que vagan perdidas no salgan del círculo al que han sido condenadas.

—Y treinta y tres los guardianes —se apresura a añadir él al tiempo que se ajusta las gafas con el índice—, como los cantos en los que se divide cada parte: Infierno, Purgatorio y Paraíso.

—Sí, eso también.

—Pues ya son dos, además de Minos. El hecho de que hayan bautizado su libro sagrado, por definirlo de alguna forma, El Cartapacio de Minos y que este aparezca en La Divina Comedia como un juez severo que se encarga de recibir y condenar a los pecadores no puede ser fruto de una mera coincidencia.

—Muy bien, pero… ¿adónde nos lleva?

—A encontrar al hombre que se supone que está capacitado para interpretar toda esta mierda, porque yo no me trago ni una sola línea más de esos mamotretos cabalísticos.

—Me subo a ese tren. A mí también me ha superado —confiesa Erika dejando caer el libro—. Antes no me has contestado. ¿En qué pensabas?

Ólafur conecta con esos ojos azules casi grises.

—En las ganas que tengo de dar de comer a la jauría, que, lamentablemente, se va a tener que conformar con un menú a base de pastillas.

En algún lugar del cerebro del islandés se produce una asociación de ideas.

—Creo que echo de menos a Karatu.

—Está mucho más feliz correteando por ahí que metido en la bodega de un avión, ¿no crees?

—Ya. Pero no hablaba de él, hablaba de mí.

Erika ríe.

—¿Tú no echas de menos a nadie? —Quiere saber Ólafur.

—Evito pensar en ello.

—Eso no es un no.

—No, no lo es. A veces me gustaría tener cerca a mi padre o poder conversar horas y horas con mi madre sin hablar de nada, pero… ¿qué sentido tiene? Es decir, ¿qué beneficio se obtiene echando de menos a alguien?

—Ninguno, pero tampoco es necesario que lo tenga. La añoranza está ahí queramos o no, lo importante es contar siempre con alguien cuando uno lo necesita, ¿no crees?

Erika busca la respuesta a través de la ventanilla.

—¡Qué maravilla! Mira. —Señala dejando un hueco para que mire su compañero de asiento.

Desde el aire, las cataratas parecen un gigantesco desagüe por el que se escapa el selvático paisaje que las rodea. El efecto parece contagiarlos y la falla geológica se traga las palabras de Erika Lopategui y Ólafur Olafsson hasta que el sonido del tren de aterrizaje les devuelve a los asientos A y B de la fila catorce.

—En este momento solo contamos el uno con el otro —concluye Erika.

Hotel Bilderberg

Oosterbeek (Holanda)

A pesar de que el complejo ha sido pensado para ello, no puede decirse que Robert J. Michelson se encuentre muy relajado.

Ni mucho menos.

Los pasos suenan mudos a lo largo del alfombrado pasillo por el que se accede a la sala de reuniones. Es consciente de que del resultado de la reunión depende lo demás. Si no logra el apoyo unánime de los miembros de la Asamblea, todo el proyecto se vendrá abajo. Y el plan B dista bastante de ser un plan.

Pensando en positivo, se aferra al hecho de que sus hermanos hayan aceptado la invitación, teniendo en cuenta las implicaciones que conlleva mantener una reunión sin el conocimiento del Gran Maestre. Cuenta con el apoyo de los cuatro custodios que, junto a su padre, un día conformaron una corriente renovadora que no llegó a cuajar al aparecer los primeros síntomas de una enfermedad que terminaría por llevarse a la tumba las aspiraciones del antiguo Flegias. Robert J. Michelson, el nuevo Flegias, está llamado a completar aquella labor y, por ello, se ha reunido previamente, en secreto y de manera individual, con los cuatro para conocer sus intenciones y hacerles partícipes de su programa. Gerión y Nasidio eran los aliados más firmes de su padre y conseguir la renovación de sus votos no le ha resultado complicado. Ha detectado algo personal que sostiene el respaldo de ambos hacia su causa, aunque no sabe discernir si se debe a que están a favor de sus postulados o en contra de los de Corteza de Roble. Por su parte, Pluto y Anteo se han mostrado inicialmente menos entusiastas con sus ideas renovadoras. Sin embargo, Michelson ha sabido aprovechar muy bien el hecho de que todavía no hayan logrado desprenderse del miedo y la tensión que se apoderó de sus achacosos cuerpos durante la celebración del último acto de purificación en Budapest. Aquel atávico ritual que tanto detesta ha cargado sus alforjas de remozados argumentos y ha sido precisamente el caótico desenlace del mismo lo que ha empujado a Michelson a acelerar el proceso. Enfrente se va a encontrar con la más que esperada oposición de Minotauro y Efialtes, que, para su desgracia, son los miembros más antiguos de la Asamblea y más firmes defensores de la línea conservadora establecida por el actual Gran Maestre. Todavía no sabe cómo va a contrarrestar sus intervenciones, pero confía en que la experiencia adquirida en los numerosos comités de seguimiento de la Interpol le proporcione ese plus que va a necesitar. Caronte es la gran incógnita y, sabiendo el peso que tiene su opinión —proporcional al de sus empresas de extracción de crudo—, significa una equis demasiado importante como para no tenerla controlada; pero no le ha dado tiempo a trazar un acercamiento con el custodio. Por último, Cerbero, uno de los grandes apoyos de Corteza de Roble, es solo un cuerpo en descomposición gracias al disparo que recibió del pelirrojo inspector de Homicidios de Valladolid, Ramiro Sancho.

Sumido en estas cábalas, Michelson ha llegado frente a la puerta de la sala donde a buen seguro ya le están aguardando el resto de miembros de la Asamblea. Antes de entrar se presiona los lacrimales, siguiendo una suerte de ceremonia que le ayuda a afrontar situaciones críticas como esta.

El rostro de su padre se dibuja en la cara interna de los párpados.

—Allá vamos —se alienta.

Ocho miradas se posan sobre él: las hay torvas y desconfiadas, conminatorias y expectantes, alguna cordial, pocas neutrales.

—Buenas tardes, señores —saluda con voz firme.

Nadie responde.

Mala señal. Hay demasiada hostilidad. Lógico por otra parte, dada la naturaleza del encuentro.

En el extremo más alejado de la mesa localiza una silla vacía, destinada a ser ocupada por el convocante de la reunión; sin embargo, para sorpresa de los presentes, Michelson se sienta en otra vacía, a la derecha de Nasidio y frente a Minotauro. Antes de tomar la palabra, se regala unos segundos para fijarse en la disposición de los asistentes.

Frente a él, los enfrentados; a su lado, los alineados.

—Buenos días a todos. En primer lugar, querría empezar esta reunión extraordinaria, si es que me corresponde a mí el honor de hacerlo, con una mención a nuestro hermano Cerbero, víctima del infortunio y, permítanme que lo añada, de la insensatez.

Un rumor de encendidas opiniones incendiarias chisporrotea en el ambiente. Todavía no es el momento, por lo que Michelson deja que el frío mármol rosáceo que lustra las paredes mitigue la deflagración.

—Sí, compañeros —prosigue—. Porque si hoy estamos aquí reunidos es porque, en mayor o menor medida, a todos nos preocupa el estado actual de nuestra organización. Por eso no quiero dejar pasar la oportunidad de agradecerles el hecho de que hayan aceptado mi invitación para evaluar el estado en el que nos encontramos. Crítico —define—, si calificamos en su justa medida los recientes acontecimientos que han hecho tambalear los pilares sobre los que se asientan nuestros negocios.

Michelson ha estudiado cada una de las palabras que va a utilizar, pero sobre todo las que no quiere pronunciar. Considera vital huir de los términos de corte masónico que forman parte del discurso de Corteza de Roble para ofrecer una perspectiva tangible de lo que son en realidad: un grupo de poder cuyo único objetivo es mantenerse. Por ello debe emplear un lenguaje netamente empresarial, alejado de lo esotérico. El poder es un valor que no cotiza en ninguna bolsa, pero que siempre está al alza y cada día cuesta más comprarlo.

En esta idea se basará su discurso: alguien tiene que pagar el precio.

—Ha llegado la hora de dar un giro radical, aunque progresivo, al enfoque de nuestra organización. Los tiempos han cambiado y nosotros seguimos anclados en formas de hacer encorsetadas; válidas en otras épocas, sí, pero que hoy son altamente comprometedoras. Este atavismo demencial no es en absoluto favorable a nuestros intereses —sentencia.

—Hemos llegado hasta aquí gracias a esas formas de hacer encorsetadas —parafrasea Minotauro—. Porque contamos con unos principios inviolables, un reglamento que está por encima de los intereses particulares y que siempre nos ha protegido del exterior, desde que el primer Gran Maestre escribiera el Novem Regulas.

Michelson ya ha previsto ese primer argumento opositor: la tradición.

—Muy cierto, pero permítame que le haga una observación que, intuyo, es probable que no haya tenido en cuenta. El exterior ha evolucionado, nuestro reglamento no. Por tanto, cada día que transcurre nos vamos alejando de la realidad y nos resulta más complicado mantener nuestro escudo principal: el anonimato.

—¡Esa es nuestra gran debilidad! Nuestra única debilidad —precisa Gerión—. Y de un tiempo a esta parte nuestro nombre está en boca de todos —exagera el custodio interpretando bien su papel—. Flegias, igual que lo fue su padre y antes que él su bisabuelo, es experto en el arte de hacer invisible lo visible, que es, precisamente, lo que necesitamos en estos momentos. Él sabe lo que dice y dice lo que muchos pensamos. ¿Recuerdan la asamblea de Edimburgo del año 2002? Su padre lo predijo. Nos advirtió a todos de que cada vez éramos más vulnerables, que nos habíamos vuelto descuidados y vanidosos, que necesitábamos cambiar nuestros hábitos… ¿Lo recuerdan? Porque yo sí.

—¡Eso es oportunismo, nada más! —protesta Efialtes—. A lo largo de nuestra historia hemos vivido episodios críticos que hemos sabido superar gracias a que nos mantenemos firmes y unidos. ¡Unidos!

—Podemos terminar muy unidos en la cárcel, donde hemos estado muy cerca de acabar tras el acto de purificación de Budapest. O, si nuestro compañero lo prefiere, muy firmes bajo tierra, como nuestro hermano Cerbero —interviene Pluto en tono jocoso para disimular sus miedos.

—El mayor peligro nos acecha desde dentro, ¡no viene de fuera! —contraataca Efialtes, acusador.

—¡Estoy de acuerdo! —se le une Minotauro—. ¿Cuándo hemos mantenido una reunión de este tipo, por muy extraordinaria que sea, sin el conocimiento de nuestro Gran Maestre? Gerión, hermano, que tan buena memoria tiene, respóndanos si es usted tan amable. ¡¿Cuándo?!

El custodio aludido frunce el ceño, pero desvía la pregunta hacia Michelson.

—El hecho de que nuestro Gran Maestre no esté presente se debe a que nosotros, como custodios de esta gran empresa, somos los únicos responsables de velar por la pervivencia de la misma. Y no lo digo yo, viene escrito en El Cartapacio —remarca—. No creo que sea necesario que les recuerde su juramento, ¿verdad? —les lanza a todos—. Sé que si no prospera la proposición que tengo que hacerles tendré los días contados. Sin embargo, he decidido arriesgarme por el bien general y no pensando en mis intereses.

—¿Y en qué consiste esa propuesta, si puede saberse? Aunque estoy seguro de que algunos de los presentes ya están al corriente… —deja caer Efialtes.

—Enseguida. Previamente, como decía al principio, quisiera hacer una breve evaluación de la coyuntura en la que nos encontramos para que ustedes mismos se labren su propia opinión más allá de la postura que han adoptado antes de entrar en esta sala.

Michelson compone un rictus cargado de solemnidad.

—En apenas una década hemos sufrido dos filtraciones importantes que todos conocen, por lo que voy a obviar los detalles. Primero la de Bujalesky y recientemente la de De Bruyn. Pero de lo que no sé si somos conscientes es de que la segunda es consecuencia de la primera. ¿Lo somos?

—¿Qué más da? Antes que esas hubo otras y otras llegarán —le interrumpe Minotauro—. Y sin embargo, todas ellas, todas sin excepción, se sellaron debidamente gracias a nuestros arcángeles. Bujalesky ya ni siquiera forma parte del recuerdo y la de De Bruyn está a punto de resolverse. En la próxima asamblea ni siquiera será digna de mención. No trate de asustarnos, su inexperiencia es lo que de verdad nos asusta.

—No me ofenderé por eso —esquiva Michelson haciendo alarde de la flema cargada en su ADN—. Mi reciente incorporación a esta organización es una fortaleza, no una debilidad.

Pausa.

—Aunque no me esté permitido mencionarlo, todos ustedes conocen el pasado profesional de mi padre. Y el mío. Dicho esto, si me permite unos minutos, le demostraré lo equivocado que está.

Y lo hace.

Esa es su especialidad, encender la mecha y esperar el momento propicio para estallar la dinamita. El objetivo no es otro que causar el mayor número posible de víctimas. Tras la detonación, los rostros de los custodios afines reflejan verdadera ira y fingida perplejidad. Los documentos que prueban que Alcides Edgardo Bujalesky sigue con vida circulan entre los miembros de la Asamblea.

—Corteza de Roble nos engañó a todos —concluye Michelson sin necesidad de endurecer el tono. El contenido de la frase es suficiente.

Otra pausa.

—Si esto es cierto —interviene por primera vez Caronte—, el hermano Efialtes tiene razón. El mayor peligro nos acecha desde dentro, sí, y ocupa el cargo de Gran Maestre.

Michelson sabe en ese momento que esta batalla está ganada.

Es hora de enarbolar su estandarte.

Puerto Iguazú

Provincia de Misiones (Argentina)

En las cabañas les han informado de que el señor Ramírez ha partido por la mañana con un grupo de turistas hacia el Parque Nacional Iguazú y que no tiene previsto regresar hasta dentro de tres días. La recepcionista —que en realidad es su hija Fernanda— no ha querido facilitarles el número de su teléfono móvil, a pesar de que están seguros de que se ha tragado la historia de la entrevista para una revista especializada en viajes. No les ha quedado otra opción que ir a su encuentro.

Con la planificación de las excursiones en el bolsillo, Erika sigue las indicaciones del navegador del Ford Focus que acaban de alquilar mientras escucha por enésima vez las imprecaciones de Ólafur Olafsson contra Robert J. Michelson.

—A Connor nunca le pareció trigo limpio. Me lo advirtió muchas veces. Decía de él que era un camaleón araña, porque sabía camuflarse tras un rostro amable para tejer pacientemente una red sin que sus presas se percataran de ello. Lo cierto es que a mí nunca me jugó ninguna. Yo sabía lo que era jugar sucio, o no jugar limpio del todo para ser más exactos, y quizá por ello Michelson se empeñó en que formara parte de su equipo. Nos conocíamos antes de que le encargaran formar el grupo para atrapar a Augusto. En el año 2000 o 2001, ya no recuerdo, colaboré con la ISUF con el objeto de desmantelar la red de tráfico de armas que se creó al finalizar el conflicto irlandés. Y como yo había estado en los dos lados, le serví de bastante ayuda. El bastardo se sabía mi historial mejor que yo, aunque, bien pensado, creo que eso carece de mérito, porque soy incapaz de acordarme de lo que hice antes de ayer…

—De lo que no me acordaba yo era de que fueras capaz de producir tantas palabras por minuto. Está claro que las personas evolucionan y casi siempre a peor —bromea ella.

—Ya. Tu caso es un claro ejemplo.

—Sin duda.

—Y no digamos el de Sancho. De mosquita muerta a matamoscas. Y no quiero decir que antes fuera un desgraciado y ahora un malnacido, a lo que me refiero es a que se ha pasado al lado oscuro del bien con mucha facilidad.

—¿El lado oscuro de la fuerza? —define Erika, jocosa—. Ese es el bando en el que estamos tú y yo, pero discrepo en que haya sido con facilidad. No creo que Sancho haya tenido una existencia, digamos…, fácil.

—Ya. Pero esos son matices que no cambian el hecho —objeta él.

—¿Qué hecho?

—Que el pelirrojo cruza la frontera como y cuando quiere; con mucha facilidad —concreta.

—Ya estamos. Este es el tipo de conversación trampa que mantenías con Jaap, ¿verdad?

—No, las nuestras eran más profundas.

—Gracias, cabronazo.

—De nada.

—Te vas a enterar, abuelo —vuelve Erika—. Una vez te oí decir que una mentira puede convertirse en verdad. Eso es una chorrada.

—No. Lo que sostenía ante Jaap era que cualquier mentira disfrazada de verdad puede convertirse en verdad.

—Lo mismo me da que me da lo mismo. Es una perogrullada —califica ella al tiempo que trata de no superar el límite de velocidad de cuarenta kilómetros por hora que establecen las señales.

—Arguméntamelo.

—Pues eso, que la verdad es única. Argumentado.

—Depende de la naturaleza de la misma. Independientemente, insisto, cualquier mentira bien disfrazada de verdad puede convertirse en verdad.

—Arguméntamelo.

—Otro día.

Erika resopla al volante.

—Volviendo al asunto de Sancho —retoma él—, ¿qué fue eso que te dijo la última vez que hablaste con él?

—Que iba a estar en el lado de la ley y el desorden, pero no fue la última vez que hablé con Sancho.

—¿Has vuelto a hablar con él y no me lo has contado?

—Sí te lo he contado.

—No, me acordaría.

—Fue el día de autos —recalca ella, sibilina.

—Ya. No pienso avergonzarme por ello, la jauría necesita carne fresca de vez en cuando.

—Claro, claro.

—El entorno es precioso —observa el islandés mirando a través de la ventanilla. Inmediatamente, deja pulsado el botón para bajar el cristal.

—No te avergüenzas de ello, pero siempre cambias de tercio —le recrimina Erika.

—Huele a naturaleza agreste.

—Otros lo llaman humedad.

—No, hay muchos más matices que tu poco entrenado sentido del olfato no está apreciando.

Erika deja escapar una carcajada.

—¿Más matices?

—En la vida todo son matices y en materia olfativa más, si cabe.

—Algún día esa gran virtud que posees —se mofa Erika— te jugará alguna mala pasada.

—Ya. Gracias a mi olfato pude llegar hasta ti en el maldito laberinto del castillo de Buda, así que deberías rendir cumplido homenaje a esta —dice tocándose la nariz con el índice.

Erika declina «matizar» que, si no hubiera aparecido Sancho, aquel fauno de enorme cornamenta le habría hundido la daga ritual en las tripas.

—Los olores nos narran acontecimientos —insiste Ólafur—. Hace no mucho que aquí ha caído una buena tormenta, todavía se pueden apreciar las trazas de la electricidad en el aire.

—La acumulación de agua en los márgenes de esta carretera ya me susurró ese secreto hace varios kilómetros.

—Ya. Pero la vista no te lo cuenta todo. La vista siempre engaña, porque se ciñe a lo que tenemos delante de los ojos. Te voy a contar lo que nunca te confesará esa pérfida traidora —dice quitándose las gafas.

—Sorpréndeme.

—Percibo el aroma que se desprende de las rocas secas de origen granítico, por lo que debemos de estar cerca de un…

—¡Venga ya! —le interrumpe—. Estamos cerca del conjunto de saltos de agua más importante del globo terráqueo. ¡Por supuesto que debemos de estar cerca de…!

—No. Esas rocas no desprenden ningún aroma, porque están permanentemente mojadas y no acumulan los componentes químicos ni otros organismos de origen natural que reaccionan con el agua produciendo este maravilloso olor. Las rocas a las que me refiero son de origen volcánico, granítico, diría yo, y si no me equivoco deben de ser aquellas que se empiezan a ver allí a lo lejos.

Erika le miró sorprendida.

—No sabía que fueras un experto en geología.

—Ni yo. En realidad sé tanto de la materia como de la nouvelle cuisine, pero, como ves, cualquier mentira bien disfrazada de verdad puede convertirse en verdad.

Erika no le vuelve a dirigir la palabra hasta que estacionan en un aparcamiento donde el transporte colectivo para turistas es la especie dominante.

—«Recorrido por las pasarelas del circuito superior» —lee Erika—. Luego visita a la Garganta del Diablo y después de almorzar la ruta por el circuito inferior. Voy a preguntar a ese conductor, a ver si me traduce esto.

Cuando regresa, su humor, lejos de mejorar, parece haber empeorado.

—¿Qué te ha dicho el tipo?

—Que sigamos a la gente.

—¿Qué gente?

—A todos esos.

Erika señala un ejército de excursionistas que, organizados en distintos destacamentos y escuadrones, se pierden en el horizonte en dirección a la estación Garganta del Diablo, el punto en el que nacen los tres itinerarios.

—Esto va a ser como encontrar a Wally —observa Ólafur.

—Peor, mucho peor. Todo el mundo sabe cómo viste Wally y nosotros lo único que tenemos es una foto de Ramírez de hace catorce años.

—Disfrutemos entonces de esta maravilla. En el peor de los casos, en tres días podremos encontrarlo en las cabañas.

Erika no contesta. Tiene demudado el rostro y su expresión ausente le recuerda a aquella que lucía tumbada sobre el altar de sacrificios bajo los efectos de los opiáceos. Paralizada por completo, solo mueve los ojos, que siguen un objeto en la lejanía.

Ólafur Olafsson se ajusta las gafas con el dedo índice.

Una estatua de mármol viviente.

Hotel Bilderberg

Oosterbeek (Holanda)

Ha aguardado pacientemente a que la fruta madure antes de sacudir el árbol. Solamente Minotauro parece seguir aferrándose a las ramas, aunque desde hace minutos ha optado por permanecer callado, a cobijo como el resto de sus hermanos.

—Señores, ha llegado el momento de tomar decisiones —expone Michelson.

Y de nuevo las miradas confluyendo en la suya. Aprecia, o quiere apreciar, menos carga hostil.

—Tenemos que determinar si esta Asamblea quiere que un nuevo Gran Maestre tome las riendas de nuestra organización.

Silencio.

—El reglamento dicta que el cargo de Gran Maestre es de carácter vitalicio a no ser que se produzca una renuncia justificada y aceptada por la Asamblea o bien que exista la voluntad de elegir otro candidato, que deberá, en todo caso, ostentar el cargo de custodio.

Pausa.

—Siendo este último el caso que nos atañe, se especifica que para ser aprobada la moción deberá existir unanimidad de criterio entre los miembros de la Asamblea. La fórmula establece que la consulta debe hacerse de viva voz a cada uno de los miembros presentes en orden inverso a la antigüedad del mismo. Por lo consiguiente, me corresponde a mí ser el primero en expresarme.

Mutismo generalizado.

Michelson se incorpora con calma y eleva una octava la voz.

—Yo, Flegias, digo sí al nombramiento de un nuevo Gran Maestre.

Se sienta y cede el turno con la mirada al siguiente custodio. Sabe cómo se va a pronunciar. No se equivoca.

—Yo, Anteo, digo sí al nombramiento de un nuevo Gran Maestre.

Con el siguiente tampoco.

—Yo, Pluto, digo sí al nombramiento de un nuevo Gran Maestre.

A partir de aquí la sombra de la duda tiñe su optimismo.

—Yo, Gerión, digo sí al nombramiento de un nuevo Gran Maestre.

Michelson trata de contener la euforia.

—Yo, Nasidio, digo sí al nombramiento de un nuevo Gran Maestre.

El siguiente pronunciamiento es de vital importancia.

—Yo, Caronte, digo sí al nombramiento de un nuevo Gran Maestre.

Llega el turno de los opositores.

Efialtes declina ponerse en pie. Es el acto de rebeldía más osado al que puede aspirar en ese momento.

—Yo, Efialtes, digo sí al nombramiento de un nuevo Gran Maestre.

Falta Minotauro. En sus setenta y tres años nunca se ha visto en una situación como esta. Como máximo accionista del mayor grupo de comunicación del planeta, está acostumbrado a sembrar pensamientos y cosechar opiniones. Nunca imaginó que a estas alturas se iba a ver forzado a regalar la suya. Lo que no puede anticipar el veterano magnate de la comunicación es lo rápido que se va a arrepentir de haberse manifestado en contra de su criterio.

Aún falta el voto del más veterano de los custodios. Antes de que abra la boca, Michelson interpreta su mirada y libera el aire que estaba reteniendo en los pulmones.

—Yo, Minotauro, digo sí al nombramiento de un nuevo Gran Maestre.

Michelson regala un prolongado silencio a sus hermanos con el propósito de que digieran bien la decisión que acaban de tomar.

—Señores, la Asamblea se ha manifestado —dictamina al fin.

Pero esta vez sus palabras no logran captar la atención de sus compañeros.

La presencia del mayor de los arcángeles convierte la ya de por sí enrarecida atmósfera de la sala en una ciénaga infecta en la que nadie quiere permanecer un solo minuto más. A pesar de que Miguel tiene el pelo cada vez más cano, sigue manteniendo un estado físico impecable y su expresión turbadora siembra el desconcierto entre los custodios.

Empieza el segundo acto.

—Yo respetaba a tu padre.

La voz agrietada de Corteza de Roble precede a su siniestra figura. Viste la túnica de Dante para recordar quién es el Gran Maestre. Se sirve de dos bastones para caminar, bastones que parecen apéndices de sus ramificadas manos. A pesar de que los presentes ya están habituados a su deformidad, ninguno puede evitar contraer el semblante cuando se despoja de la capucha.

Gerión, que ocupa la silla más próxima a la puerta, se levanta de inmediato para cedérselo al, todavía, máximo exponente de la hermandad. Miguel le ofrece su brazo y este lo toma más por motivos ornamentales que por necesidad. Seguidamente, el arcángel se sitúa a su derecha y adopta una pose hierática, blindada.

—Tienes que creerme, Flegias: yo respetaba a tu padre —repite clavando su mirada en Michelson. Sus ojos son dos minúsculas esferas; perfectas y negras, como las de un tucán. A pesar de que estén parapetados tras las protuberancias verrugosas, se percibe la ira contenida—. Él estaba hecho de madera noble; tú, sin embargo, solo eres carcoma. ¿De verdad pensabas que podías organizar una reunión de este calado sin que el Gran Maestre se enterara? ¡Una confabulación para asaltar el cargo que legítimamente obtuve y que ostento por derecho! ¿En algún momento llegaste a creer que mis arcángeles no iban a enterarse de tus ambiciones sediciosas, de tu sed de poder?

Michelson bebe un trago de agua para aplacar la sed. O puede que sea para paliar la sequedad que de forma repentina le ha tapizado el interior de la boca.

—Eres un necio, no estás a la altura de tus antepasados —sentencia Corteza de Roble—. Siempre estuve al corriente de las discrepancias de tu padre con respecto a los peligros derivados de mi forma de dirigir esta hermandad. ¿Y sabes por qué? Porque él me lo contaba. Acudía a mí para compartir sus cuitas con su Gran Maestre. Sin duda, era un hombre honesto y valiente, preocupado por la seguridad de sus hermanos, sí, pero nunca se desvió del camino.

Robert J. Michelson podría discutir tal afirmación, pero sabe que no va a sacar ningún provecho de ello. En esa tesitura conviene aguantar a que cese el bombardeo antes de salir corriendo hacia ningún lugar.

—Yo le respetaba —insiste— y por ello consentí que su túnica de custodio fuera traspasada a su único hijo tras su fallecimiento, tal y como él deseaba. Ser magnánimo puede confundirse con debilidad —reflexiona en voz alta—. En cuanto a vosotros, hermanos, habéis de saber que he asistido a esta ilegítima reunión sin necesidad de estar presente. No estoy sorprendido, aunque sí decepcionado. Entiendo que esta situación es consecuencia directa de los últimos acontecimientos y como pilar del Templo asumo mi responsabilidad y me comprometo a revisar mis métodos. A cambio solamente os pido, os exijo —rectifica—, que hagáis honor a la palabra que un día dejasteis escrita en El Cartapacio de Minos.

Miguel hace un leve movimiento y la atención de los custodios se concentra en la empuñadura en forma de cruz bañada en oro que asoma a la altura de la cadera del arcángel mayor; el arcángel de los arcángeles, ese a quien tantas veces han recurrido para quitarse de encima un problema, ese cuya función principal es defender al Gran Maestre de la Congregación de los Hombres Puros.

—¡Hermanos! Yo soy el defensor de las nueve normas escritas de puño y letra por el Gran Arquitecto —insiste con el tono crispado—. ¡Yo, Corteza de Roble! ¡Y ninguno de los que hoy estáis aquí sentados está preparado para siquiera comprender el compromiso que eso conlleva! ¡Ninguno! —subraya mientras los va señalando uno a uno.

—La Asamblea se ha manifestado —pronuncia Michelson, extrañamente calmado.

—¡La Asamblea no se manifiesta si no está presente su Gran Maestre!

—No es cierto, hay precedentes —replica Michelson—. Corteza de Roble no es el primero ni será el último Gran Maestre que no termina su mandato por decisión de la Asamblea.

—¡Yo soy la Asamblea y tú no eres más que un maldito traidor! Y contra los traidores solo existe un antídoto.

Corteza de Roble apoya sus manos deformes sobre la mesa y trata de ponerse en pie, pero la falta de sujeción hace que el intento quede solo en eso. Miguel se apremia para asistirle, pero él declina la ayuda con un grito que le nace desde lo más recóndito de su estómago. En la segunda tentativa quiere valerse únicamente de los bastones, que apenas logra asir con firmeza dado el avanzado desarrollo de la epidermodisplasia verruciforme. Así y todo, consigue enderezarse luego de algunos interminables segundos durante los cuales nadie apuesta por que lo vaya a conseguir.

Pero la dignidad supera cualquier barrera y de eso Corteza de Roble tiene de sobra.

—Los traidores no merecen ser juzgados —sentencia al tiempo que derrocha esfuerzo y orgullo en rodear la mesa en dirección a su objetivo.

Los custodios aprietan los párpados a su paso o se giran atemorizados. Tal es el efecto que provoca ver desenvainada la espada flamígera.

—Los traidores solo merecen ser ajusticiados.

Michelson se gira muy despacio.

Sabe cómo va a terminar la escena. En realidad, todos lo intuyen desde el momento en que han visto entrar a Corteza de Roble en la sala acompañado de su fiel escudero.

—La Asamblea se ha manifestado —repite Michelson—. Nadie puede oponerse a las decisiones tomadas libremente por unanimidad. Elegiremos un nuevo Gran Maestre.

A Corteza de Roble le sorprende la entereza con la que Flegias afronta su final. Incluso cuando suelta uno de los bastones para extraer una daga que logra aferrar con sorprendente presteza entre sus dedos cubiertos de máculas endurecidas, no detecta atisbo alguno de miedo ni súplica en su expresión.

—¡Gran Arquitecto, Creador, guía estas manos obedientes, que son las tuyas, en el ejercicio que se me ha encomendado! —declama el Gran Maestre elevando la empuñadura por encima de la cabeza.

Llega el acto final.

Michelson da la orden con un leve movimiento de la cabeza.

Y Miguel actúa.

La espada flamígera choca contra el filo de la daga arrancándosela de las manos a Corteza de Roble. Este, siguiendo su instinto, se gira para tratar de comprender qué está pasando. Lo ve escrito en la mirada del arcángel justo antes de perder el equilibrio y dar con su ajado cuerpo contra el suelo.

La sala se llena de exclamaciones hasta que un alarido las entierra a todas.

—¡Juuudas! Maldito seas, Judas. ¡Tú, mi primera espada!

—La primera de la hermandad —replica Miguel señalándolo con la punta de la espada flamígera.

—Damocles me lo advirtió, ¡pero no quise escucharle! —reflexiona en voz alta—. Él me lo advirtió. ¡Lucifer te devorará junto con Casio y Bruto por toda la eternidad!

Michelson se incorpora justo entonces y golpea la mesa con el puño cerrado.

—La Asamblea se ha manifestado. ¡Elegiremos un nuevo Gran Maestre!

Entretanto, Efialtes y Pluto, movidos por sentimientos humanitarios más que asistenciales, ayudan a Corteza de Roble a levantarse del suelo. Nadie se lo impide.

—Es evidente que me equivoqué contigo —balbucea este refiriéndose a Michelson—. No eres un necio. «Cuidaos de los falsos profetas, que vienen a vosotros con vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces» —cita.

—Es hora de asumir la derrota —le conmina Michelson.

Corteza de Roble cierra los ojos y asiente, pero no porque esté en absoluto de acuerdo con Michelson, lo hace porque acaba de darse cuenta del propósito que tiene el sainete que han preparado Flegias y Miguel.

—El Maligno se presenta ante nosotros bajo múltiples apariencias —dice en voz queda—, pero yo sé reconocer todas sus formas. El futuro Gran Maestre nunca tendrá lo que tanto ansía.

Michelson no sabe leer sus intenciones en estas palabras. Miguel tampoco.

La reacción de Corteza de Roble no está en el libreto.

Convierte el odio en energía para abalanzarse sobre el arcángel, que, ocupado en controlar los alborotados movimientos de los custodios, no puede evitar que agarre la noble empuñadura y tire de ella hacia sí.

Y ninguna corteza de roble es lo suficientemente dura para detener la afilada punta de la espada flamígera.

—¡No! ¡No! ¡Nooo! —chilla Michelson.

Solo el Gran Maestre conoce la ubicación de El Cartapacio de Minos.

Un griterío vuelve a adueñarse de la sala.

Cuando Miguel extrae la espada, esta se ha teñido de sangre apenas unos pocos centímetros, los necesarios para alcanzar la aorta y seccionarla a la altura del ventrículo izquierdo.

A Michelson le da tiempo a sostener y acompañar el desvanecimiento del ya relegado Gran Maestre.

Los músculos de la cara, contraídos hasta el extremo en una contrahecha configuración facial, conforman una expresión agónica, monstruosa. Michelson trata de conectar con esos ojos moribundos que se resisten a parpadear por última vez. Desiste al escuchar unas palabras que escapan furtivas entre sus dientes teñidos de rojo escarlata.

—Tus sucias manos nunca tocarán El Cartapacio, traidor —susurra.

—Yo no estaría tan seguro de eso, siempre me quedará Bujalesky —le revela Michelson al oído.

Corteza de Roble, muy lejos de verse sorprendido, esboza una mueca parecida a una sonrisa. Seguidamente, toma aire con la intención de decir algo, pero su cerebro se queda sin riego sanguíneo y deja de transmitir órdenes.

Muere.

El Gran Maestre yace tirado en el suelo manteniendo cierto vigor, como una rama que acaba de ser arrancada de un árbol. Tras unos segundos de respetuoso silencio, Caronte, que es el único custodio que ha permanecido en su sitio, se levanta.

—Señores, compañeros, hermanos, procede ahora fijar el lugar para la celebración de la próxima asamblea, donde debemos elegir un sucesor dentro de veintiún días, como establece la norma.

Un nuevo murmullo.

—Será un acto protocolario, porque… o mucho me equivoco o solo tenemos una candidatura.

Efectivamente: se equivoca.