LA DESESPERACIÓN ES LA CHISPA QUE ENCIENDE LA POESÍA

Cementerio de la Recoleta

Buenos Aires (Argentina)

Octubre de 1935

Aquel se había convertido en uno de los lugares preferidos de toda la ciudad, lo cual no dejaba de parecerle extraño, ya que él detestaba los cementerios desde su más tierna infancia. A finales del siglo XIX la muerte convivía con lo cotidiano y, en su familia, la desaparición de un ser querido se explicaba bajo el prisma del designio divino, argumentos que no servían a Matthew J. Michelson para aligerar la carga de pesadumbre que tenía asociada a los camposantos, sinónimos de dolor.

De dolor de verdad, del que deja un vacío perpetuo por dentro.

Aquel no. Aquel era especial, distinto, exento de aflicción, libre de pena. Allí todo era paz y le encantaba respirar esa tranquilidad cuando tenía que ordenar sus pensamientos antes de plasmarlos en el diario. Le habría gustado que Dorothy y Robert descansaran en aquel camposanto, pero se tenía que conformar con recorrer sus pasillos escuchando los relatos que susurraban aquellos regios panteones y circulaban entre las criptas y mausoleos; solemnes, fastuosos. Era como si los muertos rivalizaran por ganarse la calidad del descanso eterno en una competición arquitectónica póstuma en la que él era el único espectador.

Antes de pasar bajo el pórtico del acceso principal sostenido sobre cuatro enormes columnas de orden dórico, la inscripción latina enmarcada en el frontis refrendó sus pensamientos: Requiescant in pace.

A pesar de que había perdido mucho cabello, lo reconoció de inmediato frente a la hornacina que contenía la escultura yacente de Luz María García Velloso. Se secaba la frente con un pañuelo, pero enseguida dedujo que aquella profusa transpiración no se debía a la temperatura primaveral, clemente, ni a la humedad a la que su cuerpo ya debía de estar habituado.

Mario Palanti estaba visiblemente nervioso.

Se fijó en que portaba bajo el brazo la misma cartera de piel desgastada que llevaba en Milán. En contraposición, él traía el portadocumentos que le había obsequiado el entonces presidente de Argentina, Agustín Pedro Justo, con quien acababa de cerrar una operación de venta que incluía un destructor para la armada. Una suculenta tajada fruto de la estrecha relación que mantenía con él desde que Justo ocupara el cargo de ministro de Guerra.

Disfrutó unos segundos más de la desdicha ajena antes de ir a su encuentro.

—Buen día, arquitecto —le saludó componiendo su peor sonrisa—. Gracias por acudir con tan escaso margen.

Mientras le estrechaba la mano, flácida y sudorosa, observó que no había rastro de arrogancia en los ojos del italiano.

—Ha pasado bastante tiempo —musitó Palanti.

Exactamente cuatro años. Desde entonces, la diosa Fortuna había repartido suerte de manera ecuánime: toda la que había tenido Matthew J. Michelson se la había arrebatado a Mario Palanti. Si el arranque de la nueva década había sido malo, 1934 había sido catastrófico para el arquitecto tanto en lo profesional como en el plano personal. En marzo se había separado de María Elena Castagnino, mujer que pertenecía a una familia pudiente de Rosario con la que había contraído matrimonio nueve meses antes. Poco después recibía la noticia de que Benito Mussolini no aceptaba el purasangre que le había enviado buscando engrasar su relación, habida cuenta de las tres ocasiones en las que el dictador había rehusado recibirle para tratar el proyecto de la Mole Littoria. Sin tiempo para dejarle asimilar el golpe, el diario Il Popolo d’Italia calificaba el diseño del Palazzo del Littorio presentado por Palanti como una «torta carnavalesca». De esa guisa, con los bolsillos fríos y los carrillos calientes acababa de regresar a Argentina en busca de antiguos amigos que quisieran echarle una mano. Por su parte, Michelson se frotaba las manos esperando a que estallara el conflicto bélico en España como aperitivo de otro mayor que haría rebosar las arcas de la organización. Dos o tres veces al año viajaba a Londres para visitar a su nieto Matthew, que acababa de cumplir la mayoría de edad y se preparaba para entrar en el Ejército de Su Majestad. En aquel joven que tanto le recordaba a sí mismo había depositado todas sus esperanzas de continuar con su labor dentro de la hermandad.

No le defraudaría.

—La dama de blanco, la llaman. Trágico —calificó el guardián con teatralidad—. Se la llevó la leucemia hace ahora diez años y ya es una celebridad. La mayoría de estas personas no saben quién era Manuel Dorrego —dijo indicando una bóveda cercana—, pero se saben de memoria las leyendas fantasmagóricas sobre las apariciones nocturnas de la hermosa joven del vestido blanco.

—Particularmente solo me interesa la técnica escultórica, lo demás pertenece a los libros.

—La cáscara, ya veo. Los nombres tallados en el mármol no son nada más que letras si se desconoce su historia —sentenció—. Acompáñeme.

Mario Palanti volvió a enjugarse el sudor antes de hablar.

—Le confieso que tras nuestro último encuentro albergaba la esperanza de que, algún día, recibiría un telegrama suyo con buenas nuevas. Entiendo que sus negociaciones con el Duce han sido tan infructuosas como las mías.

—Yo no lo expresaría así.

—¿No? ¿Qué quiere decir?

Se podía ver la llama de la esperanza encendida en sus pupilas.

—Que para que exista negociación debe haber un diálogo y usted no ha logrado mantener ninguno con el gran hombre a pesar de su equina insistencia —le apuñaló.

Palanti dejó caer la mirada. Tenía los zapatos sucios, pero no de polvo de cemento, como le habría gustado.

—Ya veo que sigue manejando los hilos.

—Los suyos especialmente. Sé lo que ha hecho o, mejor dicho, lo que ha dejado de hacer en todo este tiempo. Sé que no me invitó a su casorio —calificó despótico—. Sé que ha viajado en el Graf Zeppelin vía Río de Janeiro y que llegó a la ciudad en junio buscando un cambio de aires, que, deduzco, no se ha producido, dado que el martes pasado ha comprado un pasaje en el Neptunia, el buque que le llevará de nuevo a Italia. ¿Pensaba marcharse sin siquiera saludarme, arquitecto?

Mario Palanti tuvo que apoyarse en la pared de un templete de corte neoclásico para no perder la verticalidad.

—Ahí está enterrada María de los Remedios de Escalada, la esposa y amiga de José de San Martín, como reza en la inscripción. Por lo visto, era más lo segundo que lo primero, pues cuando estaba ella muy enferma de tuberculosis el Libertador no tuvo a bien regresar del frente para despedirla. Pero ya se sabe lo duro que supone ser un héroe.

—¿Tanto disfruta jugando con las vidas ajenas? —le recriminó el arquitecto algo repuesto.

—Solo con las de las personas que me despiertan cierto interés.

—¡Dígame de una vez qué quiere de mí! —le exigió en una situación harto desfavorable.

La salida de tono le hizo rescatar a Michelson la frase a la que siempre recurría un coronel de caballería para conseguir que sus tropas no menospreciaran a sus enemigos: «La desesperación es la chispa que enciende la valentía».

—Lo sabe perfectamente —contestó el guardián manteniendo la compostura.

A Palanti le temblaba el maxilar inferior.

—Teníamos un pacto entre caballeros. Le demostré que había accedido al contenido de la Ascensión. ¿O el certificado de Malagola que le entregué en Milán no era una prueba suficiente?

—La copia, querrá decir.

—El cianotipo es una copia perfecta. Yo le di algo y usted me dio su palabra y nada más. Palabra que no ha cumplido. ¿Qué más quiere de mí?

—Yo he cumplido el pacto de caballeros.

Mario Palanti frunció el ceño.

—¿Qué quiere decir?

—Exactamente lo que he dicho.

—¿Logró hablar con Mussolini?

—No fue necesario.

Matthew J. Michelson aguantó unos instantes para asistir al colapso del italiano, que se vio forzado a tomar asiento sobre la lápida de la ilustre difunta. Luego abrió el portadocumentos, extrajo unos folios de color pajizo y los meneó a la altura de sus ojos.

—¿Lo reconoce?

Palanti tardó en contestar.

—Mi proyecto —identificó titubeando—. Es mi proyecto de la Mole Littoria.

—Y esta firma a pie de página que se repite en todas las hojas…, ¿también la reconoce?

—Es su firma. La firma del Duce.

—El proyecto es suyo.

Mario Palanti se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar desconsoladamente.

—Antes de que se deshaga en lágrimas, arquitecto, ha de saber que esto será pasto de las llamas si no cumple su parte del trato.

Palanti asintió. Asintió tantas veces y de forma tan enérgica que Michelson pensó que iba a sufrir un esguince cervical. Se pasó los puños de la camisa por las mejillas e introdujo la mano en la cartera de piel. Sonó un leve chasquido que produjo el departamento oculto y extrajo el cianotipo envuelto de la misma forma grosera que el que se llevó de Milán.

—Déjeme preguntarle. Sea lo que sea eso que va a entregarme ahora mismo…, ¿ha estado ahí guardado todo este tiempo?

—Desde el mismo día que hice los cianotipos —confirmó nada pacato—. No me he desprendido de ellos jamás.

Michelson maldecía internamente mientras lo examinaba.

—Necesitará una lente de aumento —sugirió Palanti al mismo tiempo que se lo entregaba al guardián.

Michelson se inclinó y forzó la vista.

—¿Qué son estas líneas?

—Coordenadas geográficas.

—Ya veo…, sí. ¿Entonces esto es…?

—El mapa. O mejor dicho, una copia exacta del mapa que lleva a El Cartapacio de Minos.

Ahora era a Michelson a quien le embargaba la emoción. A esas alturas, todos los miembros de la Congregación de los Hombres Puros ya eran conscientes del poder que tenía El Cartapacio y mucho más desde que John Edgar Hoover se había vestido con la túnica de Dante bajo el nombre de Jasón.

—No alcanzo a leer el texto de abajo.

—En 1869, en calidad de Gran Maestre de esta logia consagrada al sumo poeta. Y las iniciales.

—>B. M. M.

—Bartolomé Mitre Martínez: Minos.

Los labios de Matthew J. Michelson conformaron una línea ligeramente cóncava al tiempo que, sin despegar la vista del mapa, le entregaba el proyecto firmado al arquitecto.

—¿Esto fue lo que se llevó Damocles? ¿No había nada más?

—Le juro por mi santa madre, que Dios la tenga en su gloria, que, cuando descubrí el compartimento en la estatua, solo había los dos documentos que le he entregado ya: el certificado de Saturnino Malagola y el mapa.

El arquitecto no mentía.

—¿Nunca ha sentido la atracción de descifrarlo? —quiso saber Michelson.

—¿Y qué ganaría yo con ello? El único valor que tenía es lo que me acaba de entregar usted.

Pero se equivocaba.

Cuatro días después, Mario Palanti embarcaba rumbo a Génova con la idea de presentarse en la oficina de Luigi Gatti, secretario personal de Benito Mussolini, la pared contra la que había rebotado cada vez que le solicitaba audiencia, para estamparle su proyecto de la Mole Littoria en la cara. Y lo hizo, pero, lamentablemente para el arquitecto, jamás vería ejecutada la obra. La delicada situación económica de Italia en el escenario prebélico de la Segunda Guerra Mundial no era compatible con una construcción tan costosa, por muy ambiciosa que fuera y muy firmada que estuviera por el dictador italiano.

El 6 de septiembre de 1978, en su humilde casa de campo de Milán, Mario Palanti moría en el más absoluto ostracismo, pobre y condenado al olvido. Pero más cruel aún sería la condena que le esperaba a Matthew J. Michelson los nueve años que le quedaban de vida.

Una obsesiva condena.