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ATRAPADO
Palacio Barolo. Avenida de Mayo, 1370
Buenos Aires (Argentina)
Septiembre de 2013
Bujalesky cierra los ojos y recita las estrofas del mapa correspondientes al paraíso bajo la atenta mirada de Telmo.
¡Sed bienvenidos, los inmaculados!
Como iguales que sois os respetamos,
si ya estáis libres de vuestros pecados.
Sobre vuestras cabezas nos hayamos,
las señales son brillantes deidades,
las guardianas de lo que siempre amamos.
Las mentiras son como las verdades,
no resulta posible distinguir
la luna del sol en las vanidades.
A las nueve esferas debéis subir,
mas angosta y escarpada es la ruta.
Solo la fe mata el miedo a morir.
En el Empíreo, la última disputa.
Cuatro cimas, dos visibles, dos no,
solamente hay una que la disfruta.
Perderéis por completo la razón
si no lográis vencer al vigilante.
El alma prosigue, no el armazón.
Responded ante él, mi semejante,
y os llevará hasta el tesoro que anheláis.
¿Quién descansa junto al más importante?
—Parece que ese verso que dice Solo la fe mata el miedo a morir fue escrito para vos, ¿viste? —considera el encargado—. Pero en vez de «fe» debería decir «vino».
El dantista hace caso omiso al comentario jocoso, ocupado en examinar concienzudamente el mecanismo del faro.
—Nunca me explicaste qué quiere decir Minos con eso de que Las mentiras son como las verdades, no resulta posible distinguir la luna del sol en las vanidades.
—¡Qué tipo pelotudo que sos! Mil veces, te lo expliqué mil veces. Viene a corroborar eso que siempre dije sobre el juego de sombras de la masonería. Ocultar lo que les interesa a través de mentiras o, mejor todavía, con otras verdades.
—Dale, entonces… el juego consiste en diferenciar qué es verdad y qué es mentira, ¿no?
—Decís que revisaste bien todo esto, ¿sí?
—Mil veces —contesta el encargado con la misma moneda—. Lo revisé mil veces. Ahí adentro no hay nada.
—Igual que en tu testera.
Telmo acera el semblante.
—La llave del purgatorio tiene que encajar en algún sitio. Perderéis por completo la razón si no lográis vencer al vigilante —cita Bujalesky para sí—. El vigilante es el faro, el ojo que todo lo ve. No puede ser de otra forma. Tiene que haber un artilugio que funcione con esto —asevera sujetando la llave entre sus dedos.
—No contestaste a mi pregunta.
—¿Qué pregunta? —dice pasando la yema del índice por las letras de la empresa que firma la óptica y el sistema—. Salmoiraghi —susurra.
—La que te hice recién, che: ¿qué es verdad y qué es mentira?
—Es verdad que todos vamos a morir y mentira que los puros vayan al cielo y los impíos al infierno.
—Ya se me están hinchando las pelotas, Bujita. Te juro que me están entrando ganas de cagarte a trompadas acá nomás.
—¡¿Y ahora qué carajo te picó?! Estoy intentando pensar, ¿podés entender eso?
—¡Y yo de darte una mano!
—Entonces la mejor forma de hacerlo es cerrando el ojete. Necesito silencio para poder concentrarme, ¿entendés? —exige elevando el tono y gesticulando con las manos—. Regalame un poquito de silencio, por favor.
—Por supuesto.
Telmo pone el pie en el primer peldaño.
—¡Espera! ¡¿Qué hacés?!
—Regalarte todo el silencio del mundo. De noche no se escucha ni un ruidito desde acá. Bajá cuando te cansés de oír tu voz.
—¿Me estás jodiendo, Telmito? Dale, amigo, no es momento para armar una pelamesa. Ya sabés que yo solo no…
—Bancátela vos solito, pelotudo de mierda.
—¡Esperá un cachito! ¡Dale!
En la ancha espalda del encargado de mantenimiento está escrita su respuesta.
Glaciar Perito Moreno
Provincia de Santa Cruz (Argentina)
El boquete se ha abierto tras ceder al peso de los cuerpos de Sancho y del arcángel. El corazón le golpea en el pecho cuando se acerca a gatas al borde de la grieta y examina el interior. Le falta el aire por la fatiga y durante unos instantes trata de recuperar el aliento ensimismada en la oquedad que profundiza en el glaciar. Parece una herida abierta sin posibilidad de cicatrización, pero en realidad es una suerte de tobogán que se pierde en el interior del glaciar. La buena noticia es que la ventisca está remitiendo; sin embargo, ese detalle carece de importancia para ella.
Erika reacciona y lo llama a voces, desesperada, mientras recorre la linde que la separa del abismo en busca de una perspectiva distinta, más favorable, que no obtiene.
—¡Mierda, mierda, mierda! ¡¡Sancho!! —repite sin suerte.
No sabe qué hacer. El aire se vuelve más denso y sus pulmones no lo digieren bien. Tiene que cortarlo en trozos pequeños, inhalaciones y exhalaciones cortas, como una parturienta. No es consciente de ello, pero tiene las uñas clavadas en el hielo y, aunque lo sigue llamando por su nombre, la intensidad de la voz ha ido disminuyendo en la medida que ha ido tomando conciencia de la situación: dramática hasta el extremo. Tesitura a la que preferiría no enfrentarse y quizá por eso levanta la cabeza y otea el horizonte. A pocos metros se topa con el cuerpo de Michelson sobre un colchón carmesí. Su cerebro empieza a fabricar una idea; estúpida, seguramente, pero necesita hacer algo más que gritar.
Erika se levanta y camina sin tener que encorvarse, dado que el viento ya no ejerce una oposición tan firme. Se detiene a escasos centímetros de Michelson, que tiene la boca muy abierta y la mirada fija en algún punto mejor, como si algo de él hubiera logrado escapar a través de sus ojos, ahora cubiertos por esa capa de barniz que deja la muerte como tarjeta de visita. Enseguida su atención se desvía hacia el objeto que ha pensado que le podría servir de ayuda a Sancho allí abajo. Está decidida a hacerlo. Coloca una pierna a cada lado del tórax orientándose hacia las botas para no tener que volver a enfrentarse con el rostro de Michelson y se asegura de que los crampones la sujetan bien firmes. Toma aire por la boca. Baja la cabeza y comprueba que el piolet sobresale lo suficiente como para poder asirlo por el mango con ambas manos. Al hacerlo nota que las palmas se recubren de una sustancia glutinosa.
—¡Mierda, mierda, mierda!
El estómago protesta y tiene que hacer un gran esfuerzo para no vomitar sobre el cadáver. Aprieta los párpados y se concentra para tirar. Al hacerlo suena como el trinchado de un pavo relleno, lo cual resulta suficiente para terminar cediendo a los deseos de su organismo. Una arcada anuncia la expulsión espasmódica de los ácidos estomacales. Para su desgracia, no ha conseguido liberar la herramienta por completo, por lo que, sin moverse, realiza un nuevo intento con el que consigue extraerla del todo.
Y vaciarse del todo.
Arroja a un lado el piolet y se aleja unos metros. Necesita quitarse el repugnante sabor que le tapiza el paladar. Pisotea el hielo y se agacha para agarrar los pedazos más generosos, pero tiene las manos impregnadas de sangre y decide hacerlo directamente con los dientes. Acto seguido restriega las palmas contra la superficie del glaciar hasta que el dolor le hace saber que ya es suficiente. Cuando recobra el control, toma el piolet, se acerca a la fractura y lo deja caer por el tobogán. Acompaña el recorrido del utensilio hasta que lo pierde de vista y algo después escucha un leve pero esperanzador sonido metálico.
—Voy a por ayuda, ¡¿me oyes, Sancho?! ¡Te sacarán de ahí, te lo prometo! ¡Aguanta!
Sin regalarse un minuto de descanso, Erika emprende la siguiente tarea. Agarra a Michelson por los tobillos y lo arrastra muy despacio hacia una de las primeras grietas que vio con Sancho. No puede estar muy lejos. Y no lo está, pero el esfuerzo le lleva casi media hora.
Esta vez no hay despedidas.
No tiene tiempo.
Ni ganas.
Palacio Barolo. Avenida de Mayo, 1370
Buenos Aires (Argentina)
Ha pasado por varios estados anímicos: incredulidad, indignación, reafirmación, pero, en este momento, es la ansiedad la que se ha apoderado de Bujalesky. Repite una y otra vez los últimos versos sin dejar de mirar a través de los cristales del faro.
—Cuatro cimas, dos visibles, dos no, solamente hay una que lo disfruta. Tienen que poder verse desde acá, desde el Empíreo. De cuatro se ven dos y otras dos no, y de esas solo hay una que la disfruta. ¿Disfruta de qué? ¡¿De qué carajo disfruta?! Tiene que haber algún mecanismo por acá, un artilugio con el que vencer al vigilante respondiendo a ese último acertijo. ¿Quién descansa junto al más importante? ¿Quién descansa junto a Dante? ¿Beatriz? ¿Virgilio? ¿Los miembros de la Congregación? La reputísima madre… ¡Necesito una señal! —grita apretando los puños—. No, no necesito la intervención divina para encontrarlas. Solo tengo que pensar de modo diferente. Meterme en la cabeza de Minos. ¿Qué lugar habría elegido yo? ¡Eso es! Ese es el camino. El mausoleo donde descansa el más importante tiene que verse desde acá, de eso estoy seguro. ¡Obvio!
Y realmente se ve, lo está viendo, pero no lo identifica.
La ansiedad y la angustia se cuelan dentro de la linterna del faro.
Glaciar Perito Moreno
Provincia de Santa Cruz (Argentina)
Parpadea como un tubo fluorescente antes de encenderse.
Fogonazos azules.
Sonido de agua estrellándose contra el suelo.
Eso es todo lo que Sancho percibe.
Mucho más nítidas son las imágenes que va rescatando de su memoria a corto plazo: la detonación de la munición en el cañón de la Tokarev; el piolet hundiéndose en el pecho de Michelson; el placaje sobre el arcángel; la pelea sobre el hielo; el crujido que precede al deslizar incontrolado; la falta de gravedad y la oscuridad absoluta.
Trata de moverse. Dolor. Su mano se mueve hacia el foco, localizado en la parte posterior de la cabeza. El notable abultamiento le invita a pronunciar palabras que podrían formar parte de la jerga de la calle de una lengua muerta. Lo siguiente que intenta es ubicarse en el espacio. Está tumbado boca arriba bajo un cielo azul zafiro. No puede ser. Brilla demasiado y tiene un boquete enorme, luego no está a la intemperie, está dentro de una urna de hielo. El suelo también lo es, se lo dicen las palmas de sus manos al apoyarlas para incorporarse. Apoya la espalda contra la pared para hacer un análisis de la situación y pasea la mirada por la cúpula hasta descender por una pared sorprendentemente recta y blanca en la que distingue dos pequeños círculos rojos pintados.
Pero enseguida descarta la idea.
Los círculos pintados, sean del color que sean, no pestañean.
Palacio Barolo. Avenida de Mayo, 1370
Buenos Aires (Argentina)
La frustración le ha llevado a golpear la carpintería metálica que conforma el armazón exterior del faro. Se ha asustado al ver que ha retumbado la estructura y los cristales han reverberado durante unos interminables segundos. Maldice el nombre de Telmo como bálsamo y mira de reojo los primeros peldaños de bajada. El escalofrío le hace descartar el descenso, por lo que intenta acomodarse en la baranda pobremente acolchada que cumple las funciones de asiento para los visitantes con vértigo.
El sol está culminando su viaje a poniente y Alcides Edgardo Bujalesky ya tiene asumido que pasará allí la noche. Por suerte, Dulcinea lo acompaña. La acaricia mientras busca en el repertorio de Néstor.
No puede ser otra.
Atrapado en un poema,
uno que nunca se escuchó,
uno que daba pena.
Apresado en las palabras
que no tenían sentido,
que ninguno recitaba.
Cautivo en una métrica
de amor sin tristeza,
de una muerte tétrica.
Prisionero de unos versos
con sabor a cenicero,
como sabían tus besos.
Glaciar Perito Moreno
Provincia de Santa Cruz (Argentina)
No sabe cómo lo ha conseguido, pero en cuanto se ha dado cuenta de que el arcángel está a menos de cinco metros de él ha dado un respingo y se ha puesto de pie. Su entorno gira.
Gabriel no tiene buen aspecto. Tiene la cara ensangrentada y, por el momento, lo único que ha movido son los ojos. No obstante, no es la pasividad de su rival lo que le causa estupor al pelirrojo, sino lo que porta en su mano izquierda y lo que lleva puesto en sus pies.
Sancho enchufa la coctelera. Ingrediente primero: está encerrado sin posibilidad de escapatoria con el arcángel Gabriel, cuyas virtudes conoce a la perfección. Ingrediente segundo: ella tiene el piolet con el que ha matado a Michelson y calza sus crampones. Ingrediente tercero: él se encuentra mermado físicamente e intuye que ella tampoco está del todo bien. Conclusión primera: en el cuerpo a cuerpo tiene todas las de perder. Conclusión segunda: no tiene ni idea de cómo se habrá hecho con la herramienta ni cómo le ha arrebatado los crampones, supone que ambas cosas han sucedido durante su fase de inconsciencia, lo cual le hace deducir que el arcángel podría haberlo atacado si hubiera querido. Conclusión tercera: por su aspecto, postura y dado que agarra el piolet con su mano menos diestra —tiene recientes las imágenes grabadas en la casa de Pluto y sabe que maneja la mano derecha—, sospecha que puede tener afectado ese brazo. Receta: eludir el enfrentamiento, mantener una distancia prudencial y averiguar el motivo por el que, pudiendo hacerlo, no le ha aplicado la misma medicina que a Michelson.
Gabriel se pregunta qué mueve al barbudo pelirrojo que tiene enfrente. Lo había dado por muerto en Nigeria, pero sus caminos se volvieron a cruzar en la casa de Pluto y ahora están atrapados en una celda de hielo en la que van a morir si no se entienden. Ella ha cumplido la misión que le encomendó Damocles. No queda ningún miembro de la Asamblea con vida y la hermandad renacerá limpia y renovada, toda vez que la cúpula ha sido purgada. Pero de eso, si es que tiene que ser así, se encargarán otros. Ahora solo piensa en regresar a la frondosidad de la jungla, en alejarse de los animales de dos patas para siempre en la frondosidad de Sarawak. Quiere vivir.
Y en las circunstancias en las que se encuentran, el policía español no es el mayor impedimento para regresar a su hogar.
Punta Bandera
Provincia de Santa Cruz (Argentina)
A Erika no le han gustado en absoluto las expresiones de Justo y Mario durante el tiempo en el que se han cruzado las miradas. Ella sigue con el dedo sobre el mapa del glaciar, indicando el área en el que cree que Sancho ha tenido el accidente. De las circunstancias del mismo y del arcángel no ha hecho mención alguna. Cuando le han preguntado por el otro hombre, el que llevaba la parka roja, se ha visto obligada a encogerse de hombros.
Llegar hasta allí no le ha resultado tan sencillo como imaginaba, teniendo en cuenta lo complicado que ha sido gobernar el condenado catamarán. Un volante y una palanca le parecían dos variables que, a priori, no deberían haberle causado problemas. Muy al contrario, tan pronto soltó amarras se percató de que estaba equivocada. Quizá fuera debido a su estado de nervios, ansiosa por llegar a algún sitio donde dar aviso del accidente de Sancho y con cobertura para poder comunicarse con Makila, pero lo cierto es que a las primeras de cambio estuvo muy cerca de chocar contra un iceberg y tan mal lo vio que terminó apagando los motores, navegando a la deriva sobre aquellas aguas que, por suerte, habían dejado de ser azotadas por la ventisca. Cuando divisó la otra embarcación se sintió aliviada y deseosa a partes iguales, aunque sus rescatadores, Justo y Mario —los guías que les habían vendido los crampones— solo percibieron la alteración que la poseía. Estos —que además de saber han demostrado ser solidarios—, preocupados por el repentino empeoramiento de las condiciones meteorológicas, habían decidido regresar para comprobar si se encontraban a salvo.
Y la intuición no les ha fallado.
Ahora Justo traga saliva.
—La llamamos la Capilla.
—La puta Capilla —especifica Mario.
—Es una de las cuevas glaciares del Moreno, pero esta tiene la peculiaridad de estar a mucha profundidad y de contar con un único acceso a través de lo que nosotros llamamos agujeros de gusano.
—Un molino glaciar muy profundo que se va estrechando en la medida en la que penetra en el glaciar y que en esta época del año se cubre de hielo. Por eso no dejamos que nadie suba allí arriba si no sabe por dónde carajo tiene que pisar, ¿viste? El tipo con el que hicimos el negocio nos chamuyó que lo conocía muy bien, por eso fue que no les dijimos nada.
Erika se muerde el labio, expectante.
—Aunque no lo parezca —prosigue Justo más sosegado—, la nieve tiene distintos niveles de compactación en función de muchas variables y, dependiendo de ello, presenta más o menos resistencia a la erosión. Por eso se forman las crestas, porque hay partes que resisten la acción ventosa y la solar mejor que otras. Las cuevas se originan por la acción erosiva del agua que circula por dentro del glaciar. Cuando esta se acumula en un plano inferior, la diferencia de temperatura entre el agua y el hielo hace que se formen esos molinos que, con el tiempo, se convierten en auténticos sumideros. La circulación del aire hace el resto.
—Entiendo y agradezco la explicación, pero lo único que me interesa es cómo vamos a sacar a mi amigo de allí.
—Tenemos dos problemas. El primero es que el nivel inferior de la Capilla está a veintiocho metros de profundidad y el ojo del agujero de gusano por el que se accede es muy estrecho. Solo puede bajar un equipo de glacioespeleología muy experimentado. La altura de la cueva, es decir, desde donde termina el molino hasta el suelo, es de casi tres metros, por lo que el aterrizaje, en sí mismo, podría resultar fatal.
—Una trompada de la reputa que lo parió —califica Mario innecesariamente.
—Pero lo peor no es eso. Lo peor es eso otro —dice señalando la ventana de una de las oficinas de la agencia que opera su embarcación.
Erika gira el cuello. La lluvia arrecia contra el cristal.
—La Capilla es casi un espacio estanco, apenas cuenta con pequeños orificios en las paredes por los que se filtra el aire y se pierde el agua que se acumula dentro, pero cuando se supera la capacidad de evacuación… la Capilla se llena.
—Anuncian fuertes lluvias en las próximas horas —revela Mario.
Glaciar Perito Moreno
Provincia de Santa Cruz (Argentina)
Sancho extiende las palmas de las manos como si quisiera crear un campo de fuerza entre él y el arcángel.
—Creo que ya nos hemos golpeado lo suficiente por hoy, ¿no te parece? —le dice en inglés.
Ella no se inmuta, pero en su mirada no encuentra indicio alguno de animadversión. Curiosidad quizá.
—Mira. Yo sé quién eres y tú sabes quién soy yo, pero ahora los dos estamos igual de jodidos. Yo, por mi parte, no tengo ninguna intención de hacerte daño y sé que tú tampoco, porque, de ser así, ya me lo habrías hecho —prueba Sancho—. Antes, allí arriba, no podía dejarte que mataras a Michelson. No tengo forma de demostrártelo, pero él no era como los demás. Quería acabar con la Congregación desde dentro, lo mismo que…
El arcángel interrumpe su exposición al levantar el piolet. Está señalando por encima de la cabeza de Sancho. Este se gira y entonces comprende.
Un generoso hilo de agua que resbala por el tobogán golpea contra el suelo a escasos metros de donde aún se ve la marca de sangre que ha dejado su cabeza al aterrizar.
—¡Hay que joderse! —bisbisea.
A primera vista no lo parece, pero el suelo está sensiblemente desnivelado, haciendo que el agua que ha circulado hacia allí alcance ya un palmo de profundidad.
—Claro, por eso no has acabado conmigo, porque nos necesitamos mutuamente para salir de aquí, ¿es eso?
Ella asiente.
—Bien. Eso está muy bien —valora Sancho por valorar, mientras vuelve la mirada hacia lo que se ha convertido en su amenaza inminente—. Y… ¿tienes algún plan?
Punta Bandera
Provincia de Santa Cruz (Argentina)
—Hay que sacarlo de ahí inmediatamente —persiste Erika.
—Escuchá: ninguno de nosotros está capacitado para bajar a la Capilla ni disponemos del equipo que se requiere. Para sacarlo van a necesitar una polea especial que se ancla al hielo y que solo tienen los del Servicio de Búsqueda y Rescate de la Armada. Si puedo ser sincero con vos, aunque demos el aviso ahora no creo que se pueda organizar una expedición en menos de veinticuatro horas.
—Imposible —coincide Mario.
—Lo mismo digo una estupidez, pero, si se llena de agua, al final su cuerpo revertiría hacia el exterior a través del agujero de gusano, ¿no? —pregunta Erika esperanzada.
—Sí, pero tieso —especifica Mario.
Justo le clava la mirada.
—Aunque la temperatura dentro de la Capilla sea estable y soportable, la del agua que cae ahí dentro, al contactar con el hielo, desciende rápidamente hasta igualarse con la del lago Argentino, que se mantiene entre los cuatro y los seis grados. En esas condiciones, el cuerpo puede perder un grado cada cinco o diez minutos, calculo. La hipotermia está garantizada en media hora nomás y, a partir de ahí, lo que cada uno aguante.
—Ese es el límite máximo de tiempo que permanecen en el agua los nadadores acostumbrados a nadar en aguas frías, como Gordon Pugh. No creo que el tipo dure tanto —objeta Mario.
—Sí, boludo, pero su cuerpo va a estar sumergido completamente hasta que se llene la Capilla y eso va a depender de la intensidad con la que llueva, ¿viste?
—No parece que vaya a parar —augura mirando por la ventana.
—Se trata de ser positivo.
—Es mejor ser realista.
Erika los mira como si asistiera a un partido de tenis.
—¡A la mierda con vuestros pronósticos, joder! ¡Estamos hablando de la vida de mi amigo! ¡¿Qué proponéis?! ¡¿Que nos crucemos de brazos mientras se ahoga o se congela ahí abajo?!
Mario resopla, reacción que provoca que Erika golpee violentamente la mesa. De inmediato nota que le nace en la palma de la mano un corazón palpitante.
—¡Escuchadme bien! ¡No pienso abandonarlo a su suerte! ¡¿Os ha quedado claro?!
Ambos se miran y asienten poco convencidos.
—¡¿A qué esperáis para dar el aviso?! ¡¿Con quién hay que hablar para que lo saquen esta misma noche?!
Palacio Barolo. Avenida de Mayo, 1370
Buenos Aires (Argentina)
La oscuridad ha caído sobre el faro. Bujalesky lleva un buen rato tumbado en el suelo observando el firmamento. Ha vaciado su mente de versos y estrofas, y su actividad se reduce a seguir con la mirada el lento transitar de las masas multiformes que manchan el cielo mientras intenta encontrar el momento en el que se intoxicó con aquel veneno que le había ido consumiendo la voluntad, pudriendo su vida. Podría decirse que el profesor Flego tuvo parte de culpa al no ser capaz de dar respuesta a las muchas cuestiones que necesitaba resolver para realizar aquel trabajo de fin de curso sobre la imaginería de Dante Alighieri. Lo que hizo el buen profesor fue derivarle a un conocido suyo al que consideraba un experto en la materia, el doctor Lattuada. Desde el principio se sintió atraído no tanto por lo que le contaba en aquella cafetería y dulcería ya desaparecida de la calle Santa Fe, sino, fundamentalmente, por lo que intuía que le estaba ocultando. El dantista y su alumno acordaron que solo en el caso de obtener la mejor nota de la clase, este le premiaría con información de otro tipo.
Bujalesky cumplió; Lattuada, también.
Durante el siguiente encuentro le habló por vez primera sobre la Fede Santa, de sus orígenes, de su creador, de sus amigos y de sus enemigos. Pero no le desveló la verdadera misión de la logia, ni siquiera cuando le abrió las puertas y le animó a que se postulara como aprendiz. Nunca imaginó que ese joven tuviera otro tipo de aspiraciones. No aceptaban a cualquier ganapán, de hecho, salvo raras excepciones, únicamente recibían la iniciación los descendientes directos de los que llamaban «los primeros hombres consagrados». Y si había uno consagrado, ese era su Venerable Maestre, Remigio Lattuada, que supo ver en él las aptitudes y el interés que no encontraba en ninguno de sus hijos naturales. Con veintiuno y habiéndose ganado ya el cargo de caballero de la orden, Alcides Edgardo Bujalesky asistía por derecho a las tenidas de la hermandad aportando una visión activista que chocaba con la línea conservadora de la organización, granjeándose partidarios y detractores a partes iguales. Con el transcurso de los años, sus tesis fueron calando entre los miembros con más peso y, cumplidos los treinta y cuatro, se erigió en el candidato con más opciones para sustituir a Lattuada. Sin embargo, nadie contaba con que, un día cualquiera, su Venerable Maestre desapareciera para siempre y que solo se hallara su ropa en el mismo punto en el que Bujalesky se encontraba ahora: el faro del Barolo. La misteriosa desaparición aconteció en el aniversario de la muerte del hombre que dio nombre al edificio. No podía ser fruto de la casualidad y, aunque la noticia se diluyó a los pocos días de su desaparición, él se conjuró para averiguar qué le había llevado hasta allí. Para ello tenía que acceder a los archivos secretos de la Fede Santa, reservados solo para el portador de la medalla del divino poeta. La votación fue unánime e inmediatamente se puso manos a la obra. No tardó en descubrir que la función principal del Venerable Maestre iba mucho más allá de liderar los preceptos que un día escribió Dante Alighieri. La misión del líder de la logia, su misión, era encontrar sus restos, robados por los traidores de la Gran Logia de los Puros y devolverlos al lugar de donde nunca debieron salir: Rávena. A partir de ese hecho, no hubo nada que le distrajera de su responsabilidad y sus investigaciones se situaron por encima de sus propias necesidades y las de su familia. No obstante, a pesar de su ahínco, los avances eran nimios, chocando siempre contra la misma pared: el mapa que no tenían. No fue hasta que involucró en la búsqueda a otros miembros de la Fede Santa, sus acólitos, cuando se produjo el hecho que llevaban esperando desde hacía décadas. Uno de estos, Carlos Alfredo Ramírez, comisario de la provincia de Misiones, había logrado captar la atención de Flegias, un custodio de la Congregación de los Hombres Puros que parecía estar muy interesado en contactar con un experto que le ayudara a descifrar un enigma relacionado con Dante. La clave pasaba por ocultar su interés al enemigo y aprovechar la información que tuviera.
Jamás pensó que el custodio estuviera en posesión de una copia del mapa original.
Desde entonces, trabajó digiriendo la ansiedad de sus progresos hasta que llegó a un punto de estancamiento en el que se dejó guiar por el odio que sentía hacia aquella falsa hermandad de criminales. Esa inquina le empujó a desvelarle lo que había descubierto tirando del hilo de Damocles: El Cartapacio de Minos nunca existió y, después de que se lo llevara el alzhéimer, él continuaría con su búsqueda hasta encontrar las cenizas de Dante. Su ego le empujó a escribir y publicar un artículo en clave sin valorar las consecuencias. La muerte de su hijo Néstor le sentenció a una condena en vida que finalizó el día que aparecieron Erika y Ólafur para liberar de nuevo al engendro obsesivo que permanecía latente en su interior.
Y con él regresó inclemente el monstruo amarillo.
Porque amarillo era el color que tintaba la cara de su hermano mayor, afectado por una ictericia severa a causa de la abusiva ingesta de alcohol. Cuando regresaba a casa tras una jornada de consumo sin restricciones, le gustaba despertar al hermano pequeño en mitad de sus sueños para atormentarle con hacerle aquellos juegos horribles. Duró unos años, los que tardó en morir de cirrosis, pero fueron suficientes como para incubar un trauma que iba a viajar con él durante el resto de sus días.
Rememorarlo hace que a Bujalesky se le acelere el latido y rompa a transpirar. Se incorpora de un respingo, pero acto seguido le sobreviene un vahído que le obliga a sentarse. Esconde la cabeza entre las rodillas y hace fuerza con los muslos para infligirse el castigo que merece hasta que nota demasiada presión en las sienes.
Entonces levanta la vista y lo ve.
Tarda en procesarlo.
Dos cimas.
Glaciar Perito Moreno
Provincia de Santa Cruz (Argentina)
El generoso hilo de agua se ha convertido en un proyecto de cascada nada halagüeño. En el estrecho margen que ha tardado en transformarse, Sancho ha averiguado varias cosas más: que el arcángel no produce palabras, pero sí comprende las suyas; que tiene rota la clavícula derecha, y que, por ello, no parece que suponga un peligro para él. O cuando menos no tanto como debería. La amenaza principal es la velocidad a la que el suelo se está cubriendo de agua.
—Deberías moverte de ahí, si no quieres empezar a mojarte. No tengo ni idea de cuánto tiempo tenemos hasta que se llene la piscina, pero deberíamos pensar en la forma de agarrarnos a algún bordillo.
Gabriel se levanta sin soltar el piolet. Recorta unos metros la distancia con el pelirrojo y señala la pared que tiene a su izquierda. Con las manos, aunque sin separar el codo derecho del cuerpo, le hace saber que presenta una inclinación favorable para la escalada y que en el chaflán que forma con el otro tabique hay un recoveco de profundidad imposible de pronosticar. Sancho lo comprueba primero y asiente después.
—Entiendo, pero ¿qué propones?
Sancho se percata de que está acostumbrada a explicarse a través de la mímica, porque comprende de forma prodigiosa todo lo que ella quiere expresar.
—No creo que pueda subir hasta ese punto, pero, de conseguirlo, ¿qué lograríamos?
El arcángel le señala y construye una «T» con las manos.
—¿Y tú?
Su respuesta consiste en quitarse los crampones y arrojarlos a los pies del inspector. Acto seguido el piolet aterriza al lado.
Sancho deduce que ya ha debido de fracasar en el intento y cuando se fija mejor localiza sobre la pared de hielo muescas recientes que lo corroboran. El agua que ya le moja las botas no deja lugar a ninguna objeción, pero sí a una pregunta más.
—¿Puedo preguntarte cómo ha llegado el piolet hasta aquí abajo? Porque la última vez que lo vi estaba… —pregunta a medias mientras se ajusta el calzado de púas.
La descripción de Erika a través de gestos no puede ser más concisa. El análisis deductivo posterior de Sancho, bien salpimentado de esperanza, concluye que el hecho de que Erika haya arrojado la herramienta es lo que ha invitado al arcángel a pensar que ella ha ido en busca de ayuda y que la clave para sobrevivir reside en ganar tiempo.
El inspector inspira profundamente y se frota las manos desnudas a la vez que realiza una primera tentativa visual. Calcula algo más de cuatro metros hasta el chaflán, lo cual, teniendo en cuenta su envergadura, no le supondrá más de diez movimientos. Antes de clavar el crampón del pie izquierdo se acuerda de lo bien que le vendrían los consejos de una escaladora experimentada como Sara Robles, aunque se alegra de que no esté con él en esa tumba de hielo. Hunde con fuerza el piolet que lleva con la mano derecha y carga su peso en la pierna contraria para impulsarse hacia arriba. Ahora le toca buscar dónde asirse con la mano izquierda. Encuentra uno de los boquetes que señalizan la ascensión del arcángel e introduce como puede los cuatro dedos. Fija el pie derecho y, cuando se dispone a subir, nota que le arden las yemas de los dedos. El amarre digital falla y se desequilibra ligeramente, lo necesario para romper la compensación de los apoyos. Se desliza por la pared hasta topar con las rodillas en el suelo. Cuando el agua gélida traspasa la tela de sus tejanos, arremete en modo verbal contra los santos y mártires que le vienen a la cabeza.
Se adjudica el tiempo que no tiene antes de intentarlo de nuevo.
Punta Bandera
Provincia de Santa Cruz (Argentina)
—Erika, sé que no tienes por qué, pero te pido que confíes en mí —insiste Makila.
Es la segunda vez que hablan, pero la propuesta del inspector general de la Interpol sigue sin entrar dentro de la infinidad de posibilidades que ella estaba barajando. Sin embargo, está bastante más relajada ahora que cuando se acordó de buscar su número en la agenda de Sancho. La voz atemperada y el tono firme del nigeriano producen ese efecto y solo le han bastado una decena de preguntas para obtener toda la información que necesitaba saber, realizar un diagnóstico correcto y acertar de pleno.
—Tienes que salir del país. Eres la única testigo de un caso que ninguna fiscalía querría tener, por lo que, si no desapareces de ahí antes de que empiece la fiesta, no podrás irte hasta que termine. Y puede dilatarse una eternidad, Erika. Al margen, requisarán esos papeles y todo nuestro esfuerzo, vuestro sacrificio, no habrá valido para nada.
—¡No puedo dejar a Sancho tirado! —responde ella impulsivamente.
—La situación del inspector no va a cambiar estés tú arriba esperándolo para darle un abrazo o no. Yo puedo protegerlo a él, pero a ti solo puedo ayudarte ahora, antes de que tenga que sentarme a dar explicaciones. Yo me ocuparé de que saquen a Sancho de ese agujero. Tienes mi palabra.
—Aquí sigue lloviendo y todavía no ha aparecido nadie.
—Aparecerán. Una persona de mi equipo ya ha hablado con la máxima autoridad del SAR en la zona. Ya están en marcha, pero no ha pasado media hora desde que hemos contactado, Erika. Sancho es un tío duro, saldrá de esta, pero, insisto, ahora tienes que pensar en ti. Podría tener un helicóptero preparado en el helipuerto de El Calafate en cuarenta y cinco minutos. Duermes en Buenos Aires y mañana a primera hora tomas el primer vuelo disponible desde Ezeiza hasta París para entregarme esa documentación. Te mantendré en todo momento informada del rescate, tienes mi palabra —repite Makila.
Erika sabe que tiene razón. No hace ningún favor a Sancho quedándose en Punta Bandera a la espera de noticias. Además, le prometió que se encargaría de entregar los papeles a Makila. Tampoco se le escapa que más pronto que tarde alguien querrá encontrar las respuestas a los muchos interrogantes que van a aparecer pintados en el hielo con las primeras luces del día.
—Erika, tienes que tomar una decisión.
Glaciar Perito Moreno
Provincia de Santa Cruz (Argentina)
Es la cuarta vez que lo intenta. En la anterior ha perdido el equilibrio cuando ha extendido el brazo hacia atrás para golpear la pared de hielo con el piolet. La segunda tentativa no pasó del tercer apoyo.
Gabriel está siguiendo su cauteloso progresar desde la pared contraria. Ahora entiende qué es lo que ha llevado al policía hasta allí: su testarudez. El agua ha alcanzado un palmo de profundidad y ha penetrado el cuero de sus botas empapando los calcetines. Por suerte, aún puede mover los dedos dentro del calzado, aunque eso no la libra del frío que ya se ha apoderado de su cuerpo. La cascada sigue alimentando la cueva de líquido elemento en la misma proporción que menguan sus esperanzas de ser rescatados con vida. La única buena noticia tiene que ver con la intensidad lumínica. Se percibe mayor claridad y eso la lleva a pensar que hay menos nubes cubriendo la luna. Si dejara de llover, tendrían alguna oportunidad.
—¡Hay que joderse! —le escucha decir en español.
Un segundo después, la punta del piolet araña el hielo en su recorrido descendente. Esta vez cae de costado y se empapa la espalda al contactar con el suelo de la cueva.
No tiene fuerzas ni para proferir injurias ni exabruptos.
Solo jadea.
Se pone de pie y mira hacia arriba.