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LA LÍNEA RECTA ES EL CAMINO MÁS CORTO, PERO NO SIEMPRE EL MÁS
RÁPIDO
Avenida de Mayo
Buenos Aires (Argentina)
15 de marzo de 1923
Avanzaba cabizbajo, alicaído, evitando tener que enfrentarse con las miradas de esos extraños, ignorantes todos, que se paraban delante de su obra para intercambiar comentarios jocosos. Chascarrillos que no por estar exentos de verdad resultaban menos hirientes para sus oídos: «Está torcido, se va a caer». «Su estilo es de remordimiento italiano». «¿En la Norte a Sud hay sitio para que atraquen los barcos que atraiga ese faro?».
El eco de sus necias risotadas era un escarnio cruel para un arquitecto de la talla de Mario Palanti, pero más daño si cabe le hacía pensar en la celada que le habían tendido los que creía sus hermanos. Años atrás, ese que se hacía llamarCepheus, guardián de la Gran Logia de los Puros, le había hecho un encargo muy especial: una estatua con la que iba a poner el broche de oro al Palacio Barolo, su obra más insigne. Tenía previsto ubicar la Ascensión en el eje central del edificio, bajo la cúpula, para que todos los visitantes pudieran participar del último viaje del alma de Dante al paraíso. Había exprimido todo su talento y el resultado era deslumbrante tanto por la calidad en la ejecución como por la carga alegórica contenida en cada golpe de cincel.
Para nada.
Bien era cierto que ya le había escamado el hecho de que le ordenaran fundirla en Trieste pudiendo completar el vaciado en Buenos Aires, pero nunca sospechó que el verdadero propósito de la Ascensión fuera convertirse en un mero recipiente para ocultar el traslado de algo mucho más importante para la hermandad; algo que no consideraron siquiera compartir con él.
El tesoro mejor guardado de la Gran Logia de los Puros.
Con lo que no contaron ellos fue con la indiscreción de uno de los trabajadores del estudio de Trieste, un antiguo aprendiz con escaso ingenio pero con notable lealtad. ¿Un vano en el basamento? Él no lo había diseñado así y no estaba dispuesto a permitir que su obra fuera modificada sin su consentimiento.
Tenía que recuperarla a toda costa.
Dos experimentados ladrones y unos cuantos billetes fueron suficientes para rescatar lo que era suyo legítimamente de la bodega de carga del Calabria antes de que Luis Barolo fuera a buscarla al puerto de Mar del Plata. No fue testigo de ello, pero solo imaginarse la cara que habría puesto Cepheus, su guardián, le provocaba una sensación tan placentera que por sí misma resarcía la afrenta. Sensación que perduró hasta que supo que la desaparición de la estatua había llevado a Luis Barolo a la tumba. Es verdad que tenían sus diferencias, pero, no obstante, nunca llegó a pensar que la Ascensión tuviera tanta importancia para él como para que el hecho desencadenara su suicidio. Al fin y al cabo, era él quien la había parido, no el empresario. Palanti era consciente de que estaba bajo la perpetua vigilancia de la Gran Logia de los Puros y por ello todavía no había tenido la oportunidad de comprobar qué contenía. Tampoco estaba seguro de querer averiguarlo si ello implicaba, como temía, la destrucción parcial de la talla.
No tardaría en cambiar de opinión.
El sonido de un claxon le devolvió a la avenida de Mayo. Tuvo que emplear unos segundos en ubicarse para localizar el café Tortoni. A esa hora el tráfico era intenso en una de las vías principales de la capital porteña. Esa misma mañana había leído en el diario La Nación que el incremento del parque automovilístico de Buenos Aires era un claro indicativo de la prosperidad que imperaba en la urbe, que ya se situaba entre las diez ciudades más pobladas del mundo, superando ampliamente el millón y medio de habitantes. «Demasiados estúpidos concentrados en tan poco espacio», pensó Palanti.
Sorteando vehículos a motor, carretas y tranvías, cruzó de acera para llegar al café Tortoni. Sobre la vereda, como venía siendo habitual, todas las mesas estaban ocupadas por gentilhombres que lucían sus atuendos de empresarios de éxito: trajes de tres piezas con chaqueta de talle alto, solapas estrechas y abotonado superior; chaleco ceñido, como los pantalones, de corte recto hasta el tobillo para no tapar el elegante calzado más de lo estrictamente necesario. La mayoría se cubrían la cabeza con el indispensable sombrero fedora de copa baja encintada y ala ancha, rebautizado por los porteños como «gacho».
Los felices años veinte. Para algunos.
—Caballero, ¿le lustro el calzado? Parece que se hubiera marcado un tango en una harinera —observó jocoso Alejandro, un limpiabotas de origen turco.
—Es polvo de cemento, cretino. Los que no vivimos del laburo de los demás nos ensuciamos los zapatos. Y no nos avergonzamos de ello, ¡¿entendés?! —se encaró Palanti.
—Le pido excusas, señor. No pretendía ofenderle.
El arquitecto pareció aceptar las disculpas, pero en cuanto cruzó la puerta agarró una de las servilletas de tela de la primera mesa que vio desocupada y se dirigió presto al baño. Cuando salió unos minutos después, no había una mota de polvo en sus mocasines bicolores. Necesitaba recobrar el control para afrontar una nueva reunión con aquel tipo que tanto detestaba. No sabía el motivo exacto por el que le había citado allí, pero sospechaba que podría tener que ver con la desaparición de la estatua, así que se había preparado para negar la mayor tantas veces como fuera necesario. Era imposible que tuvieran pruebas en su contra, por lo que bastaba con interpretar el papel de hombre honesto ultrajado ante tamañas acusaciones.
Representación que dominaba a la perfección.
La suave y cálida atmósfera del Tortoni sumada a la amalgama de aromas, entre los que podía apreciarse lo exótico del café molido bien tostado, lo tentador del dulce de leche y lo cautivador de la bollería recién horneada, aplacó los ánimos de Mario Palanti. Intuyó con acierto que lo encontraría al fondo, donde siempre, en esa mesa de la esquina más alejada de la barra. Su pelo perfectamente engominado hacia atrás, su pose castrense y su refinada compostura británica le repugnaban tanto como reconocer que se había convertido en siervo de aquel hombre sin nombre.
—Llega tarde, arquitecto —le recibió sin levantarse de la silla—. Diecisiete minutos de retraso para ser precisos —concretó levantando la mirada hacia el reloj que dictaba las horas en el local.
—Ya le advertí a su lacayo de que acudiría cuando me lo permitieran mis obligaciones. Cada día surge un nuevo problema que solo yo, en persona, puedo solucionar.
—Problemas, problemas…, usted no tiene la menor idea de lo que son los problemas —le dijo levantando el brazo con teatralizada elegancia para atraer la atención del mozo de sala.
—Agua —pidió Palanti.
—Si quiere que hablemos de problemas, señor mío, empecemos por el que supone haber sobrepasado con creces el límite del presupuesto asignado. Debería controlar más sus números.
Palanti se retorció en la silla y recortó la distancia con el guardián.
—Mis números son estos: mil trescientos sesenta y cinco, los metros cuadrados sobre los que se asienta el edificio; cien, los metros de altura que levanta sobre el suelo; veintidós, los pisos sin contar los subsuelos ni subterráneos; siete, los ascensores, más otros dos que permanecen ocultos; setenta mil, los sacos de cemento Portland; seiscientas cincuenta, las toneladas de hierro.
Cepheus parecía divertirse.
—Tres millones y medio, los ladrillos que uno a uno se han colocado bajo mi supervisión; mil cuatrocientos diez, los peldaños de mármol de Carrara que tiene la escalera de doscientos treinta y seis metros; trescientas mil, las bujías del faro con las que bañaremos de luz esta ciudad; cuatrocientas treinta y una, las oficinas que alberga la construcción, con cuya renta podrá recuperar en poco tiempo la inversión realizada; y finalmente, nueve, las bóvedas de acceso, como nueve son las jerarquías infernales —recalcó.
—Esas cifras las tengo anotadas en mi diario —dijo Cepheus introduciendo su mano en el interior de la chaqueta—. Memorizar números nunca ha sido mi especialidad.
—¿Podría decirme cuál es su especialidad, si puede saberse?
El guardián elevó la barbilla y ladeó la cabeza como si quisiera esquivar la ofensa.
—Le aconsejo que renuncie a usar ese tono cuando se dirija a mí, no soy uno de esos capataces a los que habitúa a tratar con tanto desdén. No se equivoque conmigo o me veré obligado a recurrir a Rafael. Él mejor que nadie sabe cómo enderezar comportamientos desviados.
Su mirada le guio hasta un hombre de espalda ancha y frente estrecha que los observaba con inquietante interés desde la mesa contigua.
—Es uno de nuestros mejores protectores. Ya habrá oído hablar de ellos, ¿verdad? Tráteme con respeto, no volveré a advertírselo. Ahora, actualíceme el calendario de los próximos meses. ¿Sigue pensando en el mes de julio para la inauguración?
Palanti necesitaba mojarse la garganta.
—Podría incluso llegar a junio; no obstante, prefiero no arriesgarme. No conviene a nadie. Todavía tienen que llegar materiales para rematar los niveles no visibles. El sistema oculto del elevador del subsuelo ya funciona, pero, como ya sabe, la enorme humedad que provoca el nivel freático nos dificulta la maniobra de sellado y aislamiento de esas dependencias. He aplicado un tratamiento secante para los muros, pero desgraciadamente el resultado no es inmediato y no me atrevo a instalar el tendido eléctrico con los depósitos de combustible tan cerca.
—El material es ignífugo.
—Eso dice el papel, pero yo no me he atrevido a probarlo.
Cepheus se acarició el bigote con refinada elegancia.
—Estamos seguros de que sabrá solventar esos y otros inconvenientes. Hábleme ahora de las llaves.
El guardián se refería a los artilugios diseñados y fabricados en bronce por el propio arquitecto siguiendo la técnica del vaciado. Las llamaban así por la funcionalidad para la que habían sido diseñadas, a pesar de que no se parecían en absoluto a una llave convencional.
—Están en su poder, bien lo sabe usted. ¿De qué quiere que le hable exactamente?
—He de asegurarme de que hacen funcionar los ingenios para los que fueron creadas.
—Las tres funcionan. Fue lo primero que comprobé cuando descargaron la mercancía. Además, ya se lo demostré a dos de sus… hombres —definió, aunque no era esa la primera palabra que le vino a la cabeza al arquitecto.
—Sí. Ya me informaron de eso, pero ahora quiero comprobarlo con mis propios ojos.
—Los mecanismos los diseñé yo mismo, ¿cómo no iban a funcionar?
—No funcionando.
—Funcionan.
—Quiero verlo.
Mario Palanti tuvo que tragarse las ganas de romperle la botella de cristal en la cabeza.
—Cuando usted lo desee. Sin embargo, como sabe, el mecanismo diseñado para la llave del paraíso…
—Precisamente ese es el que más me interesa.
Palanti se rindió.
—Como usted quiera.
Cepheus terminó la copa de agua carbonatada y saborizada, una consumición que se había puesto de moda en los locales de alterne de la ciudad. A Palanti le asqueaba casi tanto como el hombre que tenía delante.
—Antes de que termine el presente mes quiero que fije una fecha para la inauguración; una que pueda cumplir —apostilló—. Nos han confirmado la asistencia de monseñor Beda Cardinale, el canciller Gallardo y su ilustre embajador, el conde Colli di Felizzano. Esto último presumo que le llenará de gozo.
—Por supuesto.
Una algarabía se fue contagiando por las mesas hasta que estallaron los vítores y aplausos. En el epicentro del local una pareja procuraba administrar las alabanzas con discreta distinción.
—¿Quiénes son? —quiso saber Palanti.
—Debería cuidar más sus relaciones sociales, arquitecto. Si quiere ser alguien en esta ciudad, primero tiene que saber quién es alguien. Se trata de Pascual Carcavallo, empresario del mundo del teatro. Ayer mismo volvió a ser aclamado en El Nacional. Los diarios de hoy no hablan de otra cosa.
—Cierto, lo he leído, pero no le he reconocido. ¿Y la dama?
—Tiene pinta de porteña de alta cuna, pero desconozco su nombre. Si está interesado, puedo presentárselo.
—No, gracias.
Repentinamente, apareció un fotógrafo de los muchos que se ganaban la vida recorriendo los puntos calientes de la ciudad en busca de una buena captura que malvender a algún diario para pagar su alquiler semanal.
A Cepheus no le hizo falta ordenárselo. En un suspiro, Rafael se había abierto paso entre la multitud y había interpuesto su volumen corporal entre la Kodak Brownie y la pareja. No podía arriesgarse a que en aquel plano quedara inmortalizado un guardián de la Gran Logia de los Puros. Para eso, entre otras cosas, le pagaban lo que le pagaban al arcángel. De nada le valieron las protestas al propietario de la cámara de cajón, que no logró impedir encontrarse unos segundos después a la puerta del Tortoni con la amenaza de acabar flotando boca abajo en el Río de la Plata. Y sin los negativos.
Cuando volvió a su sitio, la pareja ya había tomado asiento en el lugar reservado a las personas ilustres y la calma había regresado al Tortoni.
—Malditos fotógrafos.
—Yo soy un gran aficionado a la fotografía. No tardando mucho, será considerado un arte a la altura de otros más reconocidos.
—Reitero: malditos fotógrafos.
—En cuanto tenga una fecha se lo haré saber —zanjó el arquitecto.
Palanti hizo el ademán de levantarse.
—Aguarde, no tenga tanta prisa, que el Barolo va a seguir donde está cuando regrese. Aún tengo otra noticia que darle, acomódese.
Cepheus, marrajo e inmisericorde, dejó que la ansiedad creciera en su interlocutor.
—Tenemos vía libre para empezar a construir el gemelo de Montevideo. Finalmente, podrá levantar las Columnas de Hércules sobre el Río de la Plata que mencionaba Dante, arquitecto.
Palanti no alcanzaba a contener la euforia. Meses antes se había anunciado la adjudicación del concurso a su favor, pero, por problemas que se alejaban de su entendimiento arquitectónico, la concesión de la licencia de obra estaba paralizada. El descontrolado latido del corazón era una cuenta atrás que parecía querer estallar en su estómago.
—¿De veras? —fue lo único que pudo pronunciar.
—El acuerdo con los hermanos Salvo no ha resultado tan sencillo como lo fue con el malogrado Luis Barolo, pero financiarán la totalidad del proyecto. Al parecer, el sector textil da para mucho —comentó alevosamente.
—¿Cuándo?
—De inmediato. Viajará a Montevideo la semana que viene. Tiene una cita con José Salvo, que será con quien tendrá que lidiar esta vez. Muy a su pesar, va a tener que quedarse unos años más por estas tierras.
—Si es por motivos como este, podría quedarme… la vida entera.
—Contenga el entusiasmo, aún le queda bastante trabajo por hacer.
—Lo sé, lo haré. No sé cómo agradecerles…
—Ya tendrá ocasión de agradecerlo, no se preocupe ahora por eso.
El tono de estas palabras consiguió que la sonrisa de Mario Palanti se desvirtuara.
—Ahora, no querría ser grosero, pero está por llegar otra persona que sí suele ser puntual. Espero sus noticias.
El arquitecto estaba a punto de marcharse en ese instante, pero algo le dijo que irse sin mencionar el asunto del robo de la Ascensión podría invitar a pensar al guardián que él tenía algo que ver. En décimas de segundo preparó otro papel: el de artista ofendido.
—Antes de marcharme, si me lo permite, querría saber si hay alguna novedad con respecto a la búsqueda de mi talla.
—Querrá decir de nuestra talla —le corrigió—. Porque, hasta donde yo sé, no ha devuelto el dinero que le pagamos, ¿verdad?
—No creía que…
—No se preocupe, no es el dinero lo que queremos recuperar.
—El valor artístico de la obra es incalculable. Infinitamente mayor que…
El guardián levantó la mano.
—Tampoco es eso lo que más nos interesa, así que ahórrese el ejercicio de autocrítica. Estamos cerca, muy cerca —precisó—. Rafael ha avanzado mucho y ya tiene identificados a los dos ladrones de poca monta que se la llevaron del puerto. En breve sabremos quién les hizo el encargo. Él sabe muy bien cómo sacarles toda la información que necesitamos.
Mario Palanti hizo todo lo posible para que no se le demudara el semblante.
—¿Por qué piensan que fue un robo por encargo?
Cepheus compuso una sonrisa de hiena antes de hurgarse los dientes disimuladamente con un palillo.
—Porque en esa bodega había otras muchas obras de arte con bastante más valor en el mercado negro que su fantástica estatua, arquitecto. Y solo se llevaron la caja que estaba marcada con nuestro emblema. Sabían que llegaba a puerto ese día y que, como era tarde para iniciar la descarga de la mercancía, simplemente tendrían que esperar a que se hiciera de noche para entrar y llevársela. Sencillo. Pero no se preocupe, arquitecto, le doy mi palabra de que muy pronto daremos con ella.
—Excelente —calificó—. Hoy todo son grandes noticias. Me ha alegrado el día.
—Pues no lo parece. ¿O es que tiene mucho calor?
—¿Disculpe?
—Lo digo porque tiene la frente empapada en sudor.
—Sí, estos últimos días no me encuentro demasiado bien del vientre —improvisó—. Algo que me ha debido de sentar mal.
—Claro. Pase al escusado antes de marcharse.
Otra vez la sonrisa de hiena.
—Creo que podré aguantar. Que tenga un buen día.
—Igualmente, arquitecto, igualmente.
Matthew J. Michelson, general de brigada retirado del Segundo Cuerpo de Caballería del Ejército de Su Majestad, observó a Mario Palanti zigzaguear azorado entre los clientes que abarrotaban el Tortoni tratando de salir del local con tanta premura como torpeza.
«La línea recta es el camino más corto, pero no siempre es el más rápido», anotó el guardián en su recién estrenado diario.