¡QUÉ TARDE LAS PRISAS!

Residencia de los Bujalesky

Barrio de Avellaneda

Provincia de Buenos Aires (Argentina)

Septiembre de 2013

Aún no han recuperado el aliento del susto.

La gata que lleva habitando varios meses la casa ha salido por el mismo hueco por el que entra cuando busca cobijo.

—Estaba así cuando me fui. Tendría que haber arreglado ese vidrio. ¡Gatos de mierda…! —porfía Bujalesky.

Minutos después, el dantista mantiene el semblante acorazado, pero ya no se debe a las reminiscencias del sobresalto. Son muchos los recuerdos que se han abalanzado sobre él de improviso y está luchando por sobreponerse. Al pasar por la puerta de una habitación cerrada, Erika se ha percatado de que ha acariciado el picaporte mas no se ha atrevido a entrar. Entiende que la avalancha de emociones que le aguardan detrás debe de ser abrumadora. Luego se ha dirigido a la cocina y le ha pedido a Erika que le espere en el salón. Está decorado con gusto, no hay demasiados objetos inservibles a modo de adornos y el mobiliario es de corte moderno. Nada que ver con los enseres que se amontonaban en la diminuta vivienda de Villa 31.

—Cebá el mate, si querés. Ya mismo estoy de vuelta, doctora —dice Bujalesky.

Erika no sabe cómo se ceba el mate, pero entiende que es tan sencillo como verter el agua del termo en el recipiente cargado de yerba. A Bujalesky se le oye tararear.

¡Qué suaves las risas! Querida.

¡Qué tarde las prisas! Mentira.

Qué torcido todo lo que

vos enderezaste.

Regresa cargado con un montón de carpetas que deja caer sobre la mesa.

—Estábamos hablando de las llaves y el mapa, ¿sí?

Erika intenta no pensar en Ólafur para prestarle la atención que merece el dantista cuando le muestra el primer documento. Reconoce de inmediato el emblema de la Congregación.

—Te la hago corta: se supone que El Cartapacio está guardado en un arcón, cofre o contenedor como este —le desvela mostrándole el plano interior del diseño—. Para llegar a él hay que encontrar las tres llaves siguiendo las indicaciones del mapa: la del infierno, la del purgatorio y, por último, la del paraíso, que es la que abre El Cartapacio. No se trata de llaves convencionales, ¿sí? Mirá acá: las tres están fabricadas en bronce y se puede apreciar hasta el más mínimo detalle del rostro del fauno contenido en la Boca de la Verdad. Las formas de la escuadra, el compás, la luna, el sol y las estrellas presentan un acabado perfecto. Por el lado opuesto están estos salientes —le indica— de formas distintas y diferenciadas entre sí, que deben encajar en la cerradura correspondiente. Cada una acciona un mecanismo distinto diseñado por el propio Mario Palanti. Palanti es el arquitecto del…, estoy yendo demasiado rápido, disculpá. Ya te voy a hablar de él más adelante, de su querido amigo —ironiza— Luis Barolo y del misterio que rodea a la estatua.

—Sí, mejor. Poco a poco.

—Obviamente, nada se sabe del diseño exterior del arcón, pero, como ves acá, por dentro está fabricado en acero y si se fuerza la cerradura este incinerador de gas se activa, reduciendo el contenido a cenizas, ¿entendés? En realidad, es lo que desearía la mayor parte de esos hijos de mil puta de la Congregación, que El Cartapacio quedara reducido a cenizas, pero que su nombre quede registrado ahí es el precio que tienen que pagar por el privilegio que supone pertenecer a esta organización criminal.

—Y los beneficios.

—Y los beneficios, por supuesto.

—¿Cómo obtuviste todo esto?

—Son copia de parte de la documentación que me entregó Flegias y que él heredó de su abuelo Matthew J. Michelson; como te dije, el primero de la familia que perteneció a la que todavía era la Gran Logia de los Puros.

Erika se limita a asentir.

—Y esto es el mapa.

Una hoja con una sucesión de números y letras sin ningún orden ni sentido.

—Coordenadas geográficas —desvela el dantista.

—¿Localizaciones en un mapa?

—Sí y no. Son localizaciones en la Comedia.

—¿Hay un mapa en La Divina Comedia?

—Podría decirse así, dado que toda la obra de Dante es un viaje. Un viaje iniciático —precisa—; un periplo cuyo destino es el conocimiento de la verdad y de uno mismo, que es el fin último de cualquier agrupación masónica. Como sabés, la Comedia está conformada por tres partes: Infierno, Purgatorio y Paraíso. Todas, a su vez, divididas en treinta y tres cantos compuestos en tercetos más uno inicial introductorio, así que suman cien. Esto no es para nada casual. El tres lo relaciona directamente con la idea de la Trinidad cristiana. Nueve, tres veces tres, son los círculos del infierno; nueve son las terrazas en las que se distribuye el purgatorio; y nueve los cielos del paraíso. El diez es la perfección desde el punto de vista cabalístico y pitagórico. Cien cantos. Diez veces diez es el summum de la perfección.

—Un hombre modesto, Dante Alighieri.

—Escribir una de las obras más importantes de la literatura universal le daría derecho a ser vanidoso; aunque lo cierto es que empezó en 1304 a escribir la Comedia, el calificativo de «divina» se lo va a añadir después Boccaccio —aclaró—, pero yo creo que le sobra el rebozado. La terminó en 1321, año en el que murió.

—Trágico. ¿Podemos volver al mapa?

—Sí, disculpá, es este problema mío de no saber concretar… Vamos a ver. Coordenadas geográficas, ¿sí? Un sistema que sirve para ubicar cualquier punto en la superficie terrestre y que requiere dos coordenadas angulares. Solo había que encontrar la equivalencia. La latitud nos proporciona la localización en dirección norte o sur a partir del ecuador. Así, desde el cero al noventa es el hemisferio norte y desde el cero al menos noventa, el hemisferio sur. ¿Me seguís?

—Perfectamente.

—La longitud funciona igual, pero este y oeste desde el meridiano cero y esta vez hasta el ciento ochenta. Hacia la derecha, el este, en positivo y hacia la izquierda, el oeste, en negativo.

—Entendido.

—La dificultad consistía, como digo, en hallar la equivalencia. No te voy a decir el tiempo que invertí en ello, porque una vez que te desvele la forma te va a parecer una pelotudez bárbara, pero cuando uno parte de cero…

—Juro no mofarme. Concreta, por lo que más quieras.

—Bueno. Existen varias formas de escribir una coordenada geográfica. En este caso, Minos eligió dos: la decimal y la que se expresa en grados, minutos y segundos. Ambas nos sirven para obtener dos cosas diferentes: versos enteros y palabras concretas. Vamos con la primera, decime.

Erika tiene que aguzar la vista sobre las coordenadas.

—Latitud menos treinta y ocho con ocho grados sur. Longitud tres con treinta y nueve grados este.

Infierno, canto tercero, versos del tres al nueve —dice él de inmediato.

—Prodigioso. ¿Me haces el favor de explicármelo?

Bujalesky medio sonríe.

—La latitud nos indica si el pasaje corresponde al Infierno, al Purgatorio o al Paraíso. Hay ciento ochenta grados de polo a polo, ¿sí? Noventa en positivo hacia el norte y noventa en negativo hacia el sur. Bien. Por lógica, si dividimos el rango en tres partes, del menos noventa al menos treinta el verso pertenecerá al Infierno, del menos treinta al treinta, al Purgatorio, y del treinta al noventa, al Paraíso. En este caso, al tratarse de latitud menos treinta y ocho, ya sabemos que tenemos que bajar a los infiernos. La longitud ya es una boludez. Indica el canto antes del decimal y los versos después del decimal. Tres con treinta y nueve. Canto tercero, versos del tres al nueve.

—Pues, ahora que lo sé, no me parece tan complicado —juzga Erika malintencionadamente.

Bujalesky murmura algo.

—¿Y la otra forma, la de los grados, minutos y segundos?

—Es el mismo sistema, pero esta vez nos lleva a palabras sueltas que van a conformar los versos creados por Minos; versos que hay que descifrar para ubicar las llaves —aclara—. Por ejemplo, esa de ahí —señala—: latitud menos cincuenta y dos grados sur, dieciséis minutos, ocho segundos. Siguiendo el mismo razonamiento, este nos lleva de nuevo al Infierno.

Erika asiente.

—Longitud dos grados, veintidós minutos, tres segundos oeste. Es lo mismo que antes, pero en vez de acotar versos nos lleva a una palabra concreta del canto segundo, verso veintidós, tercera palabra. Acudimos a la Comedia, lo encontramos y anotamos la palabra. Este es el canto y esta la estrofa. Versos veintidós al veinticuatro: «A decir verdad la una y el otro fueron establecidos lugar santo donde está la sede del sucesor del mayor Pedro». Verso veintidós: «A decir verdad la una y el otro». Tercera palabra: «verdad».

—¿Y adónde nos lleva todo esto? —pregunta, ansiosa.

—Era solo un ejemplo, pero esa es la cuestión. Todas estas malditas coordenadas, una vez descifradas, completan un engendro de poema que en su conjunto es la pista que va a llevar al avezado discípulo de Dante hasta El Cartapacio de Minos. Acá tenés el mapa completo descifrado. Leelo, si querés. Empezá a partir de acá.

Erika resopla.

Algún lugar de Luisiana (Estados Unidos)

Lo urgente era salir de Texas toda vez que había cumplido con lo importante.

Se ha alojado en un motel de carretera cerca de Baton Rouge. Es consciente de que debería dormir unas horas, pero primero tiene que terminar de estudiar la forma de acometer su siguiente objetivo antes de poner rumbo a Chicago. Le cuesta entender que los custodios sigan utilizando la herramienta de comunicación interna, por muy seguros que estén de que es inviolable desde el exterior; que lo es, pero no desde dentro, como es el caso. Sus órdenes las dicta el Novem Regulas: el asesinato del Gran Maestre no puede quedar impune.

No lo supieron ver. Miguel le hizo creer a Corteza de Roble que estaba de su lado y para demostrárselo le alertó sobre la reunión que iban a mantener los custodios con el objeto de despojarle de la túnica de Dante. Ahora sabe que Miguel se encargó personalmente de montar las microcámaras para que el Gran Maestre viera con sus propios ojos desde otra sala del hotel Bilderberg que no contaba con apoyos dentro de la Asamblea. Flegias había previsto con acierto que Corteza de Roble irrumpiría en la reunión, proporcionándoles así la excusa perfecta para asesinarlo y hacerse con el cargo por la vía rápida. Un plan brillantemente pergeñado y ejecutado a la perfección. Digno de la primera espada de la hermandad. Pensar en la traición del arcángel mayor la colma de ira, pero enseguida recuerda las palabras que le repetía Damocles cuando le enseñó a dominar sus emociones: «No comas cuando no necesites alimentarte; no duermas cuando no necesites descansar; no sufras cuando no necesites castigarte».

Logra serenarse.

Mientras eso ocurría, Gabriel estaba ocupada intentando averiguar el motivo por el que Flegias estaba tan interesado en dar con el paradero de un comisario retirado en la provincia de Misiones. Por eso él la envió a Argentina, porque Corteza de Roble no se fiaba del custodio y estaba empezando a desconfiar de Miguel. La confianza lo era todo para Gabriel, así se lo había enseñado Damocles y así lo había aprendido.

Su vida era un aprendizaje forzoso.

Nació en el seno de una tribu datoga de sesenta miembros que sobrevivía cuidando ganado cerca del lago Eyasi, en Tanzania. La llamaron Adla («justicia») porque vino al mundo fruto de una violación cuyo culpable fue juzgado por el consejo de ancianos y ajusticiado por el pueblo. Sin embargo, el término debió de perder su significado en cuanto le cortaron el cordón umbilical y se percataron de que, siendo niña y albina, la justicia la iba a tratar con toda la ceguera que se le supone. Porque allí, en el corazón de África, se pagaban tres mil dólares por una extremidad de niño albino y cincuenta mil dólares por un cuerpo entero, cifras que superaban con mucho el valor que alcanza la vida en algunos rincones donde la brujería aún sigue arraigada en sus ancestrales costumbres. Su grado de albinismo, además, era tan severo como poco frecuente, por lo que su caso no tardó en trascender más allá del cercado que protegía el poblado. Los primeros años de su vida los pasó encerrada durante el día para evitar que el inclemente sol africano hiciera estragos en su piel. Tampoco se atrevía a salir al exterior de noche, habida cuenta de su reducida agudeza visual como consecuencia de la falta de desarrollo de la fóvea del ojo, pero principalmente por los peligros que le acechaban fuera.

Peligros con forma humana. Animales de dos patas.

Los datoga eran conocidos como mangati, palabra masái cuyo significado es «fiero enemigo». Pero muy fieros no se debieron de mostrar cuando cinco hombres pertrechados con machetes entraron en la aldea, se llevaron a Adla por la fuerza y la metieron en un camión. En el forcejeo, Adla recibió un violento golpe en el lado izquierdo de la cabeza que le afectó al área de Broca, la parte del cerebro donde se produce el lenguaje. La lesión le provocó una hipolalia aguda que, sumada a las circunstancias que tendría que vivir, degeneró en el abandono voluntario de la expresión verbal como forma de comunicación. Por suerte, si es este un término que pueda usarse en esta etapa vital de Adla, la vecina área de Wernicke no se vio afectada, por lo que no quedó reducida su capacidad de comprender el significado de las palabras.

Con ocho años, su única valía era el precio que alguien estaba dispuesto a pagar por su carne.

El comprador era un curandero keniata, así que durante el itinerario hasta el norteño país fronterizo, sus captores aprovecharon para trazar una ruta donde apresar otros especímenes como ella. Oro blanco. Una noche acamparon antes de cruzar la frontera entre Uganda y Kenia, donde habían previsto hacer la última escala previa a la entrega de la mercancía. Y la última fue, pues se toparon con una partida del Ejército de Resistencia del Señor que los aniquiló sin darles tiempo a explicar que ellos no pertenecían a la Fuerza de Defensa del Pueblo de Uganda. Un error que en las zonas calientes de África resulta incompatible con la vida. El cabecilla del comando, más pragmático que avaricioso, incorporó en el acto a seis nuevos reclutas para su causa, pero Adla, famélica, no fue capaz de sostener un Kalashnikov ni de explicar por qué no podía. Un lastre demasiado pesado para la partida guerrillera cuando la rapidez de movimientos es sinónimo de supervivencia. Finalmente no se atrevió a matarla por si aquello le traía una maldición, conque abandonó a aquella pálida niña de inquietantes ojos rojizos pensando que el despiadado hábitat selvático se ocuparía de ella.

Pero no fue eso lo que sucedió.

Sus limitaciones físicas y su instinto la forzaron a buscar refugio en el profuso dosel arbóreo de la selva tropical, donde las probabilidades de ser atacada por algún animal de dos patas se reducían de modo considerable. Allí arriba no le faltaba la comida, aunque las primeras semanas su dieta se limitó a las hojas, tallos tiernos, flores, semillas y fruta que podía obtener del árbol al que estaba unida parasitariamente. Se trataba de un robusto ejemplar que levantaba más de cincuenta metros sobre el suelo al que bautizó «Ata», porque así se llamaba el hombre más alto de su tribu. Ata la protegía del sol y el cielo le regalaba agua de forma permanente que recogía en recipientes fabricados con hojas que casi no podía abarcar con las manos. Con el tiempo se atrevió a incluir la proteína animal de los ricos insectos, sobre todo termitas, o los huevos de pájaros que anidaban en las ramas más altas, a las que ya podía llegar gracias a sus cada vez más fortalecidas y diestras manos. Adla no tardó en darse cuenta de que, si se concentraba, podía ver nítidamente con los oídos y guiarse por el olfato, y eso hizo que se lanzara a explorar nuevos reinos aledaños sin tener que bajar de los árboles. Empezó a cazar pájaros, ardillas y reptiles, pero cuando se metía el sol percibía la actividad de otros animales de asequible tamaño que podrían resultar más apetitosos. Adla no necesitaba luz para ver, pero la aventura terrestre todavía le generaba bastante respeto. Resolvió entonces que antes de tomar contacto con el suelo debía fabricarse armas adecuadas, que no eran sino ramas más grandes y mejor afiladas. La primera vez que descendió de Ata se dio cuenta de que lo principal y prioritario era volver a aprender a desplazarse sobre sus extremidades inferiores, tarea nada sencilla de hacer entender a su cerebro, acostumbrado a considerar los pies herramientas diseñadas para trepar por los troncos. Tras muchas breves pero intensas sesiones de rehabilitación motriz, logró mantener la verticalidad lo suficiente como para cubrir la asombrosa distancia de cinco metros. La siguiente fueron más y la siguiente muchos más. Solo era cuestión de tiempo que consiguiera ser tan veloz sobre el terreno como lo era sobre los árboles.

Y tiempo tenía.

Armada y capaz, regresó a su objetivo primigenio: cazar animales más grandes. Lo hacía de noche para sacar el máximo partido a su excelente visión de oído. Combinando rapidez y sigilo con la precisión a la hora de matar a sus presas, empezó a cazar pequeños roedores como entrenamiento antes de abatir otros mamíferos de mayor envergadura. Cuando mató su primer facóquero sintió algo extrañamente poderoso más allá del hecho de tener carne de sobra para las próximas jornadas. Fue una sensación tan placentera que tenía que reencontrarse con ella. Y así fue como empezó a cazar solo por conseguir esa dosis de placer que le pedía su organismo salvaje.

Cuando pasó la época de lluvias, ya se había convertido en una exitosa depredadora, hecho que la animó a recorrer más distancia a pie. Kilómetros y kilómetros de jungla moviéndose por tierra como un felino y por las copas de los árboles como un simio. Aquel entorno no tenía secretos para ella y, sin embargo, no supo dar explicación al comportamiento de su cuerpo el día que notó que sus muslos estaban empapados de sangre sin que se hubiera herido con nada. Se asustó tanto que estuvo a punto de caerse de una rama por primera vez en su vida. Más tarde descubrió que sucedía de manera periódica y que, fuese lo que fuese, se iba igual que venía.

Las estaciones se sucedieron sin novedad hasta que una tarde inusualmente calurosa se topó con tres de esos animales de dos patas que estaban acampados cerca de un curso de agua al que Adla solía acudir a beber. Los observó de cerca durante horas y concluyó sin margen de error que aquellos eran de la misma especie que los que aparecían en sus pesadillas. Tenían que serlo, pues portaban los mismos cuchillos largos y afilados que ellos. Esperó a escuchar los tres registros distintos de un respirar somnoliento antes de descender del árbol más cercano a las rocas que delimitaban el cauce del arroyo. Allí sus pies desnudos eran mudos, como ella. Se aproximó con suma cautela y olfateó el aire. Reconoció el fétido olor que despedían sus ropas impregnadas en sudor, idéntico al que tenía guardado en la memoria. A pesar de su deficiente visión, pudo localizar uno de aquellos cuchillos largos y afilados cerca de lo que había sido una hoguera gracias al reflejo de la luz sobre la hoja metálica. Lo empuñó con absoluta determinación y comprobó que se adaptaba a la mano mejor que sus ramas. El orden lo marcó la proximidad, y el modo, el único que aplicaba con las piezas de mayor tamaño, como los facóqueros: un golpe certero en el cuello y evasión inmediata. Tras repetirlo tres veces, ganó distancia y esperó a que cesaran de emitir aquellos sonidos tan desagradables. Lo único que sacó en limpio de aquello fue que los animales de dos patas tardan menos en morir que los de cuatro y que los machetes, bien empleados, provocan heridas irreversibles. Luego descuartizó los cuerpos y los arrojó al agua para que la corriente se llevara aquel olor tan repugnante. Ni se planteó probar aquella carne, igual que le pasaba con la del resto de simios con los que convivía y compartía espacio, porque no los consideraba comestibles.

Las siguientes estaciones transcurrieron sin modificaciones en su rutina. El único cambio era el que no dejaba de producirse en su cuerpo como resultado de una notable mejoría en la alimentación. Consecuentemente, su musculatura era cada vez más potente, más elástica y más resistente, lo cual le permitía moverse más rápido, subir más alto y golpear más fuerte. Aunque Adla no podía comprender el concepto de felicidad, podría decirse que a lo largo de esa etapa fue plenamente feliz. Solo le molestaba el inconveniente de tener que limpiar aquel olor repugnante cada cierto tiempo. Porque, aunque trataba de evitar a los animales de dos patas a toda costa, no siempre lo lograba y, llegado el caso, no era algo que le supusiera un conflicto. En cierta ocasión tuvo que eliminar el hedor de una manada de doce. Empeñó tres noches y dos días, pero eso hizo que durante una larga temporada no volviera a cruzarse con ninguno de aquellos seres.

Para entonces el mito de la pantera blanca ya había trascendido más allá de las fronteras de Uganda y el Congo. Se decía que por las noches bajaba de los árboles para asesinar humanos y que no los devoraba, los mataba y descuartizaba solo por el placer de hacerlo. La leyenda cobró vida cuando un periodista de American Naturalist publicó un trabajo de investigación en el que presentaba pruebas y testimonios que relacionaban el casi un centenar de desapariciones ocurridas en las reservas forestales de Wambabya, Bujawe y Mukihavi, entre los años 1995 y 2001, con una misteriosa figura humanoide de piel clara que podía ver en la oscuridad y se movía a una velocidad endiablada tanto por el suelo como por las copas de los árboles. Las fotos de los cuerpos mutilados a golpe de machete causaron tanto estupor que no tardaron en aparecer las primeras recompensas por la cabeza de aquel monstruo mata hombres.

Así fue como Corteza de Roble oyó hablar de Adla por primera vez. Necesitaba averiguar qué había detrás de aquella historia y nadie con más medios que él para lograrlo. Ahora bien, la quería viva. Tardaron tres meses en atraparla y siete de los veinte componentes de la expedición no pudieron repartirse el botín.

El mito de la pantera blanca se fue diluyendo con el paso de los años, a la misma velocidad que Damocles se ganaba su confianza.

Pero todo aquello formaba parte de su pasado. El presente le marca un itinerario que le va a hacer recorrer el planeta de punta a punta. Primero dará caza a los traidores custodios y finalmente a Flegias y a Miguel, los instigadores y asesinos de Corteza de Roble, sin importarle cuánto tiempo requiera la empresa.

Gabriel se tumba en esa cama y cierra los ojos. Todavía le desagrada el olor que dejan los animales de dos patas en las sábanas, pero él le enseñó a controlar sus instintos.

Y casi siempre lo consigue.