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TAN VIVO, TAN MENTIRA
Complejo Médico Policial Churruca Visca
Buenos Aires (Argentina)
Septiembre de 2013
Alguien ha ejecutado la secuencia Control-Alt-Supr y su sistema nervioso se ha reseteado. La toma de conciencia se presenta sin avisar y de repente nada.
Porque nada ocurre de repente.
Todo sucede a cámara lenta.
El proceso es indoloro en sí mismo, lo doloroso es vivir. Vida y dolor forman parte de un mismo círculo. Duele nacer y duele morir y, entre medias, duele vivir. Y este alumbramiento que se está llevando a cabo, aunque tenga las horas contadas, duele igual. Sus movimientos casi ni son. Sabe, intuye más bien, que es y está, pero no sabe dónde, cuándo ni cómo. Mucho menos por qué. Los estímulos externos son confusos, no ayudan. La luz está deslavada; los contornos, difuminados; no hay correspondencia para los olores que capta; los sonidos son del todo intrascendentes; el sabor es acerbo; el tacto, almidonado. No existe la equivalencia en esa involución forzosa.
Ólafur Olafsson resuelve evadirse de ese arcano huyendo a través de un proceso de hibernación tan eficaz como pasajero.
No tarda en replicarse el ciclo: el mismo dolor. Paradójicamente filtra algunos estímulos que se escapan de ese todo angustioso y los aísla con el propósito de reconocerlos en una decisión involuntaria. Reconoce una caricia, el tacto de una piel que le resulta familiar; un susurro, una voz de aliento, un registro que su cerebro ha estado almacenando los últimos días.
El islandés abre los párpados, esta vez sí, intencionadamente. Su renacida parte consciente lucha contra la indefinición. La batalla se decanta a su favor porque solo hay un elemento que capta su atención. Una silueta que contiene rasgos amigables: pelo rojo, tez pálida y facciones delicadas.
Una sonrisa fascinante y unos ojos azules, casi grises.
Humedecidos.
Estación del Subte de Catedral
Buenos Aires (Argentina)
Sorprendentemente la estratagema de Bujalesky ha dado el resultado esperado.
A las 22:45 han entrado en los sanitarios, han colocado rudimentarios carteles en los que se puede leer: «Averiado. Disculpen la molestia» y se han encerrado por dentro. A nadie le extraña la inconveniencia. No saben si algún operario ha entrado a revisarlos o no, pero cuando se ha ido la luz han aguardado diez minutos y han salido. El absoluto silencio no por esperado es menos perturbador. Se dejan guiar por la prolongación luminosa de las linternas hasta el andén en el que reconoció la luna del emblema de la Congregación. Su lunático influjo atrae sus timoratos pasos.
—Bueno, amigo, vamos para allá —susurra Bujalesky animado.
La pasarela que discurre por el margen derecho de las vías es estrecha. El haz de luz que dirige el dantista va alternando el suelo con las paredes y el techo. Desea encontrarse con el sol, el último indicativo que falta. Caminan al ritmo que les marca la prudencia.
—No puede ser muy largo —comenta el experto—. Esta es una estación de cabecera, los trenes nacen acá y acá vienen a morir. Como el sol, que nace y muere todos los días. Tiene sentido.
—¡Tomátela, Buja! Dejá de decir boludeces o me doy media vuelta. Y si no lo encontramos, ¿qué?
—Está por acá, lo sé. Ya lo vamos a encontrar, Telmito. Tenemos hasta las cinco de la mañana, así que mirá vos si disponemos de tiempo para encontrarlo.
—Es evidente que no somos los primeros en mandarnos por acá. Mirá cuánto grafiti —advierte.
—Tienen que ser los propios trabajadores o decime qué sentido tiene pintar donde nadie o casi nadie va a disfrutar de tu maravillosa obra de arte urbana. ¡Pará!, ¡pará! ¡Pará ahí!
Bujalesky está alumbrando la pared de enfrente.
—¡¿Qué pasa?!
—Al mover la linterna alumbraste algo que me pareció… ¡Mirá!
La risa de Bujalesky rebota contra las paredes del túnel.
—¡Cerrá el orto, boludo!
—¿Lo ves o no?
—Claro que lo veo.
—Si no me hubieras llamado la atención con el grafiti, capaz que no lo habríamos visto, che —dice Bujalesky—. El viento está soplando a favor. ¿Qué es lo que hay debajo? Parece una chapa metálica.
—Es una puerta metálica de doble hoja. Mirá acá —marca con la linterna—. Tiene una cadenita. Hay que atravesar las vías. No sé yo…
—¡No me seás cagón! Cruzar acá tiene menos peligro que cualquier calle de Capital Federal. ¡Dale!, ¡dale!
Cruzan. Telmo examina la cadena.
—No me dará problemas —dice abriendo la bolsa de deporte de mano en la que porta sus herramientas habituales de trabajo—. Pero… ¿vos estás seguro de que es por acá?
—Claro, Telmito, claro. Algo que siempre ha estado ahí, pero que no sabés qué mierda es ni para qué sirve… deja de estar.
—Y bueno, vos sabrás.
Corta la argolla al primer intento.
—Telmo, eres un groso, ¿lo sabés?
Los chorros de luz se chocan entre sí durante la exploración. La habitación es pequeña. Lo primero que les llama la atención es el revestimiento de las paredes. El cemento semipulido es ahora roca desnuda. Notan más humedad y el aire enrarecido.
—Otra puerta —localiza Telmo.
—La puerta del infierno, querido —identifica Bujalesky aproximándose—. Acá nomás. Por fin. Y eso…, ¿qué carajo es eso? —Ilumina.
—No tiene cerradura. Parecen dos hojas…
Telmo prueba tímidamente a empujar.
—Un mecanismo de apertura —observa Bujalesky acelerado—. Las letras rotan, ¿viste? Se viene el primer acertijo. Es como el sistema de una caja fuerte, pero en vez de números, letras. Sencillo.
—¿Cómo sigue el mapa? ¿Qué dice el poema?
—El conocimiento la hará visible, ora bien, para el descenso afrontar, deshaceros habréis de lo inservible —cita de memoria—. Bueno, bueno, bueno —se anima frotándose las manos—. Está claro que el conocimiento hizo visible la puerta, porque si Erika no hubiera reconocido la estrella no habríamos llegado hasta acá ni en pedo, ¿sí? Ahora, antes de comenzar el descenso al infierno, es decir, de atravesar esta puerta, tenemos que deshacernos de lo que es inservible. Obvio que se refiere a que hay que escribir acá lo que es inservible. Lo que no nos va a servir en el infierno —cavila elevando la mirada—. ¿Qué es inservible? ¿Qué dice la Comedia? Dejame pensar un segundo nomás. ¿Qué mierda dice?
—Es una palabra de nueve letras o puede que dos, una de cinco y otra de cuatro, qué sé yo…
—Tiene que ser una de nueve. Nueve como los círculos del infierno. Nueve letras. ¿Qué es lo que no necesitamos en el infierno? A ver. Virgilio conduce a Dante hasta la puerta donde ven el cartel. Dante tiene un instante de duda motivado por el miedo pero él le agarra de la mano y la cruzan. Se deshace del miedo. Miedo tienen cinco letras. No. Dante no deja el miedo, porque más adelante y en varias ocasiones vuelve a confesar que se siente aterrado. Deshacernos, dejar atrás.
—Abandonar —propone el encargado del Barolo.
—«Abandonar» —repite—. ¡Abandonad! ¡Claro que sí, Telmito! ¡Obvio! ¡Qué pelotudo que soy! Si viene escrito en lo alto de las puertas del infierno, ¿recordás?
Bujalesky suelta una carcajada nerviosa.
—¡¿El qué?!
—¡«Abandonad, los que aquí entráis, toda esperanza»! ¡Toda es-pe-ran-za! Nueve letras. Mirá.
Bujalesky empieza a manipular con el dedo índice la primera casilla.
—La esperanza no sirve de nada ahí abajo, Telmito —dice cuando le quedan dos letras para terminar de componer la palabra—. Ya está y ahora ¿qué?
—Tendrá que haber un mecanismo o algo. Dejame a mí, Buja, que no se ha fabricado el artilugio que se me resista.
Bujalesky se echa a un lado mientras que Telmo examina el artilugio incrustado en la roca.
—¡Dale, Telmito!, ¡dale!
Un chasquido seco anuncia que ya lo ha encontrado.
—¡Acá era! —señala.
Pero Bujalesky está plantado frente a la puerta, inmóvil.
—Si andás esperando a que te agarre la mano, ya nos estamos dando la vuelta…
—Una vida entera, Telmo, una maldita vida entera.
—¿Pues a qué esperás? Empujá de una vez la maldita puerta, dale.
Y lo hace.
Una corriente de aire gélido les da la bienvenida al infierno.
Complejo Médico Policial Churruca Visca
Buenos Aires (Argentina)
Es la segunda vez que sonríe. La primera ha sido cuando Erika le ha contado que el arcángel Miguel murió ahogado en su propia sangre tras recibir un certero disparo que le atravesó la tráquea. Esta que ahora se dibuja en sus amoratados labios es consecuencia de los últimos acontecimientos que le ha narrado Erika. Ha intentado simplificar al máximo, pero ha invertido casi una hora en ponerle al día de todo. De todo menos de lo concerniente a Michelson.
—Ya. ¿Así que una estrella en el metro? Parece de película de aventuras. —A Ólafur le cuesta verbalizar pensamientos y su voz suena bastante apagada. El esfuerzo por mantenerse despierto consume sus escasas reservas de energía.
—Y todo ello mientras tú descansabas aquí a pierna suelta.
Al islandés se le nubla el semblante.
—Era una broma, hombre, no te lo tomes a mal.
—No, no es eso. Todavía no me has contado qué te han dicho los médicos y mi olfato me dice que si no has empezado por ahí es porque no has querido empezar por ahí. Erika…, sin paños calientes, y no trates de convencerme de que no sabes nada porque no me lo voy a tragar.
Ella le suelta la mano y se levanta de la silla. Camina por la habitación de un lado a otro, como si tratara de huir de sus pensamientos hostigadores.
—Erika, sé que no estoy bien, lo sé. Casi no puedo moverme y esa bolsita de ahí contiene tantos calmantes que solo puede significar una cosa. Además, la jauría…, la jauría está muerta… —dice posando su mano sobre el estómago—. Llevo despierto el tiempo suficiente como para que me hubieran dado la bienvenida a mordiscos. Saben que nunca más los voy a poder alimentar y han preferido morirse en silencio.
—Creo que deberías descansar un poco.
—Ya, descansar. Ven, acércate, por favor —le ruega.
Erika vuelve a sentarse a regañadientes. El islandés sigue con la vista varada en la ventana.
—Cuando recibí la descarga supe que no saldría vivo. Noté cómo entraba cada uno de esos perdigones en mi cuerpo. Luego le vi a él con las manos en el cuello y pensé en ti. Me quemaba, sin embargo estaba tranquilo. En paz, porque sabía que tú estabas bien. Me tumbé y cerré los ojos. Solo deseaba que terminara cuanto antes.
—Ólafur…
El islandés rescata su mirada para encontrarse con la de Erika, perdida.
—Tienes que creerme: no me preocupa una mierda lo que me espere más allá de la muerte cuando la muerte carece de significado. Nosotros hemos dado sentido a lo que somos, a lo que hacemos, por eso no tengo miedo. No se puede temer lo que no se comprende. La vida en sí misma, como concepto, carece de valor, lo único que justifica nuestra existencia es el proyecto que nos planteamos a lo largo del angustioso proceso que implica vivir. Lo que verdaderamente nos mueve es el deseo de cumplir con nuestro objetivo primario, de llegar, pero, como seres frágiles, incompletos y conscientes que somos de nuestra propia debilidad, nos asusta el fracaso. Eso es lo que nos da miedo. No llegar nunca. Yo ya he cruzado la meta, Erika, encontré la razón y fui coherente con ella. Por eso no estoy preocupado.
Esta vez Erika no le agarra la mano, se aferra a ella. Quiere hablar, pero no encuentra las palabras.
—Ya. Está bien. No hace falta que me cuentes nada, solo quédate un rato más aquí conmigo. ¿Quieres?
Ella apoya la cabeza en su pecho.
—Han sido los mejores años de mi vida, Erika. Los mejores. Tenía un propósito y he tenido la enorme fortuna de compartirlo contigo. Y con ese pelirrojo cabrón —añade.
—He hablado con él y está de camino —le informa Erika sin cambiar de postura.
—¿Va a venir Sancho? Es un gran tipo. Tiene corazón.
—Sí, lo sé.
Ólafur toma aliento.
—Tenéis que hacer que todo esto merezca la pena. Sé que te encargarás de que así sea, por lo que me ahorraré el discurso. Solo quiero pedirte una cosa…
Erika se yergue para encontrarse con sus ojos.
—Llévame a un lugar frío, uno muy muy frío…
Ella le sonríe.
—Uno muy muy frío…, te lo prometo.
—Necesito dormir un poco.
—Vale. Yo estaré aquí cuando despiertes. Descansa.
Ólafur deja que los párpados caigan por su propio peso.
Algún lugar del infierno
Transitan entre pecadores. La sombra encorvada de Bujalesky, siempre al frente de la exploración, se proyecta sobre las paredes como un espíritu malévolo que no deja de observarlos. El sonido del bastón de Telmo amplificado por el eco marca el ritmo del cadencioso y patojo caminar de la pareja.
Tal y como decía el mapa, se guían por los círculos del infierno siguiendo las señales que marcan las bifurcaciones que se han ido encontrando. Para Bujalesky no ofrece ninguna dificultad averiguar el camino que debe seguir. En los sillares de roca de los túneles del anteinfierno han visto las avispas y otros insectos que se describen en La Divina Comedia. Cuando los han dejado atrás, han elegido acertadamente el corredor sobre el que pasaba una gruesa tubería similar a la que se ve desde el segundo sótano del Barolo, lo cual refuerza su teoría: se trata del río Aqueronte que menciona el poeta en los versos del Infierno. Atravesando el limbo han leído en las paredes los nombres de los personajes históricos que cita Dante y, en el tercer círculo, Telmo ha observado que hay agujeros practicados en la roca que funcionan a modo de respiraderos y facilitan la circulación del aire. A punto de salir del quinto círculo, en el que están los iracundos y perezosos, ninguno de los dos ahorra epítetos y halagos hacia el constructor de semejante estructura subterránea.
—Che, ¿y qué creés vos que tendremos sobre nuestras cabezas? —pregunta Telmo.
—Antes estaba pensando en eso. Se sabe que a comienzos del siglo XVIII los jesuitas participaron en un proyecto que consistía en la creación de una red de túneles bajo el subsuelo como parte de un plan de evacuación en caso de asedio —expone Bujalesky.
—¿Los jesuitas?
—Siempre contaron con buenos arquitectos y albañiles. La idea era unir los edificios más insignes de la ciudad, pero quedó inconclusa. Bajo la Manzana de las Luces se conserva aún buena parte del trazado original y todavía siguen apareciendo otros tramos cada vez que realizan alguna obra pública. Capaz que Minos aprovechara parte de ese tejido, no sé, pero me inclino a pensar que está ideado para el fin que nos ocupa. Así, el danteum estaría completo, ¿no te parece?
—Invertirían años.
—Seguramente más que en levantar el purgatorio y el paraíso, pero le encuentro todo el sentido del mundo. Mataría por tener los planos y poder ver el diseño completo.
—Hablando de ver…, ¿cuánto tiempo llevamos acá abajo?
Bujalesky consulta su reloj.
—Es casi la una de la madrugada.
Telmo se pasa la mano por la nuca.
—No sé cuánto me van a durar las pilas de las linternas, la verdad.
—Andá a cagar…, ¿me estás jodiendo?
—¡Y no! ¿Y qué querés? ¿Cómo iba yo a saber…?
—¡La puta que te parió, Telmo! Si se terminan y no vemos un carajo…, ¿me decís cómo mierda vamos a saber hacia dónde tenemos que ir?
Su compañero se encoge de hombros.
—Entonces volvamos mañana con repuestos y listo.
—¡Ni en pedo! Vamos a apurarnos, ya no tiene que faltar mucho. Mirá, ahí están representados los muros de Nasidio. Es por acá. ¡Seguime, viejito!
Telmo relincha sonoramente, pero le sigue con servicial renuencia.
Y el espíritu malévolo acelera el paso.
Complejo Médico Policial Churruca Visca
Buenos Aires (Argentina)
Balbucea palabras que no se encuentran en ningún diccionario; farfulla vocablos que no pertenecen a ningún idioma.
Se expresa en el dialecto del inconsciente.
Delira.
Gruñe.
Suda.
Erika se despierta, observa amodorrada e inmediatamente le toca la frente. Arde. Aprieta el botón. Y lo vuelve a apretar. Lo deja pulsado hasta que aparece la enfermera.
—Tiene mucha fiebre —informa presurosa.
—Sí. Me temo que es normal. Hágase a un lado, por favor.
La enfermera echa un vistazo a la pantalla de la máquina que controla sus constantes vitales.
—Ya mismo regreso.
No tarda más de treinta segundos.
—Su cuerpo sigue luchando contra la infección, pero está perdiendo la batalla. En unos minutos le habrá bajado la fiebre. El doctor Sciordi me puso al corriente de todo y me pidió que estuviera muy pendiente del estado del paciente. Y de usted —añadió—. ¿Necesita algo?
—No, muy amable.
—Si precisa algo más, toque el timbre. Una vez es suficiente.
—Gracias.
En efecto, la fiebre remite y desaparece, pero el rastro que deja en el rostro del islandés delata su paso por esa cama. Tiene peor aspecto. Los ojos, cada vez más hundidos, parecen abocados a un naufragio lento pero irremediable en aquellas aguas que se van oscureciendo por horas. La piel se ha teñido de un agorero gris ceniza y parece haber disminuido su espesor de forma notable.
Fuera empieza a amanecer y se acerca a la ventana con barrotes para escapar visualmente de la tristeza. Erika no ha sumado ciento veinte minutos de sueño y durante la fase que ha estado despierta ha aprovechado para catalogar y archivar toda la información que le ha servido Bujalesky en tan corto espacio de tiempo. Es una suerte de bufé masónico en el que, sin sentarse a la mesa, ha ingerido los segundos platos, luego los postres y al final los primeros mezclados con entremeses. Se le ha hecho bola. Además, no consigue tragar el dulce al que lo convidó Telmo en el faro cuando le aseguró que El Cartapacio era una invención. Se pregunta si Bujalesky habrá realizado algún avance.
—Erika…
Ólafur se esfuerza por configurar una cara de buenos días.
—Hola.
—He tenido un sueño.
Le cuesta respirar.
—Lo he vivido desde fuera y diría que se trataba de una pesadilla —dice acercándose a la cama.
—Vamos a salir victoriosos, eso es lo único que sé.
—Yo jamás lo he dudado —miente ella.
El islandés extiende el brazo para abrir el cajón de la mesilla.
—¿Qué buscas?
—Mis gafas.
Erika se las da.
—Ayúdame a incorporarme, quiero ver el cielo.
Acciona el mecanismo de la cama y con mucho cuidado consigue acomodarlo.
Se fija en una que tiene forma de balón ovalado; o eso interpreta.
—Vamos a salir victoriosos —repite.
Alguien toca a la puerta y entra. Es uno de los agentes que custodian la habitación. Lleva en la mano un sobre marrón de tamaño A3.
—Señorita, dejaron esto para usted.
—¿Para mí? ¿Quién?
—Lo desconozco, recién me lo subieron. Pero acá está escrito su nombre, ¿no?
—Así es.
—Tengo que pedirle que lo abra antes de entregárselo.
Erika lo hace. Dentro hay una carta manuscrita. Busca el firmante y lee:
—«Robert J. Michelson».
Algún lugar del infierno
Para atravesar el séptimo círculo del infierno han tenido que elegir entre cinco escaleras de caracol. La figura del Minotauro marcaba la correcta a los avezados ojos de Bujalesky, que, compelidos por la incertidumbre que rodea al tiempo que van a durar las pilas de las linternas, ya no se paran a recrearse en los detalles. Han descendido tres niveles hasta llegar al octavo círculo, como los tres giros que relata Dante en su obra inmortal. Allí se han encontrado con una gran estancia, la más espaciosa hasta el momento, excavada en forma semicircular y con techo abovedado, en la que han bajado los diez escalones que simbolizan las diez zanjas o fosas que cita el poeta al describir el Malebolge. Vagamente se ha fijado en que en el suelo se encuentran tallados los nombres de los pecados que han cometido los que están allí condenados.
Ahora tienen delante tres pozos con otras tantas cuerdas que presentan varios nudos. Han notado que la temperatura ha ido descendiendo de manera progresiva y al asomarse a los agujeros negros una corriente helada les acaricia el rostro.
—Por suerte, se puede ver el fondo —valora Bujalesky enfocando con la linterna—. Yo diría que son cuatro o cinco metros. ¿Vos qué decís?
—Que podría bajar, creo, pero en ningún caso podría volver a subir y ¿cómo sabemos que la salida está por el otro lado?
—Porque lo dice la Comedia y todo esto es una recreación al pie de la letra, ¿es que no te diste cuenta todavía?
El experto examina los pozos en busca de titanes y, efectivamente, encuentra los nombres de tres de ellos, uno en cada pozo. Esa no se la esperaba.
Se recoloca el pelo. Duda.
—Che, ¿qué pasa ahora? En esta no la podemos pifiar.
—Dale, Telmo, dejame pensar, no me vengás a hinchar las pelotas ahora.
Bujalesky escenifica el momento de concentración.
—Dante y Virgilio se encuentran con tres titanes encadenados. Nimrod balbucea palabras carentes de sentido, lo cual representa la falta de comunicación, entendida como el gran problema que hace que la discordia perviva entre las personas. Efialtes simboliza la furia y la histeria colectiva de las masas, con el peligro que ello conlleva por lo sencillo que resulta manejarlas. Por último, Anteo es la vanidad de los humanos, muy susceptible a las alabanzas y consecuentemente manipulable. ¡Eso es! Virgilio se aprovecha de esa circunstancia y se deshace en halagos con Anteo para que les ayude a descender al Cocito, como llama al noveno y último círculo, donde está Lucifer. Tenemos que bajar por Anteo —dice señalando el de la derecha.
—¡Genial! —aplaude Telmo.
Una luz intermitente parece acompañar las palmadas del encargado del Barolo.
La linterna del dantista empieza a titubear.
Ambos se miran desconcertados.
Este da golpecitos en la palma de la mano como si de una reanimación cardiovascular se tratara. Pero el paciente se le va. Agoniza durante unos segundos más y se muere.
—¡Uhhh! ¿Y ahora? ¿Qué mierda hacemos, Buja?
Este parece valorar la respuesta unos instantes.
—Bajamos. Todavía tenemos la tuya. Primero me alumbrás vos a mí, luego me pasás la linterna, el bastón y las herramientas con otra de las sogas y te ilumino yo desde abajo. Quedate tranquilo, que ya estamos —suelta en su intento de convencerle.
—Pero… ¡la puta madre! Espero que las fuerzas no me fallen.
Bujalesky se escupe en las palmas y se las frota vivamente para combatir el agarrotamiento de las articulaciones.
—Tené cuidado, Buja, que no tenemos edad.
—La fuerza está acá —dice golpeándose la cabeza antes de agarrar la cuerda a la altura del primer nudo—. Es una boludez.
—Pero… ¿qué hacés con eso? ¿Sos gil?
—Dulcinea viene conmigo.
Cuando toca con los pies en el suelo le tiemblan las rodillas.
—¡Pan comido, Telmito! ¡Dale, bajame los bártulos! —le grita. De su boca sale vaho.
La operación concluye como han planificado y ahora es Bujalesky quien le pide que baje con cautela. Teme que su lesión de rodilla dificulte el descenso, pero resulta que Telmo baja con más presteza que él.
—¿Viste? —le da la bienvenida al último círculo zarandeándole por los hombros.
Telmo sonríe orgulloso.
—¡Qué frío, che!
—Es real. Todo es tan real… —juzga Bujalesky mientras examina en derredor—. Está claro que se inspiraron en las ilustraciones de Gustave Doré. Dante lo describe como una laguna que se ha congelado por el batir de las alas de Lucifer, que quedó atrapado al ser expulsado del paraíso por Dios. Este círculo es el punto más alejado de Dios, máxima expresión del amor. Lucifer es el odio. En el infierno todo es una carencia; la luz es presencia. La oscuridad es la ausencia de sustancia inherente a la luz, el frío es la carencia de la energía que contiene el calor y el pecado es, en sí mismo, una falencia del alma de esencia moral. Y de entre todos los pecados, el más grave desde la óptica de Dante es la traición.
—Estoy muy de acuerdo con eso. Con eso de la traición —precisa el encargado.
—Esta primera terraza es la Caína, donde están condenados los traidores a sus seres queridos; en la siguiente, la Antenora, se castiga a los traidores a sus conciudadanos; en la tercera, la Tolomea, penan los traidores a sus huéspedes; y por último, en la Judeca, sitúa a los traidores a sus benefactores, entendidos estos como los que hacen bien a la humanidad. Los peores, Judas, Bruto y Casio, sufren la penitencia de ser devorados a lo largo de toda la eternidad por las tres bocas de Lucifer. Uno por cada boca.
—No se merecen menos.
—Solo los puros hallarán la llave, indispensable en el peregrinaje, para ascender al purgatorio es clave —cita—. Llegados a este punto, hay que ver a los puros como los que no son traidores. Pero hay que probarlo…, por allá.
El haz de luz baña una reproducción a tamaño real de la Boca de la Verdad incrustada en el muro.
—¿Dónde si no? Minos era un genio, che. ¿Imaginás dónde está la llave del infierno? —pregunta el dantista.
—Hasta las fauces del mismo Satán, como anunciaba el verso.
—Obvio. Y para eso hay que meter la mano en esa boca que mastica eternamente a los traidores. La leyenda dice que si se formula una pregunta al reo y este miente, se cierra de manera automática amputándole la mano. En realidad, al otro lado de la pared lo que había era un verdugo con un hacha que seguía las órdenes de una instancia superior más terrenal que divina.
Bujalesky enfoca hacia el interior de la boca y se agacha.
—¿Qué es lo más largo que tenés en la mochila?
—Esperá, dejame ver… ¿Esto te sirve?
—Me sirve. Alumbra desde ese lado.
La llave inglesa produce un sonido metálico al chocar.
—Al fondo hay una compuerta metálica que seguramente se va a abrir al demostrar que se es puro.
—¿Y cómo se hace eso?
—Tiene que haber un acertijo o prueba por alguna parte.
Telmo se aleja con la linterna mientras Bujalesky inspecciona la Boca de la Verdad.
—Acá hay algo —dice el encargado.
Un ruido.
—¡La concha de la lora! —protesta Bujalesky.
—¿Qué pasó? ¡¿Estás bien?! —pregunta alarmado.
—¡Algo me atrapó la mano!
—¡Seré pelotudo! He tocado donde no debía.
—¡Y bueno, conservá la calma!, ¿querés? Ya lo advertían los versos: Continuad, pues, este vuestro viaje de iniciación, pero proseguid solo si estáis dispuestos a pagar peaje. La mano es el peaje —informa a la vez que trata de liberarse inútilmente.
—La puta madre, Buja… ¡Mirá acá! —le advierte Telmo—. Las letras que antes conformaban el lema de la Congregación están rotando.
Ambos aguardan expectantes mientras Coelestes sequitur motus deja de leerse. Cuando cesa el sonido, leen: Qui fecit opus ut est ut.
Bujalesky suelta una carcajada histriónica que contagia a Telmo.
—¡Que lo parió! ¡Miles de veces! ¡Lo vimos miles de veces en las bóvedas del Barolo! ¡Chupala, Mario Palanti! ¡Y chupala, Minos! ¡Y vos también, Ciacco! Ipse mallet novit. ¡Putos de mierda! Ipse mallet novit. ¡Chúpenla ahora, hombres puros!
—¡«Quien hizo la obra la conoce tal como es, así como él la preferiría»! —traduce Telmo.
Unos parpadeos lumínicos cortan de raíz la algarabía.
—No, por favor, ahora no —implora Telmo.
El silencio absoluto precede a la llegada de la absoluta oscuridad.
—¡La reconcha de tu madre! —certifica la voz de Bujalesky.
Complejo Médico Policial Churruca Visca
Buenos Aires (Argentina)
Tras recibir la carta, a Erika no le ha quedado más remedio que ponerle al día de los últimos movimientos de Michelson. Sosteniendo una expresión suiza de aparente neutralidad, Ólafur ha dejado que ella la lea y después le relate la llamada de Ramírez.
—No me fío una mierda de ese hijo de puta, Erika, pero… —Toma aire por la boca—. Pero todo esto me llama la atención —valora en voz queda—. Me llama poderosamente la atención.
—Ordenó que le cortaran la cabeza a Sancho y, aunque no estaba presente, ya era custodio de la hermandad cuando quisieron honrarme con el papel de doncella. ¡¿Y ahora quiere tratar de convencernos de que está de nuestro lado?! ¿Y que para demostrárnoslo nos espera a mí y a Bujalesky en la casa que su padre tenía… no sé dónde mierda? No entiendo nada.
—Ya. A eso me refiero. Hasta donde sabemos, está intentando alcanzar el propósito que no pudo cumplir su padre. Sancho te lo ha corroborado, ¿no es cierto?
—Desconozco los detalles, porque me lo contó muy rápido, pero sí, parece que entre Michelson y el arcángel se cargaron al puto Gran Maestre. Y colorín colorado.
—Ya. ¿Y dónde encaja que posteriormente lo enviara a terminar con Bujalesky y de paso con nosotros? Erika… —El islandés necesita otro respiro—. Hay algo que se nos está escapando en todo esto —sentencia negando con la cabeza.
Erika lo mira compasivamente.
—Ya lo averiguaremos. Ahora, te conviene descansar un poco. Duerme —sugiere al tiempo que baja la persiana.
Antes de caer en un estado hipnótico acunado por las caricias de Erika, Ólafur Olafsson comienza a tejer una hipótesis hecha de teorías poco probables pero no imposibles.
Algún lugar del infierno
Te abrí la puerta
con mis mejores deseos y mi peor sonrisa.
Te cerré la puerta
con mis peores deseos y mi mejor sonrisa.
Te cerré la puerta
y me hice una sopa con sabor a medicinas.
Te abrí la puerta
y se me escaparon volando todas las gallinas.
—Te lo pido por favor, Buja. Cortala de una vez. Cortala, que así no hay nervio que aguante…
—¡Es mi forma de combatir los nervios! —protesta Bujalesky—. ¿O te creés que estar acá atrapado sin ver un carajo es plato de buen gusto?
—¡Pues cantá, la puta que te parió!, ¡cantá, que si me confundo y te quedás manco no volvés a tocar la viola en tu vida!
Cuando se hace el silencio, Telmo retoma la tarea de colocar las letras de Ipse mallet novit a ciegas, dejándose guiar por el tacto como única referencia. Podría hacerlo Bujalesky con la mano izquierda, pero ha declinado intentarlo por estar sometido a mayor carga de estrés. Cuando termina lo repasa.
—Ya está. Yo creo que está correcto —anuncia.
—¿Creés?
—¡Creo, sí, creo!
—Dale, Telmito. Confío en vos. Quedate piola, papá. Lo escribiste sin dejar espacio, ¿verdad?
—Sin espacios.
—Luego, te sobran siete casillas que dejaste sin letras.
—Siete casillas. Una, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete. Y la última sobresale un poco de las demás.
—Apretala.
—¿Estás seguro?
—La puta que te parió…, Telmo, dejate de joder y apretala.
Tres ruidos consecutivos y una pregunta.
—¿Estás bien?
—¡Funcionó! ¡Funcionó! —grita Bujalesky. Ya tengo la mano libre. Voy a meter el brazo hasta el fondo. Acá hay algo. ¡Es una caja!
—Algo se ha abierto ahí arriba, ¿viste? Entra algo de luz. ¡Allá, mirá!
Pero Bujalesky no le quita ojo a la caja ahora que puede distinguir formas.
—Vení, Telmo, vení. Esto es tan tuyo como mío, no quiero abrirla solo.
Este se acerca con cautela. El objeto que sostiene en las manos tiene unas dimensiones de veinte centímetros de largo por diez de ancho. El dantista levanta la tapa con el cuidado de un artificiero.
Examinan el contenido durante unos segundos.
—Ya es nuestra, Telmito, nuestra. ¿Escuchaste? ¡La llave del infierno es nuestra!
—Es tuya y de nadie más —responde el encargado—. Te la ganaste.
Se abrazan. Es breve, pero intenso.
—Dale, vámonos de acá —propone Bujalesky—. Tengo que llamar a la doctora para contárselo. ¡Se va a caer de culo!
Telmo mira hacia arriba. Al final de un respiradero que estaba oculto tras una plancha de metal se distingue un punto de luz. Hasta donde le alcanza la vista calcula más de cien barrotes que hacen de escalera.
—En la loma del orto… que los parió —lamenta Telmo.
—En la Comedia Dante y Virgilio tienen que trepar por el cuerpo de Lucifer para salir del infierno, así que… no es tan malo, che. Vos primero.
Telmo introduce el bastón en la bolsa de deporte y, aunque sobresale el mango, resuelve que no hay riesgo de pérdida. Se la acomoda a la espalda con la bandolera y se escupe en las manos.
—¡Dale! —se anima.
Durante el ascenso, ambos han rivalizado en quejas y protestas. Les duelen las manos y las plantas de los pies, pero el premio que Bujalesky ha metido en el interior de la funda de Dulcinea compensa cualquier inconveniente.
—Hay una rejilla —informa Telmo cuando tiene casi al alcance la salida del infierno.
—Más vale que se abra de este lado, porque yo no vuelvo abajo ni en pedo.
Telmo la empuja.
Salen jadeando. Algunos transeúntes los miran con incredulidad. Se ubican de inmediato.
—¡Era obvio! —juzga Bujalesky alargando infinitamente la primera «O»—. Esto es lo primero que ven Dante y Virgilio cuando consiguen salir del infierno: la montaña del purgatorio.
La insigne estampa del Palacio Barolo se recorta voluptuosa sobre el cielo de Buenos Aires.