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VERGÜENZA
Avenida Corrientes
Buenos Aires (Argentina)
Septiembre de 2013
El muy cabrón nos la jugó bien jugada en Londres. Esta no te la he contado, creo —especula Sancho—. Estaba con Gracia en la cafetería del hotel Huttons cuando un tipo que nos había llamado la atención por la velocidad con la que soplaba whisky pasó junto a nosotros y nos dijo con esa voz suya tan particular: See you tomorrow! Resulta que nos tenía fichados y nos estaba controlando. Esa fue la primera vez que vi a Ólafur. Al día siguiente por la mañana, en la OCN de Londres, ya con el jodido Michelson como conductor de la operación para estrechar el cerco sobre el prófugo 189-S —rememora para evitar tener que pronunciar el nombre de Augusto—, Ólafur estaba como una rosa. Hablaba poco, pero sabía perfectamente de qué iba la vaina. Vaya que si lo sabía el vikingo. La primera noche que estuvimos en Praga, después de pasarnos todo el santo día recorriendo la ruta de Kafka, terminamos en un garito mojando en licor nuestras penas. Esa noche me tuvo que aguantar él a mí, porque acabé muy pero que muy mamado.
Sancho lleva el peso de la conversación. Erika arrastra el peso de la pérdida.
Han pasado la noche en el mismo hotel, pero entre los dos no suman ocho horas de descanso. Erika ha tocado su puerta con las primeras luces del día y después de comer algo se han puesto a caminar por la avenida Corrientes desde la Nueve de Julio en dirección a Callao. La ciudad se está desperezando, pero la actividad ya es frenética. No en vano bautizaron la arteria porteña como «la calle que nunca duerme».
—Claro que lo recuerdo. De entrada, no me dio muy buena sensación por lo que bebía y mira ahora…
—Nunca perdía los papeles.
—La primera vez que conecté con Ólafur fue durante una conversación que mantuve con él en aquel pub de Londres en el que terminamos los cuatro.
—Sí. Yo me quedé dentro hablando con Gracia y tú saliste fuera a fumar.
—Y él aprovechó que estaba sola para compartir conmigo lo que había averiguado por su cuenta de la red Gladio.
—Tenía instinto.
—Y olfato —añade Erika.
—Sobre todo olfato. Voy a echar mucho de menos su verbosidad existencialista.
—Sus reflexiones eran fruto de la experiencia vital. Estaba muy convencido de lo que pensaba.
—Cierto, anoche, cuando tú no estabas, me convenció de la necesidad de poner en duda la realidad que me rodea.
Erika sonríe levemente.
—Ese mismo trabajo lo hizo antes conmigo. ¿Y?
—Y ¿qué?
—Que si lo consiguió. Si logró convencerte.
—No, pero me hizo poner en duda mis convicciones. Poco después se empezó a sentir mal, le costaba respirar, tiritaba de frío…, fue todo muy rápido. Fulminante.
—Nos tuvo ahí a los dos, Sancho. Quiero pensar que se fue tranquilo.
—Y yo.
Erika resopla.
—Tenemos que mantener la cabeza ocupada de alguna forma. Bujalesky estará en el Barolo. Si quieres, aprovechamos y te lo presento. Te vas a enamorar.
—Estoy seguro de ello. Por cierto, yo debo informar a Makila, estará esperando mi llamada.
—¿Confías en él?
—No me ha dado motivos para desconfiar.
—Entiendo —dice ella poco convencida.
—Venga, vamos al Barolo y de camino si quieres me cuentas todas esas movidas de las llaves y mapas, que estáis jugando con ventaja y así es muy fácil llegar a la zona de marca…
Caminan un par de cuadras sumidos en sus reflexiones hasta que Erika se para a la altura del teatro San Martín y recorre con la mirada los paneles de vidrio que conforman la fachada del edificio. Sancho se planta frente a ella y se encorva para ponerse a la altura de sus ojos y leer sus pensamientos.
—Erika, tenemos que continuar, no nos quedan más cojones.
Ella se muerde el labio inferior, confusa.
—Ese es el problema…, que se nos agotan las alternativas.
—O la ventaja. Así no tenemos que pensar demasiado. Solo actuar.
—Nos estamos quedando en el camino —observa ella.
—Sí, pero es el que nos ha tocado andar y, en este momento, nos lleva hacia el sur.
—¿Entonces?
El pelirrojo interpreta correctamente la pregunta.
—Entonces iremos a hacerle una visita al jodido Michelson.
Ella asiente.
—Sí. Pero… no podemos irnos sin… —dice ella bajando el tono un par de octavas.
—Ya, por supuesto.
—Han quedado en avisarme a lo largo del día. El doctor Sciordi se comprometió a hacer todo lo posible por entregármelos cuanto antes. Sancho…, verás, anoche estuve pensando algo. Ólafur me hizo prometerle que esparciría sus restos en un lugar muy frío. Cerca de El Calafate están el Perito Moreno y otros glaciares. No se me ocurre un destino mejor para Ólafur, pero… no quiero hacerlo sola. No creo que pueda.
—Tranquila, no pienso separarme de ti.
A ella le brillan los ojos y oscilan casi imperceptiblemente.
Casi.
Se esconde entre los brazos de Sancho.
—¡Mierda, mierda, mierda!
Amortiguados en el pecho del pelirrojo, sus gritos casi no se oyen.
Casi.
Palacio Barolo. Avenida de Mayo, 1370
Buenos Aires (Argentina)
Está bajando al segundo subsuelo por enésima vez. Hace unos minutos que han abierto las puertas del edificio y los inquilinos están empezando a ocupar sus oficinas. Han entrado pasada la media noche y Telmo aún sigue trabajando en el ascensor. Entretanto, Alcides Edgardo Bujalesky ha matado el tiempo cantando y recorriendo los pisos que conforman el purgatorio mientras recita mentalmente los versos del mapa correspondientes.
Expíanos, Señor, las nuestras penas,
Ser único, la estrella que buscamos.
Hoy escuchamos lo que nos ordenas.
Del terrible infierno ya regresamos,
somos dignos de afrontar el presente
aun dejando atrás todo lo que amamos.
No es tarea fácil ser indulgente,
vosotros, los que nunca lo quisisteis,
afrontaréis la escalada valiente.
El botín que a Lucifer despojasteis
no sirve sin romper con lo ilusorio
para llegar donde nunca llegasteis.
Desde el primer balcón del expiatorio,
invisible al profano, está el cerrojo,
la ascensión siniestra hasta el purgatorio.
De nada os van a servir vuestros ojos,
ceguera que el pecado impedirá
atravesar los muros sin despojos.
El tiempo no existe ni existirá;
si vuestra penitencia fue sincera,
la luz al paraíso os guiará.
Decide cambiar de tercio y tararear Vergüenza. Se siente animado porque está plenamente convencido de que están en el camino correcto.
Antes de llegar escucha a Telmo cargando contra lo divino y lo humano.
—Che, ¿avanzamos algo?
Telmo se está limpiando las manos de aceite con un trapo. Tiene la cara sudorosa y en su expresión se aprecia que el cansancio ha hecho mella en su humor.
—Ya debería arrancar. Tuve que cambiar el cuadro eléctrico por completo y, de solo pensar que voy a tener que rearmarlo de vuelta en unas horas, me dan ganas de tirarme al vacío por ese agujero. Espero que el esfuerzo valga la pena, Buja. Ahora te toca a vos hacer tu magia.
El ruido de la celosía al abrirse subraya la última frase. El encargado de mantenimiento le invita a pasar teatralizando una reverencia.
—Yo hago magia, pero vos agarrá la varita y los polvos mágicos —dice refiriéndose a sus herramientas—. Ponele que interpretamos correctamente los versos anteriores al último y que estos nos trajeron hasta acá, ¿sí? Este ascensor oculto de la siniestra nos va a permitir atravesar los muros. No puede ser de otra manera —se conjura el dantista—. Dale, Telmito. Hacé vos los honores, que te lo ganaste bien ganado.
Telmo cierra la puerta y pregunta:
—¿Dónde va el señor?
—Al paraíso.
Aprieta el botón del segundo piso y de inmediato escuchan el sonido del motor sobre sus cabezas, que precede a un violento tirón que agita la cabina. A Bujalesky se le desdibuja la sonrisa.
—Son los cables. Tienen que tensarse primero. Aguantá un cachito. No temás, que si se rompe acá no caemos a ningún sitio.
—¿Y si se rompe cuando estemos arriba?
—Y bueno, apenas son cinco pisos… —bromea.
Con otro movimiento brusco del contrapeso inician el ascenso. A diferencia de los ascensores que están visibles, proyectados para que la luz natural bañe el interior de la cabina, este apenas está iluminado por el halo artificial de una débil bombilla instalada en el techo. Bujalesky mantiene la mirada clavada en el espejo. El reflejo distorsionado de su rostro le hace apretar los párpados.
—Ya estamos, señor —anuncia Telmo sin abandonar su papel de ascensorista—. Usted dirá.
Bujalesky sale más por soltar el aire retenido en sus pulmones que por indagar lo que ya sabe que se va a encontrar en esa segunda planta. Segundos más tarde vuelve a entrar.
—¿Y ahora? —quiere saber Telmo.
—El tiempo no existe ni existirá; si vuestra penitencia fue sincera, la luz al paraíso os guiará. Asumamos que este ascensor está en concordancia con la ausencia de tiempo como dimensión, porque su utilidad está vinculada precisamente con eso, con el ahorro de tiempo, ¿sí?
—Ponele —asume.
—Y ascendimos por la siniestra, que está relacionada con los impares, que tanta relevancia tienen para la Fede Santa: el tres, el siete, el nueve, el once… Bien. Ahora solo hay que demostrar que la penitencia es sincera para que la luz nos guíe. En la Comedia, Dante gira en torno a esta idea. No admite e incluso ataca en varios cantos a los que se arrepienten sin hacer un proceso previo de reflexión. Por ello y para ello, hay que despojarse de lo mundano, como explican los versos de Minos.
—Si lo que querés decir es que nos tenemos que poner en pelotas, conmigo no contés. Vos estás muerto para la mayoría, pero yo tengo una reputación.
—¡Andá a cagar…! Dejame razonar —le pide apretándose las sienes con las palmas como si quisiera exprimir el zumo de su materia gris—. Dante escenifica su arrepentimiento en el canto treinta y uno del Purgatorio. Estando ya sin la compañía de Virgilio a las orillas del río Leteo, Beatriz le hostiga para que confiese que se ha dejado arrastrar por el placer y el deseo de la carne. Este lo reconoce entre lágrimas y solo entonces las ninfas que lo acompañan lo introducen en el agua, escenificando así la purga de la lujuria que ensuciaba su alma. Una de estas le advierte de que no se deje guiar por la vista mezquina que todo lo distorsiona. De nada os van a servir vuestros ojos, ceguera que el pecado impedirá atravesar los muros sin despojos. Los ojos nos engañan, Telmo. Hay algo que no estamos viendo —asegura girando sobre sí.
—¿El pecado nos convierte en ciegos? —pregunta Telmo.
—Claro. Porque la vista es lo tangible, lo que no trasciende del ser. Justo lo que no nos permite reconocer lo verdadero. Digamos que una vez que se produjo el arrepentimiento dejamos de ser ciegos.
—¿Y cómo sabría distinguir eso que tenemos que ver cuando alguien se arrepintió de verdad? ¡Oh, señor! —escenifica poniéndose de rodillas y levantando los brazos—. ¡Ya me arrepentí de mis pecados! Mostrame el camino de una vez, ¡la puta que te parió!
Bujalesky le agarra del hombro.
—¡Pará, no seas boludo!, ¡pará! ¡Correte!
Telmo se levanta y Bujalesky ocupa su sitio, arrodillándose con la cabeza agachada.
—Tras reconocer el pecado y purificarse en las aguas del río, la ninfa le dice que no se deje guiar por lo que ve. Alza la vista y entonces se percata de que su propio reflejo en el agua le está impidiendo distinguir al grifo, que es el que debe transportarlo de vuelta junto a su Beatriz.
—Todo clarísimo, che.
—¡El reflejo, claro! Tiene que ver con el espejo. Desde acá arrodillado, cosa que hacen los que se arrepienten con sinceridad, no veo mi reflejo, ¿me seguís? Si, por el contrario, no me arrepiento con sinceridad y permanezco de pie, el reflejo no me deja ver. ¡Es el espejo!
Telmo arruga el semblante mientras lo observa detenidamente.
—Ahora que lo decís…, los espejos de los otros ascensores están atornillados, pero este…, este parece que está incrustado, fijate bien.
Pero Bujalesky no le escucha. Ya ha llegado a una conclusión y ha extraído el martillo de la bolsa de herramientas y ahora lo empuña con fuerza. A Telmo solo le da tiempo a apartarse antes de que el otro descargue un golpe contra el espejo. Los pedazos saltan por los aires.
—¡Pero la puta que te parió! ¿Qué hacés?, ¡¿te volviste loco?!
—¡Descubro el cerrojo, eso hago! ¡Ahí lo tenés! —señala Bujalesky mientras elimina los restos de los cristales con el mango—. ¿Lo ves ahora? ¡El mapa nos lo estaba contando! El botín que a Lucifer despojasteis no sirve sin romper con lo ilusorio para llegar donde nunca llegasteis.
—Lo veo —dice pasando la yema de los dedos por el emblema de la Congregación tallado en la plancha de acero que conforma la estructura del ascensor—. También podrías haber intentado sacar el espejo sin tener que hacerlo mierda…
—Olvidate, Telmito, olvidate. Mirá acá —señala unas muescas que ganan en profundidad—, justo acá es donde encaja la llave del infierno. Acto seguido mete la mano en el estuche de Dulcinea y saca la caja de terciopelo rojo. La abre con pasmosa solemnidad y hace coincidir el dorso de la Boca de la Verdad con las hendiduras.
Un «clac» le hace sonreír maliciosamente antes de girarla.
La superficie que ocupaba el espejo vence hasta que cae sobre otra en la que se apoya.
—¡Una portezuela! —define Telmo.
—Una que no se ve ni desde las bajantes ni saliendo por la de mantenimiento porque la tapa el propio cuerpo del ascensor —completa el experto a la vez que introduce medio cuerpo y mira hacia arriba.
—¿Qué ves, Buji?
—La escalada valiente que mencionaba el mapa —desvela con la voz tomada por la emoción—. Es muy estrecho, pero hay luz.
—La luz hasta la otra llave os guiará —completa Telmo.
Bujalesky asiente sin poder articular palabra.
Lago Yangcheng
Provincia de Jiangsu (China)
Ha pasado la noche en un discreto hotel a la orilla del lago Yangcheng en el que ya se ha alojado más veces. El lugar guarda una comunión perfecta con el entorno y le transmite el sosiego que busca antes de salir del país. A pesar de ello, no ha dormido del todo bien tratando de decidir por dónde empezar la búsqueda de Flegias. Del expediente de su padre no ha sacado prácticamente nada provechoso, apenas una dirección en Londres donde Matthew J. Michelson terminó sus días y, aunque intenta huir de la desesperación, nota su fétido aliento en el cogote.
La lluvia que ha empezado a caer hace unos minutos la ha animado a salir a dar un paseo por las inmediaciones del lago y ahora regresa calada, dispuesta a tomar el primer vuelo con destino a la capital británica. Tras la ducha, Gabriel se dispone a consultar los horarios desde el aeropuerto internacional de Sunan Shuofang, pero un punto verde parpadeante capta su atención.
Es un mensaje entrante en la aplicación interna de la hermandad.
Cuando lo lee no puede dar crédito.
Londres no será su próximo destino.
Residencia de Robert J. Michelson
A 34 km de El Calafate (Argentina)
Lleva tanto tiempo con la mirada clavada en el cuadro de su bisabuelo que no se ha dado cuenta hasta ahora de que no se ha estado formulando la pregunta correcta.
Desde que Michelson regresó de Buenos Aires no ha hecho otra cosa que beber ginebra y esperar. Lo ha apostado todo a una carta: que Erika acuda a la cita. Por ello, cuando entregó el sobre con la carta en el hospital, regresó a su centro de operaciones sin más alternativa que esa: esperar. Y ha sido precisamente la ausencia de opciones lo que le ha invitado a evadirse de sus cuitas para disfrutar de otro gin tonic de Tanqueray en la tranquilidad de ese despacho que una vez ocupó su bisabuelo. Sumido en ese estado de sosiego indefinido ha sido cuando algo ha llamado su atención. Algo que no encaja en el retrato de su bisabuelo. Ese que lleva colgado en el mismo sitio una eternidad y que evita mirar a los ojos, como si así pudiera impedir que su antepasado se inmiscuyera en sus pensamientos.
Lo primero que le ha llamado la atención son las tres medallas que luce en la casaca del uniforme de gala de general de brigada del Cuerpo de Caballería del Ejército de Su Majestad. Y eso le ha escamado, porque no tiene conocimiento de más condecoraciones que la Cruz Victoria que recibió siendo todavía teniente por su heroico desempeño durante la Segunda Guerra Bóer en el año 1899.
Cruz que no luce en el cuadro.
Está plenamente convencido de ello, porque la original la ha sostenido entre sus manos mil veces. Se trata de una cruz paté de bronce envejecido cuyos cuatro brazos se estrechan al llegar al centro y se ensanchan en los extremos. La que le cuelga del cuello sobre una tela azul celeste parece estar fabricada de oro y es de seis puntas. No es la misma.
Michelson se ha estado preguntando el motivo por el que su bisabuelo mandaría hacerse un retrato en el que no luce el máximo reconocimiento que un militar británico puede recibir de su patria.
Pero esa no es la cuestión.
La pregunta que debe hacerse es: ¿quién demonios es el hombre que está retratado en ese cuadro?
Buscando una respuesta inmediata, lo descuelga y lo deja sobre la mesa como si le ardiera en las manos. Ahora busca en los cajones una caja metálica en la que su padre guardaba fotografías de época. Quiere localizar una en concreto, una que tiene archivada en su memoria en la que sabe de forma fehaciente que aparece su bisabuelo. Va descartando una tras otra hasta que la reconoce. Es esa en la que está sentado junto a otros cuatro hombres de su batallón en la terraza de una cafetería. En el anverso está fechada en 1902 en El Cairo. Tenía treinta y dos años. Todos sostienen una mirada desafiante, gallarda, y sus bocas son perfectas líneas rectas bajo unos fornidos y cuidados bigotes. Pero no es una sonrisa lo que Michelson está buscando en esa cara. Busca las cicatrices de las que tantas veces le habló su padre, recuerdos que le dejaron las esquirlas de una granada durante aquella valiente y estúpida acción militar en el asedio de Port Elizabeth, que a la postre sería merecedora de tan insigne condecoración. La escasa definición de la imagen le fuerza a tomar una foto con la cámara de su teléfono móvil y ampliar el lado derecho del rostro. Lo primero que aprecia es un surco de color más claro que la piel que nace bajo el párpado y se pierde en la frondosidad del bigote. Otras manchas de distinto tamaño aparecen repartidas sin orden ni concierto.
En el hombre de más de sesenta años que aparece en el cuadro no se advierte marca alguna. Al margen, a pesar de la diferencia de edad, en la fotografía de su bisabuelo los ojos están más juntos entre sí y el tabique nasal se presenta más recto y pronunciado que el del desconocido inmortalizado al óleo. Podría decirse que se parecen, sí, pero definitivamente no son la misma persona. Él lo ha dado por hecho porque su nombre viene escrito en el cuadro y siempre ha estado ahí. ¿Siempre? Se pregunta desde cuándo tiene recuerdos de esa pintura. La búsqueda en el laberinto de su memoria le lleva a revivir una escena de su niñez en la que se colaba a hurtadillas en el despacho de su padre. Recorre mentalmente las cuatro paredes y no, allí no está el cuadro. Ahora está seguro de que la primera vez que ha visto esa pintura ha sido cuando ha tomado posesión de esa casa.
Michelson centra su atención en la placa de metal atornillada en el marco en la que se puede leer: «Matthew John Michelson». El abrecartas servirá. Desatornilla la placa.
Otra placa.
La verdadera placa.
—«General Las Heras» —lee en voz alta.
Palacio Barolo. Avenida de Mayo, 1370
Buenos Aires (Argentina)
Contar la misma historia varias veces suele desembocar en la disminución del tiempo que ello requiere. Ese no está siendo el caso.
Estando en el edificio y no habiendo sido capaz de contactar con Bujalesky, ha resuelto no ahorrar en detalles, como hizo cuando puso al día a Ólafur de todas las averiguaciones que han hecho. Es como si el subconsciente de Erika estuviera evitando repetir procesos para evitar cosechar resultados similares, aunque, en realidad, responde a su forma consciente de ocupar la cabeza con pensamientos que destierren otros más dolorosos.
Cuando Sancho ha contactado con Makila para hacerle partícipe de sus intenciones de viajar hasta El Calafate, el inspector general de la Interpol le ha informado del triple asesinato cometido en Shanghái. Todavía no es oficial, pero intuye que dos de las víctimas pueden pertenecer a la Congregación, dado que una de ellas llevaba un tatuaje del glifo alquímico del plomo en la espalda, lo cual lo señala como un arcángel. Ha quedado en confirmárselo en cuanto lo sepa, por eso el pelirrojo ha decidido no compartir la noticia con Erika, de momento. Ahora Sancho permanece atento a la explicación sobre el misterio que rodea a la estatua a la vez que se fija en los detalles infernales de la planta baja del palacio. Algo que se mueve hacia ellos le distrae.
Es un hombre de buena estatura y una melena rockera poco acorde para su edad. Da un paso al frente y se interpone entre Erika, que está de espaldas, y el propio sujeto. Lamenta no ir armado, pero el Smith & Wesson 500 que le prometió Makila aún no le ha llegado. Erika se percata del movimiento del pelirrojo y le agarra del brazo.
—¡Sancho! Tranquilo…, es Bujalesky.
—¡Hay que joderse…!
El dantista trae el triunfo escrito en la cara.
—¡La tenemos! La llave del purgatorio, doctora, encontramos la llave del purgatorio —anuncia conteniendo a duras penas la emoción que le embarga.
Emoción que no se contagia en la ajada expresión de Erika.
Bujalesky busca una explicación en su acompañante, pero en el barbudo pelirrojo no la va a encontrar.
—Se trata de Ólafur —dice Erika al fin.
El argentino no necesita más.
—Lo siento mucho. De verdad —añade con fúnebre solemnidad—. ¿Hay algo que yo pueda hacer?
Ella niega con la cabeza.
—¿Qué os parece si buscamos un sitio para sentarnos los tres a charlar tranquilos? —propone Sancho.
Salen del Barolo en dirección a la plaza del Congreso. El sol calienta con más intención que eficacia, pero por el este se divisa un ejército de oscuras nubes en clara formación de ataque. Alcides Edgardo Bujalesky y Ramiro Sancho se han presentado formalmente y han cruzado algunas palabras del todo triviales mientras que Erika les acompañaba en silencio. El primer diagnóstico del pelirrojo se limita a pensar que el experto, por edad, está más cerca de tocar el arpa que la guitarra.
Al pisar los dominios de El pensador de Rodin, Bujalesky se detiene a escasos dos metros y realiza una pomposa reverencia de presentación.
—Acá tienen al culpable.
Bujalesky le explica a Sancho lo mismo que no hace mucho le ha contado a ella.
—Me va a permitir que le diga que me cuesta bastante trabajo digerir todo esto de la búsqueda del tesoro —reconoce Sancho—. Erika me ha puesto al día de los avances, pero… definitivamente no es lo mío. No se ofenda, pero yo las únicas pistas que entiendo son las que dejan los rastros de sangre. Y de esas, en este momento, tenemos demasiadas sin poder llevarlas al laboratorio. No sé si me explico…
Bujalesky aparta el pelo que le cubre el rostro y asiente.
—Por concretar: ¿me podría decir en qué punto nos encontramos exactamente?
—Exactamente acá —le muestra el dantista—. Es la llave del purgatorio. Quiero creer que esto activa un artilugio en el paraíso que nos lleva hasta el… tesoro —parafrasea—. Tengo la sensación de que está ahí, al alcance de mi mano.
—¿Y qué te impide alargar el brazo y agarrarlo?
Bujalesky desvía la mirada buscando la manera de explicar que unos ridículos peldaños pintados de amarillo resultan ser un muro infranqueable. Pero… ¿cómo se justifica el miedo a un monstruo que solo existe en su cabeza? Un engendro intangible e irracional contra el que nunca ha sido capaz siquiera de plantar cara. El argentino nota que le flojean las piernas y busca un lugar para sentarse. Encuentra un banco algo destartalado, pero vacío.
El pelirrojo invierte unos instantes en analizar las señales que emiten los rostros de sus compañeros de viaje: angustia en el del especialista y tristeza en el de Erika, que ahora se ha retirado unos metros para hablar por teléfono. Finalmente resuelve hacer algo útil y se rasca la barba con fervor al tiempo que se sienta junto al dantista.
—Erika me contó que están detrás de Michelson y que tenían la intención de ir a buscarlo al El Calafate en cuanto se resolviera lo de su amigo. ¿Siguen con esa idea?
—Seguimos. Esa es la parte que nos toca a nosotros. Debemos averiguar qué es eso tan importante que tiene que mostrarnos.
—Pero… ¿y si se trata de una trampa? Si lleva los genes de su padre, deberían tomar medidas más extremas.
—Lo haremos, no se preocupe —dice con la boca pequeña, pues sabe que no va a poder viajar armado.
Erika regresa.
—Era el doctor Sciordi. Ya está. Podemos pasar a retirar la urna —informa con asepsia programada—. Buja, mañana nos bajamos a El Calafate. Vosotros seguid con lo vuestro. Nos mantenemos en contacto, ¿de acuerdo?
—Dale, vos quedate tranquila, que el celular lo llevo siempre encima. Capaz que me termino acostumbrando. Estoy haciendo tiempo para que Telmo vuelva a poner todo en su sitio y, en cuanto me avise, voy a tratar de abrir las puertas del paraíso.
Erika medio sonríe.
—Tené mucho cuidado, doctora, haceme ese favor.
—Lo mismo te digo, Buja.
—Dale.
—Un momento, un momento…, no sé qué planes tendréis vosotros, pero yo no pienso irme a la cama sin cenar.
Erika baraja otras alternativas que no tienen nada que ver con complacer a su estómago. Más bien está pensando en el desconocido de bonitos y expresivos ojos marrones.
—Conmigo no contéis, lo siento —verbaliza ella sin más.
—Dale —interviene Bujalesky—. Así despejo el bocho. Conozco un lugarcito que no queda lejos de acá, pero antes tengo que pasar por el Barolo a ver qué hace Telmo. ¿Qué le parece si nos encontramos allá tipo ocho?
—Me parece. Nos vemos luego.
Bujalesky los sigue con la mirada hasta que sus perfiles se pierden entre la gente. Entonces, saca a Dulcinea y busca una posición más cómoda. Se aclara la garganta y pisa las cuerdas.
Su oscura sonrisa es la muerte de un ruiseñor,
su triste caminar, una marcha fúnebre,
su perfume es un réquiem funesto en si menor.
Su vestido blanco es negro, su aliento amarillo,
el lecho sobre el que descansa es un ataúd,
a su corazón no lo atraviesa un cuchillo.
Y, sin embargo, la quiero tanto que me avergüenzo.
Mis pesadillas a su lado, dulces sueños.
Esta clase de amor no se dibuja en ningún lienzo.
Residencia de Robert J. Michelson
A 34 km de El Calafate (Argentina)
El hielo se ha derretido casi por completo y la única pieza superviviente flota estática en la superficie de un gin tonic que tiene los minutos contados. Su propietario se esmera por encajar las piezas. Antes, Robert J. Michelson ha buscado información sobre Juan Gualberto Gregorio de Las Heras y tiene la sospecha de que a pesar de todo lo que ha averiguado sobre él sigue sin saber quién es.
Militar argentino de carrera que destacó en la lucha contra las invasiones inglesas de 1806 y 1807. Con posterioridad participó activamente en las batallas por la independencia junto a José de San Martín contra las fuerzas realistas españolas en Chile y Perú. También ha leído que cuando abandonó su carrera se convirtió en gobernador de la provincia de Buenos Aires, pero que los enfrentamientos políticos entre las distintas facciones de la época le llevaron a tener que exiliarse en Chile, donde encontró la protección de sus hermanos masones Bartolomé Mitre y Domingo Faustino Sarmiento. La muerte le sobrevino durante este exilio en 1866, pero sus restos no fueron repatriados hasta 1906, por orden expresa de Mitre. Desde entonces descansan en la Catedral Metropolitana de Buenos Aires, nada más y nada menos que junto al insigne sepulcro del Libertador. En la foto que ha encontrado en la red ha visto que el cofre que los contiene está rematado por un cóndor con las alas extendidas que bien podría ser una copia del ave que porta a Dante en la Ascensión. Por las averiguaciones que Alcides Edgardo Bujalesky hizo para su padre, es consciente de que Bartolomé Mitre era Minos, Gran Maestre de la Gran Logia de los Puros, lo cual le lleva a colegir que el general Las Heras ocupaba un cargo relevante en la hermandad.
Lo que todavía no logra entender es por qué tiene un cuadro de él con el nombre de su bisabuelo.
Se centra de nuevo en el óleo.
Esas facciones le resultan tan familiares que aún no puede creer que no se trate de su bisabuelo. ¿Dónde ha visto antes ese estilo de bigote que se funde y se confunde con las patillas? Acude de nuevo al taco de fotografías de época y las extiende sobre la mesa. Son nueve. Posa su mirada tan solo unos segundos sobre cada una, porque lo que quiere encontrar se distingue a simple vista. Y a simple vista lo distingue. En la imagen hay un grupo de jóvenes ataviados con la vestimenta de esgrimista de la época. Todos rondan los veinte años, menos uno que les duplica la edad, el que está el penúltimo a la derecha de la fila superior. Analiza concienzudamente sus rasgos faciales para descartar cualquier atisbo de duda. En efecto, se trata de Juan Gualberto Gregorio de Las Heras. Todos posan con sus sables, floretes y espadas menos él, que está en posición de descanso con ambos brazos pegados al cuerpo. De la axila emerge lo que parece una empuñadura con una figura geométrica por emblema. Recurre otra vez a la cámara del teléfono móvil para ampliar ese detalle. Es un símbolo alquímico que ha visto en alguna parte del informe de Bujalesky. En esa donde habla de los distintivos de los arcángeles. Se conoce las treinta y cuatro páginas de memoria. La que necesita consultar está casi al final. Su mirada salta de las páginas a la pantalla del móvil hasta que da con él, justo al final.
El más importante de todos.
El glifo alquímico de la piedra filosofal.
El distintivo de Damocles, el vigilante. El encargado de formar el ejército de arcángeles para defender los intereses de la hermandad.
La deducción es inmediata.
El general Las Heras fue el primer Damocles, lo cual genera un nuevo enigma. ¿Por qué tendría su bisabuelo un cuadro de Damocles? Le invade entonces una posibilidad. ¿Y si, al igual que la estatua de Palanti, el cuadro no fuera más que un contenedor? Da la vuelta al retrato con sumo cuidado y desliza las yemas de los dedos sobre la lisa superficie de un poco lustroso papel de color ocre. Busca el abrecartas para atravesarlo con la punta en la esquina superior derecha y, muy despacio, va descendiendo sin levantar la hoja del marco. Se otorga unos segundos antes de enfrentarse con lo que va a encontrarse al quitar esa dermis de celulosa.
Solo lienzo.
Frunce el ceño.
La frustración hace que se le acelere la respiración. Tiene que haber algo. Quizá sea un mensaje contenido en la propia imagen. Vuelve a examinarla sin éxito. Golpea la mesa con el puño cerrado y camina en círculos. Un gin tonic puede que desatasque el circuito deductivo, pero esta vez ni siquiera le da tiempo a agarrar la botella.
Si lo importante en un cuadro es la pintura en sí, ¿por qué no cambió el marco en vez de colocar una chapa de mayores dimensiones sobre la original? Porque lo importante en ese cuadro no es la pintura, es el marco, se responde.
Esta vez no se va a andar con sutilezas.
Agarra el cuadro por los listones más verticales y tira hacia fuera para separarlos del paño. Le cuesta varios intentos, mas terminan cediendo a su impetuoso empeño. Los examina sin detenimiento. Los agita furioso. Nada. Voltea el cuadro y repite la operación con los horizontales. Al separarlos, el lienzo planea hasta el suelo, vuelo que Michelson no sigue porque está notando que el trozo de madera que sostiene en la mano derecha pesa más que el otro. Es el que lleva la chapa. Se sienta. Necesita recuperar el control. Le palpita la yugular y le sudan las manos. Enseguida detecta una anomalía en el interior de uno de los extremos. Se trata de un pedacito de cuero que está oculto en la junta que une ese listón con el vertical. Utiliza el dedo pulgar y el índice a modo de pinza para tirar de él y extraer el tapón de cera al que está unido. Inclina el marco y le da unos golpecitos en el otro extremo para que se deslice el cilindro metálico de dos centímetros de diámetro que contiene. Desenrosca la tapa y recurre a la misma técnica.
Un documento enrollado.
Se toma su tiempo antes de extenderlo sobre la mesa.
Reconoce la firma al instante: Bartolomé Mitre Martínez.
En Buenos Aires, a 16 de febrero de 1857
A mi fiel compañero Juan Gualberto Gregorio de Las Heras y de la Gacha.
Cuando termina de leer la carta, un temblor incontrolable se apodera de sus manos. Trata de contenerlo juntándolas entre sí y apretándolas con fuerza, pero no logra sino el efecto contrario.
La falla tectónica divide su cerebro en dos, la que no puede dar crédito y la que se niega a creerlo.