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LAS OPORTUNIDADES PERDIDAS VIAJAN SOLO CON BILLETES DE IDA
Teatro Colón
Buenos Aires (Argentina)
Agosto de 1933
Se apeó del auto con el sombrero de copa y los guantes blancos en la mano. Le entregó una generosa propina al chófer y se quedó contemplando durante unos segundos la magnificencia del coliseo lírico porteño. La expectación ante el estreno de la comedia musical de Wagner, Los maestros cantores de Núremberg, se hacía tangible en la aglomeración de público y curiosos en las calles aledañas.
Matthew J. Michelson vestía un esmoquin cortado a medida, lazo y faja de seda color perla y chaqueta holgada de hombro ancho sin cola, lo cual le venía estupendamente para camuflar los kilos que se le habían ido incrustando por encima de la cintura desde que regresara a Buenos Aires. Se había readaptado a la vida porteña mucho mejor de lo que él mismo esperaba. Todos los vínculos emocionales que permanecían en estado latente afloraron sin que tuviera que realizar esfuerzo alguno. Se había instalado en el ático de una vivienda de ciento veinte metros cuadrados sita en la misma avenida de Mayo, a solo tres cuadras del Palacio Barolo, aunque cada vez con más frecuencia se trasladaba a la casa que había mandado construir dos años atrás en un predio que adquirió a orillas del lago Argentino. El negocio armamentístico ya no tenía secretos para él y allí, a más de dos mil quinientos kilómetros del bullicio de la capital, pasaba las horas muertas navegando en sus frías aguas, observando el lento evolucionar de los glaciares, con los que se sentía directa y profundamente conectado.
Ciacco había fallecido hacía unos meses y con el óbito había quedado sepultada la oferta de vestir la túnica de custodio toda vez que no había sido capaz de cumplir su parte del trato: encontrar la Ascensión. De hecho, él ya había dado por imposible la empresa habiéndose perdido para siempre el rastro de Patricio Cagna, el ladrón superviviente. Sin embargo, tras el encuentro mantenido con Mario Palanti en Milán, había trazado otra ruta para seguir escalando posiciones en el escalafón de la hermandad. Tenía que lograr que Benito Mussolini le adjudicara el proyecto de la Mole Littoria y esa era la razón por la que había quedado en verse con Flegias, su custodio, que estaba pasando unos días en Buenos Aires. El conde Colli di Felizzano había sido destinado en 1931 a la capital italiana como presidente de la Cámara de Comercio y, por ello, tenía acceso directo al Duce. Era la oportunidad que llevaba esperando más de tres años y no pensaba desperdiciarla. En un segundo plano, pero solo si surgía la oportunidad, trataría de sonsacarle algo de información sobre Damocles, con el que no había tenido contacto a pesar de estar los dos en la misma ciudad. O, por lo menos, eso tenía entendido.
En sus recién estrenados Spectators negros y blancos se reflejaban las luces que marcaban y enmarcaban la entrada principal del Colón. Se ajustó la galera y los guantes adoptando una pose lustrosa a modo de coraza, pues era consciente de que, en unos instantes, se iba a convertir en objeto de muchas miradas tan ilustres como cargadas de envidia.
Y ese era, con diferencia, el mejor momento de la noche.
Pasó junto a los que combatían el frío estoicamente mientras aguardaban con impaciencia a que llegara su turno para entrar. Saludó al taquillero, pronunció su nombre y le mostró su cotizada entrada de palco bandeja. Este le invitó a entrar con un versallesco ademán de la mano aderezado con una mueca asaz trabajada. Al pasar bajo la marquesina de hierro forjado, apenas rozaba el solado con las suelas del calzado. El todavía a su pesar guardián de la Congregación se envaró al entrar en el vestíbulo principal y adoptó la compostura de las imponentes columnas revestidas de estuco que imitaban el noble efecto del mármol Botticino. Con las manos a la espalda, inició el ascenso de la escalinata de mármol de Carrara por su parte central alfombrada con la mirada al frente y estudiado ritmo, firme y cadencioso. Por la megafonía sonaba un vals que no supo reconocer. Faltaban veinte minutos para el comienzo de la ópera, que, según tenía entendido, contaba con un libreto de cuatro horas y media. Poco le importaba la duración sabiendo que, tras la conversación que debía mantener con Flegias en el primer descanso, tenía planeado marcharse aunque la soprano prometiera enseñar el sostén al final del siguiente acto. Se detuvo en el salón de los bustos, más con la intención de dejarse ver que de hacer tiempo, y examinó a la concurrencia discriminando a aquellos que lucían pelo en la cara en favor de las esmeradas epidermis de las féminas. El espacio era un escaparate de maniquíes vivientes salidos de la mejor modistería de la calle Rivadavia; un arsenal de coquetería que, lamentablemente para sus acompañantes, raras veces explosionaba. Se fijó en un grupo compuesto por tres mujeres cuya exuberante voluptuosidad habría hecho salivar a Rubens. El exceso de adiposidad le forzó a ganar distancia y, sin pretenderlo, se encontró encarándose con la esculpida y encrespada mirada de Mozart, compañero masón. Difunto en la fecha corriente, pero compañero. Ignoró a Bizet y a Rossini para comunicarse con otro hermano, de menor entidad pero compañero igualmente. Beethoven tenía un semblante más laxo, lo cual le motivó a dejar volar su imaginación sobre lo que estaría pensando el compositor.
Con una última inspección de los asistentes, se dirigió a su localidad. Matthew J. Michelson no era una persona que soliera dejarse impresionar, pero, en cuanto se acomodó en su butaca, consintió de buen grado que la vista tomara el control de su voluntad. Desde su privilegiada posición, mirara donde mirara, la belleza alcanzaba una dimensión inconmensurable. Imposible de digerir de golpe. Con planta en forma de herradura, estaba asediado por lujosos palcos distribuidos en tres alturas que encontraban su prolongación en las localidades de cazuela, de tertulia, de galería, para alcanzar en el séptimo y último nivel las de paraíso. La calidez que proporcionaban la iluminación áurea y la predominancia del rojo cardenalicio en contraste con los paños dorados de las molduras le provocó una sensación placentera que se encarceló en lo más profundo de sus retinas. Sin descanso, Michelson prosiguió el recorrido visual desde la platea hasta el proscenio pasando por el foso, donde ya se preparaban los músicos. Seguidamente retomó el itinerario utilizando la lujosa lámpara de araña cincelada en bronce bruñido con más de setecientos focos prendidos y ascendió hasta la cúpula. Para apreciar el cielorraso del edificio en toda su extensión, tuvo que inclinarse hacia delante. La escena representaba a Apolo presidiendo un nutrido cortejo de musas desde su carro tirado por cuatro briosos corceles blancos. Se preguntó qué significado alegórico escondería la composición, pero los apagones intermitentes que anunciaban que la obra iba a dar comienzo dejaron la duda flotando en el aire. Embelesado, se conjuró para averiguar el coste de un abono anual y antes de que sonara la primera nota en el Colón ya se había prometido que ese asiento llevaría su nombre en cuanto se abriera la venta de la nueva temporada.
Nada más terminar el primer acto, el guardián se levantó de su butaca albergando la esperanza de poder convencer a Flegias antes de que diera comienzo el siguiente. La última vez que hablaron había sido en la inauguración del Palacio Barolo, cuando él le comunicó que debía trasladarse a Nueva York; no obstante, confiaba en que la buena relación que siempre habían mantenido facilitara la consecución de sus objetivos.
En la puerta de acceso al salón dorado le pararon dos militares.
—Lo siento, caballero, el acceso está restringido.
—Lo sé. Soy Matthew J. Michelson y tengo una cita con… él —dijo señalando al conde Colli di Felizzano, que mantenía una animada charla nada menos que con el presidente Justo, el general Maglione y el coronel Luis Jorge García, actual jefe de policía de Buenos Aires.
—Aguarde acá, por favor —le pidió uno de los militares.
Agustín Pedro Justo había llegado a la Casa Rosada en febrero de 1932, tomando el relevo de su compañero golpista José Félix Uriburu, que, dos años antes, había puesto fin mediante las armas al gobierno democrático de Hipólito Yrigoyen. En los mentideros de la ciudad se decía que la Logia San Martín —a la cual pertenecían muchos de los militares que habían participado en el golpe, incluido el nuevo presidente— gobernaba la nación.
Pero no era del todo cierto. No era esa la logia que gobernaba la nación.
—Pase, señor Michelson.
A su alrededor, la ornamentación y los vitrales bebían directamente del manantial de opulencia neobarroco de la Ópera de París.
Flegias le hizo un gesto para que aguardara mientras se disculpaba con el presidente y su camarilla. Aunque el paso de los años se había cebado con las arrugas de la frente, todavía estilaba altanería y elegancia en cada gesto, en cada movimiento. Su forma de actuar parecía sacada del manual de cortejo de un flamenco.
—Cepheus, hermano —le saludó con viveza—. ¡Cuánto me alegra volver a verle! Se conserva irritantemente bien.
—Gracias. Podría decir lo mismo de usted.
—Mantener una vida ordenada, amigo mío, ese es el secreto. Permítame que le traslade mis condolencias por el fallecimiento de su esposa.
—Recibí su telegrama. Se lo agradezco.
—¡Qué menos! Por favor, acompáñeme, quiero mostrarle algo —le invitó posando la mano en su hombro.
El guardián se dejó custodiar hasta el centro de la estancia. La impaciencia dio de comer a las lombrices contradiciendo la teoría de su esposa: no solo se alimentaban de la inseguridad.
—¿Qué le parece? —preguntó Flegias dando unos golpecitos con los dedos sobre la superficie del mueble que tenía junto a él.
Michelson dio un paso atrás para ganar perspectiva.
—Una obra de arte —calificó a vuela pluma.
—Es una copia exacta de una commode —pronunció en perfecto francés— que perteneció a Luis XVI. Laminada con maderas preciosas. Todavía desprende el aroma del palisandro. Observe la marqueterie y la belleza del emblema real trabajado en bronce or moulu.
—Hermosa.
—Lo es. Es un regalo que le hice a la ciudad en el momento que dejé el cargo de embajador. Este tipo de detalles se quedan en el recuerdo de las personas como los buenos perfumes. Por eso sigo manteniendo mis contactos a este lado del océano.
—Precisamente de eso quería yo hablarle…
—Sí, enseguida —le cortó—. Pero antes cuénteme en qué punto estamos con las obras.
Michelson hizo lo posible por ocultar su ansiedad.
—Según lo previsto. La ramificación norte está muy cerca de encontrarse con la sur.
—¿Los de la Compañía Hispano Argentina de Obras Públicas y Finanzas siguen poniendo palos en las ruedas?
Michelson encontró en aquella pregunta la oportunidad que esperaba.
—A decir verdad, lo desconozco. Damocles se encarga de eso y, al parecer, los tiene bien controlados. Siguen pensando que están avanzando en los trazados de las líneas C y D del Subterráneo.
—Damocles, claro.
—He de confesarle que me intriga mucho su figura…
—A usted y a todos. Si decían que era la mano derecha de nuestro anterior Gran Maestre, de Jasón se rumorea que es la derecha y la izquierda. Lo único que sabemos los que estuvimos presentes en aquella Asamblea es que fue el propio Jasón, cuando todavía vestía la túnica de custodio de Nasidio, el que convenció a Ciacco de la necesidad de crear una figura que protegiera El Cartapacio y dirigiera el ejército de arcángeles.
Michelson encajó las piezas de inmediato. Ciacco estaba en la recta final de su mandato cuando Damocles se hizo con el contenido de la estatua. Era evidente que existía una disputa velada entre el Gran Maestre y el protector del Templo. Tenía que averiguar una cosa más.
—Sé que no es algo que me incumba, pero he escuchado que todos sabían que Nasidio sería el sucesor de Ciacco.
—De hecho, fue la única candidatura. Su posición dentro de la que será la principal agencia de investigación de los todopoderosos Estados Unidos era y es una garantía para los intereses de todos. Yo también lo apoyé.
Michelson evitó pronunciar el nombre de John Edgar Hoover. No era necesario.
—Entiendo.
—Permítame que le dé un consejo —dijo Flegias acorazando el semblante—. Manténgase alejado de Bernardo Segurola, Damocles tiene más poder que el que cualquiera de nosotros podría llegar a alcanzar.
—Gracias, lo haré.
—Cambiando de tema, algo que quedó en el aire cuando me marché fue el asunto del empresario de Montevideo. José Salvo —le recordó Flegias.
La ansiedad estaba devorando las últimas porciones de paciencia del guardián.
—Me ha llevado mi tiempo ocuparme de ello de la forma que necesitábamos. José Salvo falleció el pasado 19 de mayo a consecuencia de las heridas que le provocó un fatal atropello. De avanzar en la investigación, lo único que averiguarán es que el conductor, Artigas Guichón, fue contratado por el que era el yerno de la víctima, Ricardo Bonapelch, para quedarse con la herencia que le correspondía. No he dejado ningún cabo suelto, se lo puedo asegurar.
—Es usted un mago.
—Gracias.
Michelson resolvió que no podía esperar ni un segundo más.
—Me da bastante apuro pedirle esto, pero…, si no fuera un asunto de extrema necesidad, le juro por la memoria de mi dulce Dorothy que no lo haría.
—Le escucho.
—Verá. Se trata de la dichosa desaparición de la estatua. Sé que ya no está dentro de mis responsabilidades, pero ya me conoce.
—Sus raíces castrenses —etiquetó el custodio.
—¿Recuerda que le hablé de mis sospechas respecto a Mario Palanti?
El diplomático confirmó con un pestañeo prolongado.
—Estaba absolutamente equivocado. Usted tenía razón. Ahora sé que no tuvo nada que ver; no obstante, permítame que le ahorre los detalles para no aburrirle. Resulta un tanto embarazoso reconocer esto, pero lo cierto es que, estando yo convencido de que había caído en desgracia por culpa de Palanti, me he ocupado de obstaculizar durante todos estos años su carrera profesional. Hace no mucho, la casualidad provocó que me topara con él y lo vi al borde del suicidio. No es justo que el hombre que ha levantado las Columnas de Hércules para nosotros lleve una vida tan lastimosa por culpa de mi obcecación.
Matthew J. Michelson hizo una pausa.
—Comprendo.
—Se lo agradezco, sinceramente. En esa conversación me contó que ha presentado un proyecto muy importante y ambicioso en Italia: la Mole Littoria se llama.
—Sí, he oído hablar de él. Una auténtica monstruosidad de más de trescientos metros de altura, una edificación a imagen y semejanza de las aspiraciones de nuestro hermano Cerbero.
—Palanti es un gran arquitecto. ¿Qué mejor candidato que él para llevar a cabo esa obra? Es su oportunidad para demostrar su talento a sus compatriotas, y no quiere perderla.
—Las oportunidades perdidas viajan solo con billete de ida —sentenció.
—¡Exacto! ¡Hagamos que se suba a ese tren!
Flegias resopló con notable hastío.
—Huelga reconocer que Cerbero y yo no podemos considerarnos uña y carne. He cumplido, aunque no tenía por qué, con la aportación económica al régimen fascista y, si he de ser sincero, su compañía no me resulta nada grata.
—¡Precisamente! Pídale que le devuelva el favor. Para el Duce no conlleva ningún esfuerzo, solo tiene que estampar su firma en el proyecto que Palanti le ha presentado en varias ocasiones. Se lo debemos, se lo debo —corrigió exprimiendo su papel de adlátere.
El conde Colli di Felizzano masticó la idea.
—Bien pensado, podría ser una forma de hacerle entender que todo tiene un precio. Si él me pide, yo le pido. Además, todavía guardo una estrecha relación con Constanzo Ciano, que pronto asumirá la presidencia de la Cámara de Diputados. Él nos podría facilitar esta empresa.
Michelson sonrió.
—No sabía que tuviera tanto corazón. No deja de sorprenderme —valoró el custodio.
—Le estaré agradecido hasta el fin de los días —aseguró, zaino.
—Solo puedo decirle que lo intentaré.
—Con eso es suficiente. Conozco sus dotes para la persuasión, mi estimado amigo.
Matthew J. Michelson se percató de que los presentes empezaban a regresar a sus localidades, circunstancia que aprovechó para dejar zanjado el asunto.
—Parece que se nos ha agotado el tiempo —dejó caer.
—Eso parece. Yo tengo que regresar al palco de autoridades antes de que los militares empiecen a sospechar y añadan mi nombre a la lista.
—Que disfrute del resto de la ópera. La voz de Michael Bohnen es única, pero qué le voy a contar a usted que no sepa.
—Yo tuve la oportunidad de escucharle interpretar Las bodas de Fígaro y le puedo asegurar que necesité realizar grandes esfuerzos para permanecer despierto. Hoy vamos a salir de aquí con el trasero adoquinado. Hablando de traseros, esa dama de ahí —le indicó con un ligero ademán— no le ha quitado la vista de encima.
Michelson lo comprobó con celeridad.
—Recuerde: las oportunidades perdidas viajan solo con billete de ida —le recordó Flegias al despedirse.
El guardián se anotó la cita mentalmente para transcribirla más tarde en su diario. Se volvió esta vez sin tanto disimulo para encontrarse con la coqueta mirada de una dama de pelo cobrizo y ondulado que, de inmediato, la retiró con pícara alevosía. Por suerte, no la acompañaba ningún hombre.
La doncella estaba de caza y ya había encontrado su presa.
El segundo acto de Los maestros cantores de Núremberg tendría que esperar.