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LO CORRECTO MATA
Parque Nacional Iguazú
Provincia de Misiones (Argentina)
Septiembre de 2013
Erika tarda en reaccionar.
No sabe lo que le ha provocado esa parálisis, pero diría que no ha sido causada por el miedo. Las difusas reminiscencias del fugaz encuentro con la mujer albina en Budapest siguen pendientes de catalogar. Recuerda vagamente que aquel guardián de la Congregación la tenía retenida en un agujero junto con la otra doncella como coprotagonistas del acto de purificación. Cuando Zoltan Szabó pretendía deshacerse de su compañera, ella apareció de la nada, le arrebató la vida como si nada y en la nada desapareció.
Es como si su subconsciente se resistiera a reconocer unos hechos de los que tiene constancia de que han sucedido tal cual los recuerda.
—Tenemos que movernos —escucha decir a Ólafur tras aclararse la garganta—. Si ella está aquí, es porque o nos está siguiendo a nosotros, o viene a buscar a la misma persona, pero con fines distintos.
—Me decanto por la segunda opción —reacciona ella con la mirada puesta en la estatua.
—Coincido.
—Y entonces, ¿qué?
—No la perdamos de vista.
El arcángel viste un mono de licra negro y, a pesar de que sus largas rastas albúreas le tapan parcialmente la espalda, se puede distinguir una mochila de contenido tan incierto como inquietante. Se cubre los ojos con gafas oscuras y camina ligera, pero sin prisa. Flota.
La siguen a unos cincuenta metros de distancia al tiempo que serpentean entre los turistas que se dirigen a la estación Garganta del Diablo. Una incómoda gota de sudor desciende por la sien de Ólafur.
—Jaap me habló de todos los arcángeles —introduce este—. No era extraño escucharle alardear de que conocía a fondo las habilidades de sus compañeros. Sentía mucho respeto por Rafael y diría que admiración por Miguel, pero de Gabriel…, de Gabriel no sabía más que el hecho de que era una mujer. No sé si te enteraste de que Sancho también se topó con ella en Nigeria. Se ha parado. Espera.
—Sí, ya me contó. ¿Qué está mirando desde ahí?
—Ni idea.
—No dejo de pensar en algo…
Ólafur se mantiene a la expectativa sin despegar la mirada del arcángel.
—¿Qué mierda vamos a hacer si tenemos que enfrentarnos con ella?
—Ya. Buena pregunta. Llegado el caso, si se pone a tiro, no le voy a dar opción a que me envíe al Valhalla —asegura haciendo rotar el tobillo de la pierna derecha.
Erika arruga la cara.
—¿Cómo es posible?
—Uno tiene sus métodos. ¿Recuerdas que cuando aterrizamos en Ezeiza tardé más de la cuenta en volver del baño?
—Lo tuyo para conseguir armas es un arte. Pensaba que llevabas esos pantalones de campana por decisión propia.
—Y así es.
—Los setenta murieron en cuanto empezaron los ochenta, hace treinta y tres años. Siento ser yo quien te lo diga.
—Se pone en marcha —advierte él. En su tono de voz se aprecia cierta alteración que, para su sorpresa, no encuentra reciprocidad en su compañera.
—Vamos.
Decenas de personas esperan a que llegue el tren turístico que les acercará hasta las pasarelas sobre el río Iguazú que mueren en el mirador de la Garganta del Diablo. Sin embargo, el arcángel pasa de largo siguiendo los letreros que señalizan el circuito inferior.
—Parece que no tiene la misma información que nosotros —comenta Erika.
—O puede que sí la tenga y haya decidido esperar a que Ramírez pase por allí. Es lo que haría yo.
—Mierda, mierda, mierda —califica ella—. No será capaz de intentar algo a la vista de cientos de personas, ¿verdad? —se cuestiona, más como un deseo que como una incógnita.
—Yo no apostaría mi jubilación.
—No podemos permitirlo. Si elimina a Ramírez, nos corta de raíz la posibilidad de encontrar a Bujalesky. Adiós al maldito Cartapacio. Al margen, si me reconoce, creo que nos vamos a meter en un lío importante.
—Ya. ¿Y qué propones?
—Que nos separemos. Tú la sigues a ella y yo trato de dar con Ramírez.
Ólafur se mesa el mostacho con la atención puesta en su objetivo.
—No sé si es buena idea, pero a estas alturas…
—Hasta caminar en llano da vértigo —completa ella.
—Pues eso, no te tropieces.
—Lo mismo te digo. Estamos en contacto por móvil. Me vas contando, ¿ok?
—Suerte.
Erika posa la mano sobre su hombro y le menea levemente antes de dar media vuelta. El islandés la ve perderse entre el resto de congéneres que avanzan en dirección a los distintos miradores desde los que contemplar los distintos saltos de agua. Cuatro ejemplares de coatí parecen escoltar su marcha.
Se le arruga el estómago cuando sus ojos regresan al punto en el que debían encontrarse con el arcángel.
Ha desaparecido.
Cafetería restaurante Schoonoord
Oosterbeek (Holanda)
La expresión de Robert J. Michelson está cincelada por la frustración de quien se ha quedado con la miel en los labios. Ver morir a un hombre no resulta agradable, ser el responsable de esa muerte, menos; pero no son esos los tragos amargos que le han impulsado a sofocarlos con el amargor de un gin tonic. O varios.
El plan consistía en quitar de en medio a Corteza de Roble, pero nunca antes de haber realizado la ceremonia del traspaso de la túnica de Dante, con lo que ello implica. Sabe que el Gran Maestre es el único que dispone de todos los permisos para acceder a la información clasificada de la organización, que no es más que la que genera durante su mandato; aun así, le habría resultado de gran utilidad. Ahora no tiene nada más que muchas opciones para ser nombrado su sucesor —más por miedo que por méritos personales—, pero de nada le servirá el cargo sin los privilegios. Corteza de Roble interpretó correctamente sus reales intenciones y por eso decidió llevarse a la tumba el secreto de la localización de El Cartapacio de Minos. A la tumba o allá donde se estuviera descomponiendo su monstruoso organismo, porque Michelson no se ha interesado por ello. El hecho de que Nasidio sea el propietario del hotel ha facilitado la retirada del cadáver siguiendo la misma metodología con la que trabajaba su servicio de habitaciones: con absoluta discreción. Al custodio le ha incomodado tener que pedir la devolución de algún favor a las autoridades pertinentes para conseguir la incineración inmediata del cuerpo de un indocumentado que se les había colado en el hotel y que había resuelto morirse sin permiso. Hasta cierto punto es cierto, pues casi nada se sabe sobre la persona que había detrás de su nombre masónico. De igual forma, a estas alturas ya será ceniza y los problemas pierden fuelle cuando carecen de nombre propio.
—Hay un vuelo esta noche —le informa Miguel.
—Excelente. ¿Has informado a tu gente?
—No, todavía no. Lo haré de camino al aeropuerto, pero he de decir que nunca se me han dado bien los comunicados. De ningún tipo —especifica.
—Los custodios se encargarán de hacerlo con sus guardianes y estos, a su vez, con los centinelas. Solo diremos que el Gran Maestre ha muerto y que la Asamblea ya está trabajando en la sucesión.
—La norma establece que los candidatos deben presentarse a la elección con su futuro nombre. ¿Has pensado ya en ello?
Michelson bebe un trago largo del Tanqueray con tónica e inspira profundamente buscando inspiración.
—Xellos.
Miguel lo mira extrañado.
—Mi padre me regaló un caballo que se llamaba así: Xellos.
La ausencia de reacción por parte del arcángel le hace creer a Michelson que desea escuchar toda la historia.
Nada más lejos de la realidad.
—Durante unos años vivimos a las afueras de Derby, en una hacienda que perteneció a mi bisabuelo Matthew J. Michelson y que todavía puedo ver con nitidez si cierro los ojos. Mi padre pasaba largas temporadas fuera y cuando regresaba lo primero que hacía antes de entrar en casa era pasar por el establo a saludar a sus caballos. Los había comprado casi todos siendo potros y los criaba, se los criaban —rectifica—, para competir. Lo cierto es que jamás consiguió tener ninguno que ganara algo importante, pero la que más destacaba era una yegua de pelaje castaño claro que se llamaba Ayris. Se empeñó en cruzarla con un semental que debía de ser el Usain Bolt equino, porque cubrirla le costó una millonada. Once meses después nació Xellos. Recuerdo que mi padre lloró al verlo levantarse por primera vez, algo que no hizo cuando nací yo, su único hijo, porque ni siquiera estuvo presente. Estaba emocionado. No hablaba de otra cosa que de Xellos y, por muy absurdo que te pueda parecer, empecé a sentir celos de aquel potrillo.
Otro trago.
—Para mi sorpresa, cuando cumplí los doce años mi padre me lo regaló. Era mío y sin embargo no podía montarlo porque Xellos tenía que cumplir un protocolo de adiestramiento específico para convertirse en un gran campeón. Un día, aprovechando que él estaba de viaje, decidí hacerlo por mi cuenta y riesgo. Yo no era un gran jinete, pero estaba acostumbrado a montar desde los seis años. Xellos no debía de pensar lo mismo, porque a las primeras de cambio me hizo descabalgar. Me fracturé la clavícula. No me atreví a contarle la verdad a mi padre. Meses después lo volví a intentar con la misma suerte, pero sin fracturas. Creo que insistí un par de veces más, pero jamás conseguí cabalgar a lomos de Xellos. Un tiempo después, un domingo que hacía mucho calor, en una de aquellas sesiones de entrenamiento el animal se rompió una pata. El veterinario le dijo a mi padre que podía operarse, pero no garantizaba que fuera a recuperarse por completo y que lo seguro era que en esas condiciones nunca podría llegar a competir. La intervención y el tratamiento posterior eran muy caros; no obstante, no fue el dinero lo que llevó a mi padre a tomar la decisión de sacrificarlo. Fue porque, para él, el mero hecho de que no pudiera llegar a cumplir el propósito para el que había nacido era una tortura que ningún ser vivo debería soportar.
Miguel no sabe qué decir, ni siquiera sabe si ha de decir algo o no. Duda si la historia de Xellos contiene una advertencia velada hacia él o simplemente es una aburrida historia cuya moraleja se ha escapado a su entendimiento. Lo único que sabe es que lo que más le apetece en ese momento es estrellarle a Michelson un vaso en la cara y ver cómo se retuerce de dolor. El arcángel oculta su estado de confusión llamando la atención del camarero.
—Todos tenemos un propósito al nacer y el mío es vestir la túnica de Dante. Así me lo dejó escrito mi padre y así lo cumpliré.
Miguel se piensa dos veces si le conviene o no alimentar esa conversación.
—Pero Xellos no lo logró —se arriesga, valiente.
—Por eso mismo quiero usar su nombre, para acordarme de su fracaso y no repetirlo.
El arcángel da por zanjado el asunto del condenado caballo.
—Y ahora, como único candidato hasta la fecha —aclara—, me corresponde a mí decidir dónde tendrá lugar la Asamblea de nombramiento. Hay un enclave que tiene mucha importancia para mí y creo que tú sabes por qué.
—¿El refugio de tu bisabuelo en el fin del mundo?
Michelson lo confirma con un fugaz movimiento de la cabeza.
—¿Y por qué arriesgarse a celebrarla allí? Nadie más que yo tiene que saber dónde establece su Templo el Gran Maestre. Corteza de Roble lo tenía en la isla Malden, que no era el fin del mundo pero sí el lugar más apartado.
—Mi padre dejó escrito que observando el movimiento de los glaciares y escuchando sus sonidos había comprendido que la velocidad es relativa siempre que no se interrumpa el avance. Solía decir que la línea recta es el camino más corto, pero no siempre es el más rápido. Esta es mi forma de homenajear el esfuerzo de mi familia. Si he llegado hasta aquí, es gracias a ellos. De cualquier forma, no estoy pensando en organizarlo en mi casa. Digamos que por la zona, ya te informaré cuando llegue el momento.
—Usted manda.
Miguel se frota la cara.
—Hay algo que quería comentarle acerca de mis hermanos: necesitamos suplir las bajas que hemos sufrido estos meses.
—Tengo decenas de candidatos que tú evaluarás y formarás a su debido tiempo.
—Damocles se encargaba de ello, pero ya sabe que Gabriel fue su último discípulo.
—Sí, eso es lo único que se sabe. Lo interesante es lo que no se sabe.
—Me temo que, sea lo que fuera lo que provocara la ruptura entre ambos, ya nunca lo averiguaremos —apunta el arcángel—. Corteza de Roble jamás hablaba de ello, ni siquiera a mí.
—Realmente no importa. No quiero que permanezcan la simbología arcaica ni las tradiciones ancestrales y Damocles era su máximo exponente.
—En parte sí.
—Tenemos que modernizar nuestros procesos. A su debido tiempo —recalca de nuevo—. Aparte de los arcángeles, tendremos que nombrar un nuevo Cerbero y, si no se tuerce nada más, un nuevo Flegias.
—Candidaturas no van a faltar entre los guardianes.
—De eso estoy convencido, pero ahora la prioridad es otra. Sin la argamasa de El Cartapacio, pronto empezarán a hacerse visibles las grietas en nuestra organización. En ausencia de compromiso, el Gran Maestre pierde la fuerza que otorga tener amarrados a los miembros de la Asamblea. Estoy convencido de que algunos de los custodios están viendo la gran oportunidad de desvincular su nombre de la hermandad aprovechando este momento de debilidad. En situaciones así, solo hace falta que uno tome la decisión para que todo se derrumbe como un vulgar castillo de naipes. La situación es francamente delicada —califica Michelson.
Miguel asiente convencido.
—A mí no me queda otro remedio que trabajar hacia dentro, tengo que fortalecer las alianzas con los custodios que me han apoyado y calibrar la lealtad de Efialtes y Minotauro. De todos, me temo —rectifica—. No dispongo de mucho tiempo y estoy seguro de que alguno de mis queridos hermanos se pondrá la máscara antes de que empiece el baile de disfraces. Tú ocúpate de encontrar a Bujalesky y, cuando lo hagas, avísame. Se esconde en algún rincón de Buenos Aires, pero no vas a tener que ir casa por casa para encontrarle.
Michelson desliza unos folios sobre la mesa.
—¿Canciones? —pregunta conforme los examina.
—Eso parece: canciones registradas con un nombre ficticio, supongo, pero con una dirección como punto de partida. No puede tratarse de otro.
—A esto le llamo yo allanar el camino.
—Si presento mi candidatura con El Cartapacio bajo el brazo, tendré asegurada la investidura.
—Y sin él también, mientras cuente con las espadas de los arcángeles.
Michelson pasa la maniobra de autoafirmación de Miguel con un trago largo.
—Mejor asegurarse. Es muy importante que Bujalesky esté en condiciones de hablar cuando yo llegue, ¿de acuerdo? Lo único que tienes que hacer es encontrarlo y llevarlo a un sitio seguro.
—Sé hacer mi trabajo.
—No lo pongo en duda. Lo que te quiero decir es que puede que otro u otros estén pensando lo mismo que nosotros en este momento, pero con intenciones distintas. No podremos hacerlo sin él, mi padre estaba convencido de que Bujalesky lo llevaría hasta El Cartapacio, pero el alzhéimer le impidió demostrarlo.
—Lo sé, cierta vez compartió conmigo sus progresos. Bujalesky no debió escribir ese artículo. Si no lo hubiera publicado, Corteza de Roble jamás habría tenido conocimiento de nada y no me habría ordenado…
—Por eso es tan importante que tú lo encuentres primero. Necesito poder jugar esa baza. Al margen, mientras tú estés ocupado, quiero tener a mi disposición al mejor de los arcángeles disponibles. ¿Quién es?
—Gabriel, sin lugar a dudas, pero me temo que no está disponible. Le encomendé que sellara de una vez por todas la filtración de De Bruyn y lo último que sé es que estaba tras los pasos de Erika Lopategui y del otro tipo que irrumpió en el acto de purificación. El borracho islandés —califica.
—Excomisario islandés. Lo conozco. No cometas el error de subestimarlo. De esos me ocupo yo personalmente, a la vieja usanza —define Michelson.
—¿Qué significa a la vieja usanza? —quiere saber Miguel, algo molesto.
—Siguiendo mis propios métodos —zanja, arisco. Miguel se encoge de hombros.
—Muy bien. Puedo asignarte la protección de Samael o a Jofiel, o a ambos si así lo precisas, pero permíteme que Gabriel termine su trabajo.
—En otras circunstancias lo haría, pero quiero al mejor de los tuyos a mi lado si tú no vas a estar cerca. No me fío de nadie. Tú céntrate y ocúpate de lo importante, porque, insisto, si no nos hacemos pronto con El Cartapacio de Minos, no nos quedará nada por lo que preocuparnos.
Parque Nacional Iguazú
Provincia de Misiones (Argentina)
Suda copiosamente, pero poco tiene que ver con la alta temperatura y el elevado índice de humedad que imperan e impregnan el ambiente.
El latido desbocado y la garganta seca.
Con la mirada barre una y otra vez las pasarelas desde el último punto en el que ha visto al arcángel Gabriel hasta el extremo que se pierde entre la profusa vegetación que tapiza la zona, tratando de localizar unas rastas de color níveo entre la gente.
Ólafur Olafsson se ajusta de nuevo las gafas, nervioso.
Desde donde está, calcula unos doscientos metros hasta el trazado artificial. Es físicamente imposible que lo haya recorrido en los escasos segundos en los que la ha perdido de vista. Tampoco es probable que se haya descolgado sin llamar la atención de ningún grupo de turistas. Tiene que estar ahí. En algún sitio.
Pero no está.
Sin contacto visual con Gabriel, todas las opciones que le propone su intelecto son malas.
Descarta las más arriesgadas.
Sin cejar en su empeño, saca el móvil del bolsillo del pantalón dispuesto a contactar con Erika para que regrese de inmediato. Intuitivamente, su cerebro modifica los criterios de búsqueda sustituyendo los anteriores: mujer con largas y blancas rastas en movimiento por mujer que viste licra negra con mochila. A punto está de poner el dedo en el icono de llamada cuando sus ojos se posan sobre un objeto inanimado. Desde allí parece uno de los postes informativos que van salpicando el itinerario o un tronco de árbol seco, pero no cabe ninguna duda de que es ella. Se ha recogido y cubierto el pelo con un pañuelo negro, redecilla o similar, y permanece inmóvil a pocos metros del lugar en el que la había perdido de vista.
Quieta como le corresponde a la naturaleza de una estatua.
Aunque no del todo.
Mueve ligeramente la cabeza. Es casi imperceptible.
Ólafur Olafsson prolonga su mirada en línea recta.
Está siguiendo a una mujer de pelo rojo que se aleja por la ruta que lleva hasta el primer mirador del Salto Dos Hermanas.
De improviso, la estatua cobra vida y se pone en movimiento en dirección opuesta al flujo de personas que van.
Gabriel está regresando para tomar la misma pasarela que Erika.
Nota que la sangre se le acumula en las sienes.
El arcángel se mueve con rapidez y presteza mientras esquiva los obstáculos que se va encontrando en el camino. Aesa velocidad, en pocos segundos pasará a su lado. Ólafur quiere contactar con Erika, pero décimas después cambia de opinión y lo hace con el treinta y ocho. Se agacha sin perder de vista la amenaza y extrae discretamente el arma de la tobillera. Lo amartilla antes de ocultarlo tras la solapa de la americana de lino y se apoya en la baranda.
Cincuenta metros.
Cuarenta.
Aeropuerto de Róterdam (Holanda)
Cuarenta minutos restan para embarcar.
La decisión está tomada y la sala de espera para clientes platino es el lugar propicio. No en vano, la compañía aérea está participada mayoritariamente por una de sus empresas, así que se encuentra como en casa. Deja la bolsa de viaje en el suelo y se acomoda en el sofá más alejado del resto de pasajeros. Se moja los labios en un tequila sunrise, aunque de tequila apenas lleva el nombre del cóctel. A su edad el alcohol no es una opción, pero es la única forma de aligerar el agarrotamiento generalizado que se ha apoderado de sus músculos.
Augura que el dramático e inesperado desenlace de la reunión tendrá consecuencias irreversibles, nefastas para la organización y, por consiguiente, para sus negocios. Sin embargo, el custodio no está pensando en dólares, está tratando de salvaguardar el buen nombre de su familia y la oportunidad que tiene al alcance de la mano no puede desperdiciarla. No está del todo seguro de haber sido el único que se ha percatado del juego de Flegias, pero poco importa eso ya. No va a ser él quien debata con sus hermanos aquella sospecha convertida en evidencia.
Siempre es tarde para intentar dar la vuelta a lo irreversible.
Debe ser el primero en mover ficha, porque, como reza en la tumba de su abuelo, «El que rompe la bolsa se queda con el pozo». Luego solo consiste en perforar y perforar —añade él mentalmente—. Es muy consciente de lo que está a punto de desencadenar, teniendo en cuenta el debilitamiento interno de la Congregación. No obstante, ahora lo único que le preocupa —que es de lo que va a ocuparse— es hacer desaparecer su nombre y el de su familia de El Cartapacio de Minos. Y para ello lo único que tiene que hacer es asegurarse de que nadie lo encuentre.
Nunca.
Es el momento de empezar a perforar el terreno.
Cuanto antes mejor.
Anticiparse es la clave.
Extrae su portátil de la bolsa de mano y, tras identificarse, se conecta a la red encriptada de la Congregación. Sus permisos de custodio le habilitan para establecer comunicación directa con la única persona en la que puede confiar en este momento. Está tranquilo, porque es consciente de que no dejará rastro alguno en el sistema. Para eso pagó aquella fortuna a un especialista con aspecto de fontanero; y el doble de esa cantidad a Rafael para que eliminara al hacker inmediatamente después sin reportarlo a la organización.
Selecciona el destinatario y teclea:
Lamento tener que ser yo quien te traslade estas pésimas noticias: han asesinado al Gran Maestre.
No he podido hacer nada por impedir la confabulación orquestada por Flegias y secundada por Miguel y algunos de nuestros hermanos. Mi corazón está roto y, sin embargo, nuestro compromiso debe prevalecer por encima de todo. Hicimos un juramento y ambos conocemos las normas. No lo hemos buscado, pero sin duda es el momento de agarrar con fuerza el timón de esta nave que navega a la deriva. No seré capaz de enderezar el rumbo sin tu ayuda.
Confiamos en ti.
No nos falles.
El custodio envía el mensaje y marca la casilla que le explicó en su día el fontanero. Flegias tiene a Miguel, sí, pero él cuenta con una baza mejor.
Comprueba su reloj. Todavía dispone de media hora, tiempo suficiente para escribir al que todos ven como el nuevo Gran Maestre. Y él no será quien diga lo contrario.
Flegias:
Tengo razones de peso para creer que dentro de la Asamblea se está fraguando una confabulación contra sus intereses.
Selecciona «sus» y lo cambia por «nuestros».
Sin El Cartapacio de Minos, estamos indefensos. Hermano, tenemos que vernos con la máxima urgencia pero con cautela.
Quedo a la espera de recibir tus instrucciones.
Atentamente.
—Caballero, ¿desea usted algo más? —oye decir.
La camarera es una hermosa joven de color con sonrisa amable y pose sugerente. En otra época habría intentado seducirla. Bien pensado, parte de esa belleza exótica es de su propiedad, pero ya no le resulta tan sencillo encontrar el vigor que requieren situaciones como esta.
—En otro momento. Gracias.
El custodio se está recreando en su trasero cuando escucha el sonido de confirmación de lectura.
Mejor que el mejor de los orgasmos.
Poder.
Nota que algo crece bajo el cinturón.
Mira el reloj, aunque le importa muy poco la hora.
Hace una señal a la camarera.
El vuelo con destino a Dallas saldrá con retraso.
Parque Nacional Iguazú
Provincia de Misiones (Argentina)
Cuando el arcángel ha pasado junto a él se ha notado extrañamente calmado. El tacto de la culata del Taurus ha actuado de balsámico.
Ahora la sigue a cierta distancia, pero no por prudencia, sino porque le resulta casi imposible seguir el ritmo del arcángel. A Erika no la ve; no obstante, si algo tiene claro el expolicía islandés, es que no le va a conceder ni la más mínima ventaja. De improviso, observa cómo Gabriel consulta su terminal e instantes después se detiene en seco. Ólafur avanza unos metros buscando una diagonal óptima desde donde observarla sin llamar su atención. Desde ahí asiste al proceso de descomposición de su, hasta ese momento, flemática expresividad. Primero frunce el ceño como si no diera crédito a lo que está leyendo en la pantalla, seguidamente arruga la nariz y aprieta los puños.
Le falta el aire.
Una mujer se acerca a interesarse por su estado, pero al interpretar su semblante desiste de su compasiva actitud. Tras unos segundos de indecisión, el arcángel endereza el cuerpo, recupera su vacua expresión y tira de las correas para ajustarse la mochila a la espalda antes de emprender la carrera hacia la zona de aparcamiento.
Aun después de comprobar que Gabriel se ha subido a un todoterreno y ha desaparecido, el islandés sigue agarrotado. Han sido centésimas, quizá menos, pero está plenamente convencido de que, al llegar a su altura, aquellos iris incandescentes le han atravesado de parte a parte.
Con la mirada le ha dicho que le conoce, que sabe quién es.
La vibración del móvil le saca del trance. Es Erika.
—¿Dónde estás?
—En la entrada. Gabriel acaba de irse.
—¿Se ha marchado? ¡Hoy debe de ser nuestro día de suerte!
—Ya. Nuestro día de suerte —repite—. Te noto eufórica.
—¿Y cómo no? ¡He localizado a Ramírez y ha accedido a hablar con nosotros después de la visita nocturna! Es más, nos ha invitado a acompañarles y le he dicho que sí. Hoy es plenilunio y debe de ser algo mágico.
—Así que estamos de turismo.
—No te pongas en plan abuelo gruñón. Ven hacia aquí, tienes que ver esto antes de reunirte con tus antepasados.
Ólafur Olafsson evita verbalizarlo, pero en determinados momentos, como el que acababa de vivir, preferiría mucho más estar muerto que vivo.
Cafetería restaurante Schoonoord
Oosterbeek (Holanda)
Michelson ordena su cuarto gin tonic de Tanqueray. Miguel no quiere nada, porque lo que realmente le apetece, marcharse, no está en la carta de cócteles. Sin embargo, sabe que lo que ahora conviene no es retirarse a sus cuarteles de invierno, sino dar cuartelillo al nuevo hombre fuerte de la organización.
Las mesas han empezado a llenarse de comensales sexagenarios que ni siquiera confunden el hambre con las ganas de comer. Acuden por costumbre. Miguel no quiere llegar a viejo, quiere disfrutar mientras es joven, pero eso no significa que no esté pensando en el futuro. De hecho, esa es la razón que le ha llevado a estar sentado a esa mesa junto a Robert J. Michelson.
Todo vuelve a apuntar al mismo nombre: Alcides Edgardo Bujalesky. Este nombre es sinónimo de fracaso para la primera espada de la Congregación. Sabía que estaba colaborando estrechamente con su mentor, el antiguo Flegias, con el único propósito de descifrar el mapa que llevaba a El Cartapacio de Minos. El custodio lo necesitaba para continuar el asalto a la cabeza de la hermandad. Lo que Miguel desconocía era que la relación entre ambos se había enquistado. El artículo debió de ser demoledor, pero Corteza de Roble supo reaccionar con presteza para detener la repercusión mediática del escrito. Y como no podía ser de otra forma, el Gran Maestre le encomendó hacer callar a aquel loco temerario con un solo condicionante: tenía que parecer un accidente. Y un accidente fue, porque encontrarse a su hijo con él en las cataratas fue algo accidental.
Y no se puede esperar del diablo que actúe con misericordia cuando ni siquiera conoce el significado de esa palabra.
Otra tragedia más.
Le costó creer que Bujalesky hubiera sobrevivido a la caída, pero las pruebas que le presentó Michelson eran del todo concluyentes. Haber fracasado en una misión encomendada directamente por el Gran Maestre significaba su condena y no le importó que el custodio se aprovechara de ello, porque él habría hecho lo mismo. Ese mismo día le demostró que era un digno sucesor de su padre y que había trazado una ruta entre el punto en el que estaba y el escalafón al que quería llegar sin importarle por encima de qué o quién pasara. Eso le gustó. No le quedó otra alternativa que cambiar su apuesta.
Xellos es el nuevo caballo ganador.
Michelson representa el futuro; Corteza de Roble el pasado.
Lo cierto e innegable es que siente algo de admiración hacia él, como en su día la sintiera por Corteza de Roble, pero el viejo se había ido pudriendo a la misma velocidad a la que avanzaba su enfermedad y Miguel intuyó, con acierto, que su final no estaba muy lejos. Había llegado el turno de demostrar que seguía siendo digno de empuñar la espada flamígera o, mejor dicho, de deshacerse de ella y volver a usar sus armas. Volver a ser Vlade Ilić.
—Pronto empieza la partida —comenta Michelson girando la pantalla del portátil para que el arcángel pueda leer el mensaje que acaba de recibir.
—Se ha apresurado a colocar las piezas en el tablero antes que nadie —aprecia el arcángel después de leer el mensaje del custodio.
—Si hubiera apostado por él, habría perdido; aunque…
—Siempre ha tenido mucho peso en la Asamblea. Este sabe pescar con y sin anzuelo.
—Y por lo que veo tiene prisa por asegurarse de que no llega a puerto con la cesta vacía. Me mostraré favorable, necesito saber hasta dónde está dispuesto a llegar. Mi padre decía de él que debía tenerlo cerca. Seguiré su recomendación.
Miguel asiente.
—Tengo que marcharme ya, me esperan un par de horas hasta Schiphol y catorce hasta Buenos Aires.
—Solo una última cuestión. En tus conversaciones con Corteza de Roble, ¿te mencionó alguna vez algo relacionado con las cenizas de Dante?
Miguel navegó en sus recuerdos.
—Una vez me narró una historia sobre un edificio y una estatua que debía contener sus restos, pero que esta desapareció sin dejar rastro y que nunca más se supo.
—Resumiendo mucho… —apreció.
—¿A qué se debe el interés, si es que puedo preguntarlo?
—A que me extraña que jamás se hable de ello. Me llama la atención, nada más.
Penúltimo trago.
—Te dejo que te marches. Yo aún tengo que meditar sobre algunos asuntos y este mejunje me ayuda a diseccionarlos sin anestesia. Mañana me marcho a primera hora. Mantenme informado de cualquier novedad. Y no te olvides de contactar con Gabriel, necesito a alguien a mi lado.
—Así lo haré. Xellos vestirá la túnica de Dante dentro de veintiún días.
—Miguel…
Pausa.
—Buen trabajo; sabré premiar tu lealtad, puedes estar seguro.
El arcángel abandona el local arrastrando una sensación parecida a la que le embargaba cuando daba la orden de arrasar una población serbia. Estaba convencido de que hacía lo correcto y, sin embargo, algo le decía que acabaría pagando por ello. Y hasta cierto punto el mal augurio se había cumplido.
Miguel se pregunta qué precio tendrá que pagar por la traición, pero no tiene a nadie que le conteste.
Parque Nacional Iguazú
Provincia de Misiones (Argentina)
El recorrido bajo la luz de la luna llena le ha robado el habla a Ólafur Olafsson. Toda su capacidad emocional ha sido devorada por sus sentidos. El arcoíris nocturno difuminado sobre la blanca cortina que cubre los saltos le ha regalado instantes de paz que tenía completamente desterrados de su memoria. El estruendo del agua al precipitarse contra las rocas todavía retumba en sus oídos cuando Carlos Alfredo Ramírez se sienta con ellos en el porche del hotel en el que ha alojado al grupo de turistas.
—Muchas gracias por la invitación, ha sido especial, memorable —arranca Erika.
—Ustedes dirán.
El excomisario de la unidad regional V de la policía provincial de Misiones es un hombre robusto que conserva los rasgos guaraníes de sus antepasados. A pesar de estar cerca de los sesenta, mantiene un negro y vigoroso cabello que tapa parte de su rostro esférico de piel acetrinada.
—Bien —prosigue ella—. Lo primero que tenemos que confesarle es que no trabajamos en ninguna revista de viajes y que el motivo por el que hemos venido a hablar con usted es otro muy distinto. Enseguida entenderá las razones que nos han traído hasta aquí.
Ramírez esboza una mueca de desaprobación antes de adoptar una postura defensiva cruzando los brazos a la altura del pecho.
—Queremos hablarle de su amigo Alcides Edgardo Bujalesky.
—¡¿Quiénes son ustedes, carajo?!
—Amigos, somos amigos, puede estar tranquilo.
—Tengo tan pocos amigos que todavía puedo distinguirlos. Mañana debo levantarme temprano y no pienso perder mi jornada de descanso hablando con dos aña mem’bu —calificó en guaraní correntino. Su significado: «hijos del diablo» pasó desapercibida para sus invitados—. Con su permiso.
Ni siquiera le concede la oportunidad de hacer el ademán de levantarse, el brazo de Ólafur sobre su pecho se lo impide.
—Siéntese —dice el islandés en su castellano nórdico.
—No le robaremos demasiado tiempo, señor Ramírez. Pero es necesario que nos escuche, porque su vida y la de su amigo pueden estar en peligro. Si nosotros pretendiéramos hacerle daño, ya se lo habríamos hecho, ¿no cree? Tranquilícese, se lo ruego.
Erika habla en un tono sosegado y meloso, necesita ganarse la confianza de aquel hombre. Los siguientes minutos los emplea en relatarle quiénes son y cómo han llegado hasta él. El expolicía escucha con atención calibrando las palabras de esa mujer de mirada sagaz e inquietante como la del yaguareté.
—Sabemos que Bujalesky sobrevivió, no nos haga demostrarle lo que usted ya conoce. El problema radica en que ellos también lo saben.
—¿Ellos? ¿Quiénes son ellos?
—Los que estuvieron cerca de asesinar a su amigo y en el intento se llevaron a su hijo de veinte años por el camino —responde, cáustica—. Esos de los que Bujalesky se esconde desde el año 2009.
—Muy bien, ya me tienen las pelotas por el suelo con estas boludeces. Escúchenme con atención. Me chupa un huevo y la mitad del otro lo que crean ustedes y los de más allá. Mi amigo murió aquel año en estas aguas. Es verdad que no fuimos capaces de encontrar sus restos y que yo mismo arreglé los papeles para terminar de una vez el asunto. También es cierto que me ocupé de pagar el geriátrico en el que vivía su madre, porque de otra forma la Obra Social la habría trasladado a otro en mucho peores condiciones. Fue algo personal que hice como amigo, nada más, pero eso no significa que Buja esté vivo. Y ahora, por favor, déjenme que me vaya, para mí es muy penoso hablar sobre esos días.
—Está mintiendo —le dice Ólafur Olafsson a Erika en inglés—. Estoy seguro de que está mintiendo.
—Pero…, me cago en la mierda. ¡No les estoy mintiendo, carajo!
—Ya. Entonces, aprovechando que habla mi idioma, explíqueme por qué hemos visto a uno de los arcángeles de la Congregación de los Hombres Puros paseando por las pasarelas esta misma mañana. ¿Turismo?
Ramírez palidece mostrando las primeras grietas de la sólida muralla que se ha conjurado defender.
—Le repito que nosotros hemos llegado hasta usted porque sabemos lo que ellos saben. Y mucho me temo que ellos buscan lo mismo que nosotros: la forma de llegar a su amigo Bujalesky.
—Señor Ramírez —interviene ahora Erika—, tiene que confiar en nosotros. La Congregación no se detendrá hasta terminar lo que empezó. Ayúdenos a dar con él y nos marcharemos inmediatamente.
—La concha de la lora… ¡Aunque quisiera no podría! Está vivo, sí. Buja está vivo, si es que puede calificarse así el estado en el que quedó después de aquello.
—Díganos dónde podemos encontrarlo —le pide Erika.
—No creo que les vaya a servir, pero… —valora para sí— en alguna parte dentro de Villa 31.
Erika eleva las cejas.
—Es la villa miseria más importante de Capital Federal. Allí viven apretujadas cuarenta o cincuenta mil personas, nadie lo sabe. No la encontrarán en los mapas, ni en el Google aparecía. No hay agua potable, ni gas ni cloacas, solo hay mugre y miseria; miseria que se reparten las bandas de chorros que se matan entre sí a diario. No tengo ninguna dirección que darles, ni siquiera sé si hay direcciones. Las personas que malviven en las villas no existen para nadie, por eso decidió cavar allí su tumba. ¡No lo van a poder hallar nunca!, ¡ni ustedes ni ellos! Hace meses que no sé nada de él —reconoce Ramírez bajando el tono—. En realidad, apenas nos vimos en un par de ocasiones después de la tragedia. Si antes de aquello era el tipo más pirado que conocí en mi vida, después…, después no quedó más que un despojo humano. Se culpaba de lo sucedido por su vanidad, por su empeño en demostrar al mundo sus infinitos conocimientos. Yo se lo advertí, les juro que traté de convencerlo. ¡Por Dios! —exclama agarrándose la cabeza con las manos, como queriendo evitar un estallido inevitable—. Es un pelotudo, un idealista desgraciado. El loco estaba convencido de que tenía la obligación moral de sacar a la luz su investigación.
Ramírez aprieta los párpados con fuerza, pero ya está reviviendo aquel momento.
«Es una obligación moral, negro, y tú como hombre de ley tenés que entenderlo y bancarme», le había recriminado Buja.
«¡Ni qué mierda! No pienso seguirte en algo que te podría llevar a la tumba. No sabés en el quilombo que te estás metiendo. Si esos locos de mierda son tan jodidos como decís vos, ¿en serio pensás que se van a quedar de brazos cruzados mientras vos los señalás con el dedo?».
«¡La cobardía es la peor de nuestras enfermedades! Sabemos lo que ocurre a nuestro alrededor, pero no nos atrevemos a denunciarlo por miedo al qué pasará. Así nace la impunidad de los poderosos, porque nos dejamos pisotear por esos forros. El mundo tiene que saber que existen personas que, bajo sus dignas apariencias, ocultan tanta indecencia que resulta imposible juntarlo todo en un artículo».
«Escúchame bien, Buja, por lo que más quieras. Pará la pelota un cachito, ¿qué ganás?, ¿qué podés perder? Hacete estas preguntas antes de entregar los papeles a esa revista. ¿Qué podés perder?», había insistido Ramírez.
—Se lo advertí —repite regresando al presente.
—Hizo lo que creyó que era correcto —afirma Erika—. Nosotros también nos jugamos el cuello por el mismo motivo: porque es lo correcto.
—Lo correcto mata.
—Hay personas dispuestas a dar su vida por hacer lo correcto. Dígame, ¿hay algún detalle más que nos pueda ayudar a dar con él en Villa 31?
Ramírez se lo piensa.
—Sé que por allá lo llaman el Ruso, pero no me pregunte por qué. No sé más. Por favor, mándense a mudar.
Erika no quiere prolongar más el sufrimiento de aquel hombre.
—Este es mi número de teléfono por si se le ocurre algo que nos pueda servir de ayuda. Le agradecemos enormemente su colaboración, señor Ramírez.
—Sí…, por mí pueden irse a la mismísima mierda.
Eso es lo último que dice. Podría darles la dirección de la casa de Avellaneda en la que Buja vivió de joven, adonde se trasladó su hijo Néstor cuando murió la abuela; pero no lo hace.
Poco más tarde, Ólafur Olafsson está buscando la forma de acomodarse en el asiento del copiloto.
—No tardaremos mucho en llegar. Espero que podamos encontrar un par de habitaciones a estas horas. Y mañana en cuanto nos despertemos nos vamos de cabeza al aeropuerto.
—No le faltaba razón —comenta el islandés.
—¿A quién?
—A Ramírez. No le faltaba razón.
Ella espera a que desvele el misterio.
—Lo correcto mata.