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LA ARROGANCIA NO SIRVE DE NADA SIN VIENTO A FAVOR
Café Biffi. Galería Víctor Manuel II
Milán (Italia)
17 de marzo de 1930
Lo vio aparecer atravesando la entrada más próxima a la Piazza della Scala. Avanzaba despaciosamente con las manos refugiadas en los bolsillos, traza desbravada y una carpeta nada lustrosa bajo el brazo.
Habían pasado siete años desde la última vez que coincidió con él durante la inauguración del Palacio Barolo, pero aun desde la distancia se podía apreciar que el paso del tiempo no era el único cincel que había perfilado su rostro. La huella del fracaso era patente en el vestir, en el caminar, en el existir y, sentado en aquella cómoda terraza, quiso dejar constancia en su diario.
Desde que le destinaran de nuevo a Buenos Aires, Matthew J. Michelson no se había dedicado a otra cosa que a seguir el rastro de Mario Palanti con la inestimable ayuda de Rafael, arcángel mayor de la Congregación. Había confiado en su método y, aunque los resultados habían tardado en llegar mucho más de lo que él esperaba, finalmente consiguió averiguar el paradero de uno de los dos ladrones que había contratado el arquitecto para llevarse la Ascensión del puerto de Mar del Plata. Al desgraciado lo encontró en la ciudad de Rosario, pero la escasa información que logró sacarle le condujo a otro oscuro y desesperante pozo sin fondo. El tipo confesó, como ya sabía, que había sido el propio Palanti quien les había avisado de que los estaban buscando allá por el año 1922 y que ese mismo día salió de Buenos Aires para no volver a pisar jamás la capital. Sin embargo, su compañero, un tal Patricio Cagna, le había intentado convencer de que aquella estatua valía mucho más que los quinientos pesos que habían cobrado por el trabajo y que debían llevársela del almacén donde el arquitecto les había ordenado dejarla. Y eso fue lo último que les confesó antes de que falleciera a causa de los múltiples golpes que le causó Rafael con un bate de béisbol. La pista de Cagna se perdía en el libro de registro de la frontera con Brasil en abril de 1923, pero Michelson no era de los que se rinden, por lo que decidió que tenía que contrastar aquella historia con la única persona que le quedaba por interrogar.
Esa cuyo paradero había tardado meses en encontrar.
Esa que acababa de toparse con el rostro de Rafael y que, como había previsto, tenía el suyo demudado.
—Tome asiento, por favor. ¿Quiere tomar algo? —le convidó el guardián.
—¡Usted!
La razón por la que había decidido mantener esa primera charla en un lugar tan concurrido no era otra que lograr que su interlocutor se sintiera a salvo y pudiera hablar sin tener que recurrir a otras artes menos civilizadas. Para ello siempre habría tiempo ahora que conocía la rutina de su objetivo. Y sus ataduras.
—No. Estoy perfectamente. Dígame qué le ha traído hasta aquí —exigió Palanti en un tono nada exigente.
—Respuestas.
—Respuestas —repitió apesadumbrado—. ¡Maldita sea…, ya he pasado por esto!, ¡por favor! ¿Qué más quieren de mí?
—Las respuestas correctas.
El italiano sostuvo la mirada de Michelson con la vacua esperanza de encontrar alguna falla.
—Está bien, terminemos cuanto antes.
—Ya veo que conserva su insolencia a pesar de lo poco favorable de la situación. Ya debería saber que la arrogancia no sirve de nada sin viento a favor y ahora mismo, arquitecto, le está soplando en la maldita cara.
—Cuando el barco se hunde las mercancías dejan de tener importancia.
A Michelson le hizo gracia el comentario.
—Sí, pero hay muchas formas de irse a pique: rápido y con honor o lenta y dolorosamente. Tengo mis cañones apuntando a su palo mayor —dijo refiriéndose a Rafael, que se había sentado a la mesa contigua—, así que le aconsejo que responda a todas mis preguntas con sinceridad si quiere seguir surcando el mar de tempestades por el que navega. Vamos a hacer lo siguiente: le voy a decir lo que sé y usted va a completar lo que no sé. Y le recuerdo que mi trabajo consiste en saber, en saber más que los demás —precisa.
Mario Palanti cruzó los brazos a la altura del pecho.
—Empezando por el presente, le tengo que decir que estoy al tanto de que las cosas no le están yendo nada bien. Que hace unos cuantos años que trabaja en el proyecto de la Mole Littoria y que está tratando por todos los medios de ganarse los favores de Benito Mussolini. Por ello y para ello, en 1925 se inscribió en el Partito Nazionale Fascista y, desde entonces, le ha solicitado audiencia formalmente en tres ocasiones sin que le haya concedido ninguna. Ni se la va a conceder mientras el Duce siga siendo miembro de la Asamblea —le adelantó—. En consecuencia, estos últimos años se ha estado arrastrando a ambos lados del Atlántico intentando vender sus ideas con escasísimo éxito.
Michelson se colocó la taza de café en los labios para asegurarse de que Palanti estaba asimilando sus palabras.
—Pero todavía resulta más interesante hacer una regresión al pasado. Justo al momento en el que usted encargó el robo de la estatua a dos ladrones de poca monta a los que pagó quinientos pesos. O, si lo prefiere, al día en el que les avisó de que los andábamos buscando, después de mantener aquella conversación conmigo en el Tortoni. De esta forma, no nos hace falta viajar al futuro para intuir de qué color se pinta, ¿verdad?
El arquitecto se secó el sudor de las palmas de las manos en la pernera del pantalón y asintió.
—Antes de empezar a hablar, me gustaría pedirle que no me obligue a disparar una salva a las primeras de cambio —le advirtió Michelson.
Palanti se humedeció los labios y elevó la mirada hacia la cúpula acristalada de la galería, como si así pudiera escapar de aquel embrollo.
—Al día siguiente de avisar a esos dos cretinos, se presentó uno de ellos…
—Patricio Cagna —se anticipó el guardián haciendo alarde de manejo de información.
—Como se llamara. Se presentó, como digo, en el Barolo para decirme que se había llevado la estatua y que si quería recuperarla tendría que pagarle cinco mil pesos.
—Lo mismo no era tan cretino —se burló.
—Sí, lo era, porque yo ya me había hecho con lo que me interesaba.
Matthew J. Michelson elevó las cejas.
—Explíquese.
—¡No me trate como a un estúpido! Usted y yo sabemos que la Ascensión no era más que un recipiente y lo último que yo quería en ese momento era tenerla en mi poder. ¡Odiaba y odio ese pedazo de bronce y realmente me importa muy poco lo que haya podido sucederle!
El guardián dedujo que estaba diciendo la verdad; así y todo, tenía que poner en duda sus palabras para averiguar lo que Ciacco no le había querido desvelar en Londres.
—No me creo que mutilara su obra para extraer lo que contenía en su interior.
—¡Deje de ponerme a prueba! Sabe tan bien como yo que solo había que presionar las dos tes de la inscripción para abrir el compartimento.
—Lo sé, pero no deja de sorprenderme que diera con ello —improvisó.
—En realidad no fui yo, sino mi aprendiz. Él sospechaba que debía de existir algún mecanismo en su interior, porque durante el proceso de fundición se había presentado un relojero en el taller. Era cuestión de probar.
—Creo que no le he tratado con justicia.
—¿Ahora me viene con esas? No hace falta que se compadezca de mí, lograré levantar el vuelo.
—Los pájaros muertos no vuelan, arquitecto. Dígame dónde tiene lo que sacó de la Ascensión.
Mario Palanti amusgó los ojos. Segundos después se echó las manos a la cara y prolongó el movimiento lentamente hasta la nuca, donde entrecruzó los dedos.
—¡Pero qué estúpido soy! Usted no tiene ni idea de lo que contenía. ¡Ni la más remota idea!
El italiano dejó escapar una risotada que se materializó en el millón de alfileres que se clavaron en el ego del guardián.
—Déjeme que le diga algo —añadió recortando la distancia con Matthew J. Michelson—. Se le han adelantado los suyos. Hace mucho tiempo —precisó—. Así que lo que tenía ya no lo tengo. Lo tiene él.
—Él —repitió ansioso.
—¿No sabe de quién le hablo? Está usted más perdido de lo que pensaba —se mofó—. Bernardo Segurola, el hombre que está al frente de todo, el que dirige esas excavaciones secretas. Él.
El intelecto del guardián se encargó de juntar las ocho letras que conformaban un nombre: Damocles. Otra vez el vigilante. Estaba claro que, contrariamente a lo que Ciacco pensaba, sí había tenido éxito en sus indagaciones, pero, por algún motivo, había decidido no comunicárselo al Gran Maestre. Un motivo que tenía que averiguar.
—Dígame qué contenía.
—Dígame qué gano yo contándoselo.
—Vivir.
—Vivir, claro. ¿Sabe algo? No quiero vivir…, ¿cómo ha dicho? Sí: arrastrándome de un lado al otro del Atlántico. Puede ordenar ahora mismo al tipo que tengo a mi espalda que me arranque la piel a tiras, que lo único que va a obtener es piel. Puede estar seguro de que me llevaré el secreto a la tumba.
Michelson se dio cuenta de que lo que más deseaba en aquel instante era averiguar qué contenía la estatua. Pero de eso Mario Palanti ya se había percatado.
—¿Qué quiere a cambio?
—Quiero la firma de Benito Mussolini en mi proyecto de la Mole Littoria y no me diga que no puede porque ya me han demostrado que no hay nada que esté fuera de su alcance.
—Tiene usted mi palabra, le conseguiré ese proyecto.
—¿Su palabra? —se mofó—. No me voy a conformar con su palabra, quiero la rúbrica de él.
—No es algo que se pueda obtener de la noche a la mañana, arquitecto.
—Usted sabrá cuándo quiere que le desvele el misterio.
El guardián decidió cambiar de estrategia; radicalmente.
—Agotó su crédito. No creo nada de lo que me ha contado. No hay rincón en Milán, en Italia, en Europa ni en el mundo entero en el que pueda estar a salvo. Mañana usted y su misterio estarán criando malvas —le aseguró levantándose de la mesa.
Mario Palanti se incorporó de improviso, provocando la reacción del arcángel. Dos manos en los hombros ejerciendo la fuerza contraria a sus piernas le devolvieron a su sitio.
—¿Tiene algo que decirme?
El arquitecto aguantó unos segundos el suspense.
—Le propongo un pacto de caballeros.
Michelson le hizo una seña al arcángel y este tomó asiento de nuevo.
—Le demostraré que sí accedí al interior de la estatua —dijo abriendo la cartera que había apoyado sobre la mesa—. La llevo siempre conmigo, por lo que pueda pasar.
Palanti extrajo algo utilizando los dedos a modo de pinzas. Venía envuelto de modo rudimentario en un plástico que hacía de protector.
Una lámina de color azul de Prusia.
—La cianotipia es un procedimiento parecido al revelado fotográfico que usamos con relativa frecuencia en mi oficio para realizar copias de planos originales.
Matthew J. Michelson examinó la lámina con detenimiento.
—El cianotipo realizado directamente por mí a partir del documento original. ¿Alcanza a leer el texto?
Era obvio que sí. Cuando terminó, levantó la mirada y buscó la de Mario Palanti, rebosante de expectación.
—Usted y yo tenemos un trato —dijo al fin el guardián.