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ODIAR ES MUY SANO SI SE ODIA BIEN
Lago Argentino
Provincia de Santa Cruz (Argentina)
Septiembre de 2013
El catamarán navega despacio sorteando los montículos de hielo que flotan a la deriva. La mejoría climática es notable con respecto al día anterior, lo que no saben es que por estos lares, tal y como les sucede a los enfermos terminales, una repentina mejoría no es más que un necrológico preludio.
De exequias va el asunto.
Los dos motores de trescientos caballos emiten un rugido contenido que ha sido el único sonido que se ha escuchado a bordo de la embarcación de recreo desde que han partido del muelle de Michelson, que ahora está sentado con ambas manos sobre el volante y la mirada fija en los obstáculos flotantes. Detrás, Sancho y Erika están apoyados sobre la barandilla, ensimismados en el paisaje austral.
—En esta época del año se producen menos desprendimientos, pero, como podéis comprobar, algunos son de un tamaño considerable —apunta Michelson levantando la voz—. Los que llegan hasta aquí son de la fachada sur del Perito Moreno. Mirad ese.
Ese al que se refiere tiene veinte veces el tamaño del barco, pero su superficie se ha ensuciado con los sedimentos que lo han acompañado desde que se desprendiera del glaciar. Erika está fascinada con otro algo más pequeño, de cuyo interior emana un azul discoteca muy intenso, como si tal atributo luminoso fuera una condecoración de pureza que los diferenciara del resto y quisiera hacer alarde de ello. No tiene buena cara. La piel de los párpados inferiores está notablemente oscurecida, dado que ha invertido muchas horas de sueño en revisar papeles y leer el diario. No le queda duda alguna de que la historia que les ha contado Michelson es cierta, por lo que solo le resta regresar a Buenos Aires y mantener una dilatada charla con Bujalesky. No está enfadada, pero sí decepcionada y durante la duermevela no ha cesado de preguntarse si habrá llegado el momento de escribir konets («fin»).
Y, sin embargo, ahora lo único que ocupa su voluntad es despedirse de un amigo.
—Ahí lo tenéis —anuncia Michelson—. Si quitara el contacto, podríamos escuchar los distintos sonidos del glaciar. Es algo único.
Una pared blanca de sesenta metros de altura emerge imponente sobre la superficie del lago. Sancho se incorpora para tener una mejor perspectiva del espectáculo que les obsequia la naturaleza.
El pelirrojo se frota la barba y la nota más recia y fría de lo normal. No presenta mejor aspecto que Erika, porque, a pesar de que en su fuero interno no teme que se produzca ninguna jugada por parte del ahora patrón de la embarcación, no le ha quitado el ojo de encima mientras él dormitaba en el sofá. Está decidido a custodiar al custodio hasta la sede de la Interpol en Lyon, donde tiene previsto poner punto final a su participación en el caso, justo cuando entregue el bulto al inspector general Makila, con quien todavía no ha sido capaz de comunicarse por problemas de cobertura. Durante el prolongado estado de vigilia ha pensado mucho en Sara, tanto que no tiene ni la más remota idea de qué hacer cuando se reencuentre con ella. A decir verdad, lo único que tiene meridianamente claro y decidido es que le encantaría repetir la jornada sexual que pasó con ella.
Y, sin embargo, ahora lo único que ocupa su voluntad es despedirse de un amigo.
Robert J. Michelson tiene asumido el fracaso y ha accedido a dar la cara frente a las autoridades, al margen de que Sancho no le ha ofrecido más alternativas. Resulta paradójico, pero siente que se ha liberado de una carga que nunca fue capaz de transportar y, por primera vez en mucho tiempo, tiene la sensación de que su destino le pertenece.
Sin embargo, está equivocado.
Le pertenece a uno de sus pasajeros.
Villa 31
Buenos Aires (Argentina)
Sabe dónde vive, pero no va a ir a su casa a buscarlo. Lo conoce bien y, tras el descalabro del día anterior, Bujalesky habrá buscado consuelo en el que ha sido su refugio los últimos años. Ahora no puede permitirle que abandone. No, estando tan cerca de lograr su propósito.
Telmo encuentra algún reparo en adentrarse por aquellas callejuelas, ha estado en lugares bastante más peligrosos, pero sabe que su apariencia —un hombre de avanzada edad que necesita un bastón para caminar— puede invitar a más de uno a pensar que es presa fácil para sacar algunos pesos y lo último que quiere este domingo soleado de primavera son problemas. Todavía no es mediodía, pero el local donde se reúnen tiene actividad perpetua a lo largo de todo el fin de semana. Fuera ya están quemando sacos de carbón para el asado y el ambiente festivo que reina en el lugar es un claro indicativo de que el presente es el tiempo verbal que mejor conjuga con la miseria.
Ya sabe que lo ha encontrado antes de entrar.
Soy como Diego, luzco su dorsal
solo porque termina en cero y
cero termina como empieza odiar.
Odio de local y visitante
y en mi escudo leen mis rivales:
«Odiar mucho no es odiar bastante».
Odian los nobles y los burgueses,
la mano de Dios, el gol del siglo,
así cagamos a los ingleses.
Odié hace mil años y odié recién.
Odiar es muy sano si se odia bien.
Su público se cuenta con los dedos de una mano, pero el aforo no parece importarle estando, como está, entregado por completo a la canción. Está sentado en un silla de la que parece que se va a caer en el siguiente acorde. La causa de su vaivén está a sus pies: una botella de vino que, por muy optimista que se sea, se ve mucho más medio vacía que medio llena.
Odio tanto a esos entrenadores
que no supieron sacar partido
de mi odio hacia otros jugadores.
A Bilardo por causas naturales,
mi gloria me la afanó Caniggia,
lo narró Víctor Hugo Morales.
Pero no le guardo ningún rencor,
que nos sacó campeones del mundo
y todo ese odio se volvió amor.
Odiando me entrego al cien por cien.
Odiar es muy sano si se odia bien.
Se arma de paciencia, sabe que el tema es largo y que no le conviene interrumpirle. Está cantando más fuerte de lo habitual y sus cuerdas vocales parecen estar dando sus últimos coletazos. Cuando escucha la última estrofa, se aproxima componiendo un gesto que ya no tiene que ensayar con él.
Hasta acá llega mi cantinela,
las metáforas futboleras son
solo para que vos lo entendieras.
Porque si hay algo que odio de veras
es que yo te la ponga perfecta
y como un boludo la tires fuera.
Y sí, yo también odio el balompié.
Odiar es muy sano si se odia bien.
Odiar es muy sano si se odia bien.
Odiar es muy sano si se odia bien.
Los aplausos se mezclan con los silbidos, pero Bujalesky no levanta la cabeza, levanta la botella. Un bastón le impide que complete el recorrido. Le cuesta enfocar.
—La puta que te reparió, Telmito. ¿Cómo carajo me encontraste? —pregunta vagaroso. Vocaliza mejor cantando que hablando.
—Preguntando por el Ruso.
—El Ruso, ese soy yo. Exacto. Acá estoy, de vuelta en casita, así que andá pegando la vuelta y volvete por donde viniste.
—Eso estaba pensando, pero vos vas a venir conmigo.
Bujalesky trata de reírse, pero emite un chillido que bien podría haber salido del morro de un delfín.
—Dale, Buji, no me hinchés las bolas. Vení conmigo…
—Cuando termine con mi repertorio y los bises.
—Para entonces estarás tan chupado que no vas a saber ni quién mierda sos.
—Capaz que así suba esas malditas escaleras —bromea con amargura.
A Telmo se le ilumina la cara.
Lago Argentino
Provincia de Santa Cruz (Argentina)
Han fondeado en el embarcadero que utilizan las excursiones programadas que parten a diario desde El Calafate vía Punta Bandera para realizar una caminata sobre las crestas de hielo del Perito Moreno. En cuanto termina la maniobra de amarre, Michelson otea el horizonte y aprieta los labios. Por el oeste avanza una masa oscura nada halagüeña.
—No me gusta —califica el inglés—. Tiene pinta de que se va a poner muy feo y me llama poderosamente la atención que, siendo domingo, esto no esté ya plagado de turistas. Solo veo a los guías —indica.
Sancho le traslada la observación a Erika elevando sus pobladas cejas cobrizas.
—Preguntemos a los que saben —resuelve ella.
En efecto, los que saben les informan de que se está aproximando una ventisca y que Prefectura Naval Argentina ha prohibido la navegación por el lago a partir de las trece horas. Las agencias han cancelado las excursiones de la caminata por el glaciar.
—Tenemos más de una hora. Solo necesito veinte minutos —dice ella en un tono que no deja espacio a la objeción.
—Y unos crampones —añade Michelson—, porque por allí arriba no se puede avanzar un metro sin el calzado de púas. Ellos tienen. Mi idea era alquilárselos, pero se están marchando ya.
—Entonces se los compraremos —sentencia Erika.
—No sé si…
—¿Cuántos dólares llevas encima? —le pregunta Sancho.
Los que saben les han sacado seiscientos dólares por tres pares cuyo valor, cuando los compraron hace más de diez años, no alcanzaba los cien. Tienen la certeza de que les han timado porque han incluido un piolet de regalo en la transacción.
—¿Cómo coño se ajusta esto? —maldice Sancho. Erika se arrodilla para ayudarle.
—Tú te quedas —le dice ella a Michelson desde el suelo—. No creo que Ólafur te incluyera en su listado de invitados.
—Lo comprendo —asume este—. Aunque podías haberlo dicho antes, me habría ahorrado doscientos dólares.
—Todavía estás a tiempo de intentar que te devuelvan el dinero —interviene Sancho con sorna—. Ahora, dame las llaves del yate de papá.
El inglés chasquea la lengua antes de meterse la mano en el bolsillo del anorak.
—Y quédate donde pueda verte, ¿de acuerdo? Si me jodes la despedida del islandés, voy a bajar de muy mal humor y no te conviene, pensando en el largo viaje que tenemos por delante tú y yo.
Erika ya ha empezado a caminar en dirección a la rampa de hielo por la que se accede a la aterida epidermis del Perito Moreno. Sancho se esfuerza por acortar la distancia, pero le cuesta acostumbrarse a los acoples metálicos que sehunden en el firme cristalino. Hay algún tramo más escarpado, pero la ascensión no presenta mayor dificultad que la que conlleva mantener el equilibrio. Sobre el glaciar, el viento sopla con discontinua intensidad, propinando bofetones helados a los dos únicos expedicionarios, que ahora permanecen inmóviles. Sus retinas tardan en compilar la extrema belleza que les rodea.
Síndrome de Stendhal congelado en el tiempo.
El paisaje, tan caprichoso y desafiante como apacible, ha sido moldeado durante siglos por la acción erosiva de los elementos, conformando las arrugas y cicatrices que embellecen el rostro de ese inabarcable ser vivo de hielo. Un ser que se manifiesta en chasquidos cortos y crujidos prolongados que invitan a ser escuchados.
—Erika, yo me quedaría aquí dos vidas, pero tenemos que movernos —dice Sancho inclinando la cabeza hacia su derecha, de donde proviene la amenaza atmosférica. A la bóveda celeste le falta muy poco para dejar de serlo, pero el sol todavía luce impoluto en lo alto.
Antes de reanudar la marcha, Sancho se vuelve hacia el muelle. Está más lejos de lo que había sospechado, pero identifica perfectamente la figura de Michelson a pocos metros del barco sosteniendo en su mano derecha el piolet que han olvidado incluir en su escalada. Él también los está mirando.
—Hay que joderse —murmura.
No tienen que adentrarse demasiado para descubrir las primeras grietas. Erika se arrodilla para comprobar la profundidad de una de ellas. El azul fluorescente se va oscureciendo en la medida en la que la vista desciende buscando un final que no se atisba.
—Este es el lugar —sentencia Erika acariciando la inmaculada y lisa piel del glaciar. Sancho no la ha oído, las ráfagas de aire hablan más alto que ella; sin embargo, sabe interpretar correctamente la situación y adopta la misma postura. Ella suspira al despojarse de la mochila en cuyo interior porta la urna cineraria. La extrae y la sostiene en su regazo con las dos manos.
Parece un termo común de acero inoxidable.
Michelson se muestra inquieto por la inminente llegada de la ventisca. Camina en círculos confiando en que no se demoren en exceso o van a tener un regreso muy accidentado. El viento ya agita las aguas del lago, que repentinamente se han tornado de un color castaño mate que le recuerda la tonalidad de las crines de Xellos.
Su visión periférica le advierte de un movimiento cercano.
Se gira y enfoca. Una silueta se superpone al perfil de la embarcación.
Una estatua de mármol.
Una estatua de mármol viviente.
Una estatua de mármol viviente que avanza hacia él.
Gabriel se ha tomado el tiempo que ha necesitado para sobreponerse a la irritación que le han provocado el ruido de los motores y el fuerte olor a combustible que reinaba en aquel cuartucho en el que se ha escondido durante la travesía. Porque, en ocasiones, por muy bien que estén diseñados los planes, las circunstancias inesperadas obligan a readaptarlos.
Solo contaba con el nombre de la población que tenía que rastrear para dar con Michelson, aunque ese era el cometido de Teseus, su sabueso virtual. Le quitó la correa en la cafetería del edificio de la municipalidad de El Calafate para que pudiera corretear a través de los puertos de la red wifi a la que se conectaban los equipos informáticos de los funcionarios pertenecientes a la Subsecretaría de Planeamiento y Urbanismo. Una vez dentro, bastaba con especificar el olor correcto que Teseus debía seguir: la base de datos de consulta del catastro provincial. Obtener una clave de usuario no le llevó más de dos minutos, algo menos que realizar una copia del maestro. La consulta con el apellido del propietario obtuvo un único resultado: una finca adquirida en 1931 por Matthew J. Michelson a orillas del brazo Rico del lago Argentino, muy cerca de la frontera con Chile. Tras estudiar el área topográficamente, resolvió que la dificultad no iba a radicar en cómo llegar, sino en cómo salir. Aquel iba a ser su último trabajo antes de regresar a la paz que tanto ansiaba disfrutar. No había un mínimo margen para el error, por lo que eliminó la ansiedad de la ecuación. En El Calafate encontró todo el equipamiento que necesitaba para realizar los sesenta y cuatro kilómetros de ruta a pie hasta el punto de destino y los cuarenta y nueve que la separaban del refugio Vértice Dickson, ya en Chile, a través de los desfiladeros del macizo Paine. Una vez allí, sabría exprimir las condiciones del terreno para desaparecer.
Lo que no había previsto en absoluto era que la mujer del pelo rojo y el policía de barba cobriza se anticiparan a su llegada. Sabe perfectamente quiénes son y qué propósitos tienen. No los considera enemigos, pero sí obstáculos que dificultan su labor. No tiene que eliminarlos, a no ser que no encuentre la manera de esquivarlos. Por ello no ha intervenido en la casa de Michelson, ha aguardado a ver qué hacían y, en cuanto ha entendido que iban a hacer uso de la embarcación, se las ha arreglado para colarse dentro sin que se percataran de su presencia. Cuando ha salido del cuarto de motores los ha observado desde la diminuta ventana del único camarote y al perderlos de vista ha resuelto que ha llegado la hora de finiquitar la tarea.
Cuarenta y dos metros le separan de lograrlo.
Robert J. Michelson ha gastado un par de segundos en reaccionar y otros tres en tomar una decisión, lo cual resulta a todas luces excesivo en tanto en cuanto su vida depende de ello. Aunque nunca la ha visto en persona, sabe que se trata de Gabriel, arcángel mayor de la Congregación. También intuye cuál es su propósito y conoce sus destrezas. Esto último le ayuda a no invertir ni una centésima en valorar si debe o no enfrentarse a ella.
Ahora bien, antes de dar la orden a su cerebro de correr y gritar para llamar la atención de Sancho y Erika, la distancia se ha recortado ocho metros.
El temblor que se ha apoderado de sus manos le ha dificultado enormemente abrir la urna. Sancho le ha pasado el brazo por el hombro y la sostiene contra su cuerpo con firmeza. Ella aprieta con fuerza los párpados. Quiere recuperar esa expresión que llenaba el rostro del islandés al regresar de sus largos paseos matutinos con Karatu, exhausto pero radiante, purgado, lleno de vida; necesita recordar el semblante adusto que adoptaba durante las profundas conversaciones sobre asuntos existenciales; sus contadas pero sonoras carcajadas, lo que sea que borre la última imagen que guarda de él: aterrado.
Sancho carraspea.
—Amigo mío, estés donde estés, seguro que te encuentras mejor que encerrado en un cuerpo con restricciones. Has colaborado a hacer de este mundo un lugar más habitable, así que espero que ahora lo estés celebrando como se merece. Nosotros estamos terminando de dar los últimos pespuntes en este asunto que nos ha traído hasta aquí, pero surgirán otros, bien lo sabes tú. Por tanto, compañero, en la medida en la que puedas, échanos una mano, joder, que nos va a hacer falta.
El pelirrojo hace una pausa.
—Te vamos a extrañar. Formas parte de nosotros. Te llevamos dentro. Disfruta de tu descanso, cabronazo.
Sus palabras han ayudado a Erika a reconstruir decenas de situaciones vividas con Ólafur que aparecen como fogonazos en su memoria. Llena los pulmones antes de inclinar lentamente la urna. En la medida en la que el polvo oscuro se va perdiendo en ese azul insondable, siente que una parte de ella se está vaciando y que ese hueco no puede ocuparlo más que con tristeza. La condenada tristeza. Estira el brazo y deja que las últimas cenizas caigan sobre su mano.
—Un lugar muy muy frío —musita—. Hasta pronto, Ólafur.
Una ráfaga de viento helado frustra el nacimiento de una lágrima.
Sancho se incorpora y aprovecha el impulso para tirar de ella.
—Tenemos que regresar ya.
Erika se fija en que se han apagado los riachuelos azulados que discurrían por la superficie del glaciar justo en el instante en el que un denso manto de aguanieve los engulle.
Robert J. Michelson solo tiene un objetivo: alcanzar urgentemente el manto helado que cubre la rampa de ascenso al glaciar. Durante los segundos que ha examinado a la estatua, su cerebro ha registrado que no calza crampones y él sí, por lo que deposita todas sus esperanzas en esa ventaja competitiva. Mientras corre levantando las rodillas tanto como puede para evitar que la suela de púas le haga tropezar, gira la cabeza. No les separan más de veinte metros.
Bracea desesperado.
Cuatro zancadas más.
Grita.
Sancho frunce el ceño.
—¿Has oído?
Erika niega con la cabeza escondida entre los hombros y la mirada clavada en las botas. Avanzan en bloque hundiendo con ímpetu los clavos en el hielo para ofrecer mayor resistencia a las embestidas del viento.
—Algo pasa —intuye el pelirrojo.
Pasa la mano por dentro del chaleco térmico sin dejar de correr. Gabriel toma contacto con el acero de uno de los dos cuchillos tipo Bowie que ha adquirido en El Calafate. Siente verdadera atracción por esta clase de arma. La robustez en el tajo combinada con la eficacia de la incisión es incomparable gracias a la concavidad que se dibuja en su perfil romo cuando se acerca a la punta. Al más pequeño, de doce centímetros de hoja, le ha desatornillado la espiga del mango para no lastrar la trayectoria y evitar la rotación durante el vuelo. Damocles le enseñó a lanzar usando el agarre de pellizco: el filo hacia el interior pero sin rozar la palma. El pulgar es el gatillo y el índice la mirilla.
Michelson ha alcanzado la rampa, tiene que frenarlo de inmediato.
Se detiene. Acertar a un blanco en movimiento no admite errores de cálculo. Se concede unas décimas. Rango corto, recorrido ascendente, velocidad media. Coloca los pies en paralelo apuntando al objetivo. Eleva el brazo por encima de la cabeza y en paralelo a la columna vertebral. El antebrazo dibuja un ángulo recto a la altura de la cabeza.
Respiración, latido, gatillo.
Visualiza el impacto antes de adelantar la pierna izquierda para equilibrar la sacudida del brazo e inclina el cuerpo hacia delante para transferir la energía que precisa desde los músculos de la espalda hasta la muñeca. No requiere fuerza, solo precisión. El movimiento es fugaz.
Suelta el pulgar y con el dedo índice señala la dirección que ha de seguir el cuchillo.
Lo primero que ha notado Michelson es un golpe en la parte posterior del muslo que le ha hecho perder el paso. Pero, inmediatamente, los nervios nociceptores detectan el daño severo producido en el tejido y emiten una alarma proporcional a la herida que se transmite por la médula espinal hasta el lóbulo parietal a través de la red periférica. La notificación acaba de llegar a la corteza cerebral, la parte encargada de tomar una decisión ante la anomalía. Las órdenes son concisas.
Detener toda actividad física.
Examinar zona afectada.
Valorar opciones.
Actuar.
Esta vez el alarido lo han escuchado ambos. No es una mera llamada de auxilio, es producto del dolor liberado por la boca.
—¡Viene de abajo! —identifica Sancho, que suelta bruscamente a Erika para empuñar la Tokarev.
—La bajada tiene que estar por allí —señala Erika con dificultad.
Miles de agujas invisibles se clavan en su rostro. La hostilidad del entorno se manifiesta acústicamente con un silbido grave, perpetuo.
—¡¿Estás segura?!
—¡Mierda, no! No estoy segura.
Palacio Barolo. Avenida de Mayo, 1370
Buenos Aires (Argentina)
Un latido cerca de la oreja es la primera señal que percibe. El instinto le hace llevarse la mano a esa zona. La sospecha nace cuando las yemas de sus dedos perciben la viscosidad y muere cuando la vista la convierte en hecho irrefutable. Tiene una brecha en la cabeza. Le gustaría saber cómo se ha producido, pero el sumario se ve interrumpido cuando empieza a percatarse de dónde se encuentra.
—La puta madre, Telmito…, decime que no estoy soñando —balbucea.
El rostro jovial de Telmo a un palmo del suyo elimina esa posibilidad.
Está en el faro.
—Tengo recuerdos difusos.
—Difusos dice el forro… Subiste en pedo, sin saber dónde estabas, como un pendejo en una fiesta de egresados.
—Y me caí, ¿no es cierto?
El sudor que empapa la frente del encargado del Barolo le narra lo ocurrido.
Cuando llegaron al edificio, su nivel de ebriedad le hacía bascular entre lo lastimoso y lo flébil, un estado que hacía peligrar el plan de Telmo, dado que no era capaz de mantenerse erguido. Un café con sal le ayudó a que aligerara el contingente alcohólico que esperaba en el estómago a que llegara su turno para repartirse por el torrente sanguíneo. Minutos después, cuando recuperó la verticalidad, que no la conciencia, cargó con Dulcinea y tiró de él como malamente pudo escaleras arriba. A mitad de trayecto, la parte consciente de Bujalesky debió de percatarse de la tesitura y tomó el mando amenazando el éxito de la operación. Telmo no encontró otra alternativa que ponerse a la altura de las circunstancias golpeándole con el bastón.
El cuerpo del dantista era una letra del alfabeto chino sobre fondo amarillo.
Por fortuna, la envergadura y la estrechez del paso se aliaron para impedir que deshiciera el camino rodando. Asiéndole por las axilas, se gestó el vigoroso alarde de Telmo tirando de él y de su jumera hasta la cima intercalando un descanso cada tres peldaños.
—Te la bancaste vos solito —tergiversa el encargado.
—¿De verdad que estoy en el paraíso? —se cuestiona tras incorporarse.
—Tal cual, amigo, tal cual.
Glaciar Perito Moreno
Provincia de Santa Cruz (Argentina)
Logra arrastrarse ayudándose del piolet al tiempo que empuja con la pierna de la que no le sobresalen cuatro centímetros de hoja y seis de espiga de acero. El reguero de sangre no es muy abundante, por lo que Gabriel colige que no ha alcanzado ningún vaso principal. Ahora la dificultad radica en llegar hasta su presa. En su equipamiento no ha incluido el calzado adecuado, no podía preverlo, por lo que avanza a gatas bajando al máximo su centro de gravedad para evitar que la fuerza del viento, que sopla furioso de costado, le haga perder el equilibrio sobre esa pista deslizante.
Michelson se retuerce para girarse y comprobar que apenas le separan unos metros del arcángel. El agotamiento, la desesperación y el dolor pelean por ser el rasgo facial dominante.
Sancho y Erika se han parapetado tras una formación de hielo que se erige orgullosa sobre un azotado mar teñido de color plata. No saben qué es más pernicioso, si el constante impacto de las partículas de agua congelada en la cara, la fuerza de las ráfagas de viento o el aullido incesante que parece querer taladrarles los tímpanos.
—¡Ya hemos caminado más distancia de la que hemos recorrido al venir! —señala Erika acertadamente.
—Yo, en este momento, no tengo ni puta idea de dónde estamos y menos de adónde ir. Tenemos que quedarnos aquí hasta que cese la ventisca o podríamos caer en alguna de esas grietas.
—Pero… ¿y Michelson?
Sancho se encoge de hombros, no se sabe si por el frío o por no encontrar una respuesta a la pregunta.
El pánico ha devorado el dolor de la pierna. Sigue sin poder valerse de ella, pero ese problema ya no está en su ranking de preocupaciones. Ahora que ha alcanzado la cresta de la rampa, solo le interesa ponerse en pie sobre el glaciar y poner hielo de por medio. Lo logra al tercer intento. Ante él una inhóspita incertidumbre; tras él la muerte certera. Jadea. Tiene la boca abierta para aumentar la ingesta de oxígeno, dado el elevado consumo que requiere su organismo. La nieve le tapiza el paladar obligándole a bajar la cabeza. Prueba a apoyar el pie izquierdo, pero un latigazo que le recorre la columna le hace cambiar de opinión. En esas condiciones sabe que no va a poder escapar, necesita otra solución y la tiene en la mano. Solo debe aprovechar el único momento de ventaja que le va a regalar su enemigo. Se vuelve justo en el instante en el que ve aparecer las rastas de Gabriel.
Empuña con fuerza el piolet y se deja caer sobre su objetivo.
—¡Allí! —señala Sancho—. ¿Lo ves?
Una mancha roja difuminada ha aparecido de la nada a unos sesenta metros a su derecha.
—¡Es el polar de Michelson! ¡¿Pero qué coño hace?! ¿Por qué se tira al suelo?
—¡Alguien le persigue!
—¡Mierda, mierda, mierda!
—¡Hay que joderse! ¡Tú quédate aquí!
—¡No!
—Erika, ¡escúchame! ¡Ahí dentro —le grita golpeando la mochila que porta a la espalda— está la única documentación que nos puede servir! ¡Si no conseguimos entregarla a la Interpol, todo esto no habrá servido de nada! ¡Aquí tienes la llave y mi móvil! —le dice guardándoselos en el bolsillo exterior de la bolsa—. ¡Vete al barco y espérame diez minutos! ¡Si no llego, llama a Makila en cuanto puedas! ¿De acuerdo?
El abrazo es una colisión de cuerpos.
Gabriel ha leído las intenciones de su presa antes incluso de que se gestaran en el cerebro de Michelson. Gira trescientos sesenta grados sobre su espalda para esquivar la punta de la herramienta. El fallo toma cuerpo en las decenas de esquirlas de hielo que saltan por los aires. El arcángel intuye que ponerse en pie es incompatible con su falta de adherencia sumada a la furia de elementos, por lo que saca el cuchillo que le queda y repta ágil transportándolo entre los dientes hasta alcanzar a su objetivo, que sigue boca abajo. Conquista su espalda cómodamente y clava la bandera en el hombro del brazo con el que aún se aferra al piolet. En la nuca se dibuja una diana.
Pero algo le hace cambiar de idea.
Su primer propósito no es otro que mantenerse sobre sus pies. Los envites le llegan por el costado derecho impidiéndole describir una línea recta hasta su destino. El pelirrojo camina encorvado, con la barbilla pegada al pecho y levantando la cabeza cada pocos pasos solo para comprobar que no se desvía.
Le toca mirar.
Lo que captan sus retinas le obliga a detenerse.
Gabriel le arrebata el piolet con suma facilidad. Está malherido y completamente exhausto. Entre sus muslos nota cómo el torso del último custodio que le queda por ajusticiar se hincha y deshincha con notable precipitación.
Él es quien lo organizó todo.
Él es el causante de la debacle.
Él es el más traidor entre los traidores.
Tiene que verle la cara para conectar con él. Necesita hacerlo, pero para ello tiene que darle la vuelta y, aunque no representa ninguna amenaza, no deja de ser un saco de carne. Un fardo pesado. Le golpea violentamente en las costillas con la parte de la pala provocando un crujido que se anticipa al gemido lastimoso de Michelson. Logra que ahueque el cuerpo para ocupar ese espacio con la rodilla y poder voltearlo. Lo consigue sin tener que soltar el instrumento de alpinismo. En la maniobra, la hoja del cuchillo que tiene clavada en el muslo ha hecho palanca contra el suelo desgarrando el bíceps femoral de Michelson; la del hombro ha topado con la clavícula. De su boca se escapa un bramido.
El arcángel se asegura de enviar un último mensaje escrito en la fina red de vasos capilares incandescentes que rezuman furor.
Sancho se encuentra a una distancia incierta, desde la cual, en esas condiciones atmosféricas y con un arma fabricada hace casi un siglo, intuye que lo más probable es que erre el blanco. Así y todo, pone rodilla en tierra y empuña la Tokarev TT-30 a dos manos. Tiene que hacer fuerza con sus músculos abdominales para contener el continuo vaivén de su tren superior.
No consigue fijar el blanco, pero tiene que disparar.
Debe hacerlo en ese mismo instante.
Aprieta el gatillo.
Por el sonido sabe que no va a ser necesario hacerlo de nuevo.
Erika ha seguido el farragoso caminar de Sancho hasta que lo ha perdido de vista engullido por la ventisca. Haciendo oídos sordos a la recomendación del pelirrojo, no ha esperado a que amaine y tampoco piensa dejarlo allí abandonado. Avanza clavando las púas de los crampones como si estuviera pisoteando cucarachas, cuando escucha la detonación.
Porque eso es justo lo que ha hecho el cartucho de 9 milímetros de la Tokarev TT-30: detonar en vez de deflagrar. Sucede cuando se usa munición antigua. Se degrada y provoca que el propelente aumente de manera considerable su velocidad de quemado y que se produzca una sobrepresión que desemboca en el estallido de la vaina antes de salir del cañón.
Sancho, todavía de rodillas, sostiene incrédulo el arma de fabricación rusa en la mano. Erika sigue la mirada de Sancho y se topa con la escena. El arcángel está a unos quince metros de distancia sentada a horcajadas sobre el cuerpo de Michelson. Desde donde está no puede apreciar si está vivo o muerto. Es evidente que ella también ha oído el fallido disparo de Sancho, porque el pelirrojo ha conseguido ganarse toda su atención.
Por el momento.
Lo que sucede a continuación se graba en su memoria en alta definición. El arcángel vuelve a centrarse en Michelson, que, inerme, proyecta el brazo hacia arriba, tratando torpemente de apartar a su jinete. Gabriel agarra la cabeza del piolet con las dos manos, lo pega contra su pecho y arquea la espalda hacia atrás. Erika intuye lo que va a pasar a continuación, también es consciente de que nada puede hacer por evitarlo. Como si se hubiera soltado un resorte invisible, el cuerpo del arcángel se inclina violentamente hacia delante y la aguzada punta que remata el mango desaparece en el anorak rojo. Michelson pasa de inerme a inerte en un abrir y cerrar de ojos.
Desde su posición parece que sus caras están pegadas, como dos enamorados a punto de juntar sus labios.
La imagen se congela.
En realidad no. No está congelada, porque, aún conmocionada, detecta una silueta que sí se mueve. Y lo hace rápido a pesar de que Erika lo está registrando en cámara lenta. Bracea poderosamente y da zancadas cortas pero firmes en dirección a la pareja de enamorados. El arcángel se yergue y se vuelve hacia la silueta que avanza. La punta y la pala del piolet apenas asoman del cuerpo sin vida de Michelson. Calcula tres o cuatro segundos de margen para extraer el Bowie del hombro y hacer frente a la amenaza barbuda, pero no cuenta con un detalle: el mango está enterrado bajo un pesado saco de carne.
Sancho ralentiza el paso en los últimos apoyos con el fin de abalanzarse sobre el arcángel, a quien, incapaz de asir el cuchillo, solo le ha dado tiempo a prepararse para recibir la carga.
El placaje del pelirrojo es claramente ilegal, por encima de los hombros. Tarjeta roja y de tres a cinco partidos de sanción.
Ambos salen del plano por unos instantes, pero enseguida los localiza deslizándose por la placa de hielo mientras se golpean con torpeza utilizando cualquier parte dura de su cuerpo. Cuando se frenan, la lucha se recrudece. Un codazo de Sancho en la mandíbula obtiene inmediata respuesta en forma de cabezazo en la ceja izquierda.
Erika reacciona. Tiene un plan, solo espera que le dé tiempo a llegar. Avanza sin quitar ojo de los luchadores.
De repente y de modo incomprensible, los dos se detienen. Paralizados por completo. Inmóviles. Si no fuera por el vaho que sale de sus bocas, diría que su cerebro le está jugando una mala pasada.
En el siguiente pestañeo han desaparecido. Simplemente no están donde estaban. No pueden haber salido de su campo de visión. Algo se le ha escapado.
Hasta que no se acerca, no es capaz de comprender lo que acaba de suceder: el hielo se los ha tragado.