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ESA LUZ FRÍA
Complejo Médico Policial Churruca Visca
Buenos Aires (Argentina)
Septiembre de 2013
Erika se muerde la cara interna de los carrillos para compensar la aflicción. No sabe qué decir ante la propuesta que le acaba de lanzar el hombre de bata blanca que tiene delante.
El doctor Sciordi la ha recibido amablemente en un pequeño despacho, donde le ha vuelto a explicar que no consiguen contener la infección que le ha afectado al hígado, órgano que, por otra parte, ya tenía bastante dañado antes de recibir el disparo en el abdomen. Lo han intervenido quirúrgicamente en tres ocasiones y han tratado de drenar el brote infeccioso, pero no han evitado que otros órganos se vean afectados. Sin embargo, ha sido lo siguiente que le ha dicho lo que ha provocado que a Erika se le humedezcan los ojos.
—Consulté el caso a otros especialistas en medicina interna y el diagnóstico es unánime: vemos muy difícil que el paciente remonte la situación. Es probable que el brote infeccioso le provoque una sepsis severa que, en el estado de gravedad en el que se encuentra el paciente, derive en una insuficiencia multiorgánica. En previsión de que este colapso se produzca de forma inminente y dado que es usted la única persona que…, en fin, ya me entiende. Podemos seguir como estamos o bien retirarle la sedación para que recupere la consciencia y pueda…, pueda despedirse de él.
Las tres últimas palabras se repiten incesantemente en su cabeza.
—Señorita, tiene que tomar una decisión, por desgracia el tiempo no juega a favor.
Erika pestañea como si de esa forma cebara el motor que hace funcionar las cuerdas vocales.
—Hágalo.
El doctor Sciordi asiente.
—Va a tardar unas horas en despertar, si quiere doy orden de que le avisen en cuanto…
—Gracias.
—Siento mucho no haber podido hacer más, créame.
Erika asiente varias veces y sigue asintiendo hasta que escucha el sonido de la puerta.
Entonces sí, libera el llanto.
A 35 kilómetros del aeropuerto General Mitchell
Milwaukee (Estados Unidos)
La siguiente etapa pasa por Shanghái. Gabriel tiene que moverse con celeridad para evitar que la noticia llegue a los oídos de su siguiente objetivo y este tome medidas. No va a ser la primera vez que ponga los pies en una de las ciudades que más la han impresionado; de hecho, ya ha completado allí dos trabajos para el custodio que ahora es su objetivo, Gerión. Nunca lo ha visto en persona, pero lo conoce muy bien gracias a los informes que Corteza de Roble le ordenó elaborar de todos los miembros de la Asamblea.
«Es mejor conocer las caretas de tus amigos que tener que desenmascarar a tus enemigos», solía argumentar Damocles.
Stanley Shing se presenta como un hombre hecho a sí mismo cuya máxima preocupación se ciñe a mantener su emporio empresarial. Un imperio que se ha labrado desde que, con seis años y huérfano, empezó vendiendo flores artificiales a turistas occidentales por las calles de Bund, la zona portuaria de Shanghái. Imitando la laboriosidad de las abejas, consiguió que los beneficios florecieran de forma natural y a finales de los setenta supo espolvorear el suculento polen de la amistad personal que mantenía con Deng Xiaoping para lograr que sus empresas germinaran por todo el país. La jalea real del tráfico de influencias le convirtió en uno de los empresarios chinos que más provecho supo sacar de la revuelta de Tiananmén, lo cual llamó la atención de la Asamblea, que por aquel entonces buscaba afianzar su presencia en la zona. Con el tiempo, la hermandad ganó un custodio y Stanley Shing, una de las primeras licencias para explotar el negocio más rentable del gigante asiático: los casinos. Sin embargo, su lealtad a Corteza de Roble fue decreciendo en la medida en la que aparecieron grietas en la coraza de la organización, hendiduras por las que veía escaparse su hegemonía empresarial, fisuras a través de las cuales empezó a prestar oídos a las cuitas que partieron del antiguo Flegias.
La codicia le empujó a la traición y por ello debe morir.
El GPS le indica que le quedan veintisiete minutos para llegar al aeropuerto. El vuelo hace escala en Nueva York, pero no ha sido capaz de encontrar una alternativa más rápida. Mientras resta kilómetros para llegar a su destino, Gabriel no puede evitar sumar algunos de los muchos recuerdos que se multiplican en su cabeza. Filtra los más positivos, los que tienen como resultante una sonrisa que tiende a infinito.
Mentalmente se traslada a Sarawak, en el norte de la isla de Borneo, donde rehízo su vida tras convertirse en uno de los arcángeles mayores de la Congregación. En sus nuevos dominios, donde todavía no habían llegado los animales de dos patas, la naturaleza volvía a regalarle todo cuanto necesitaba: agua limpia, aire puro, tierra viva. En la espesura de la jungla, alejada del cauce del río Kinabatangan, lo más cerca posible de ningún lugar conocido, era Adla y nada más. Durante los largos períodos que no tenía que cumplir con las obligaciones de su espada, dejaba que su espíritu se vaciara en el entorno y disfrutaba de la libertad en toda su extensión. Solo cuando tenía que regresar a eso que llamaban civilización escuchaba aquellas palabras retumbando en su cabeza: «El ser humano como especie no está capacitado para manejar sus designios y por ello necesita ser dirigido por los que conocen la verdad. La verdad es lo que diferencia las mentes libres de las esclavizadas». Y si había algo que Adla temiera de verdad, era la falta de libertad.
Para seguir siendo libre únicamente tenía que cumplir con su cometido.
«Cuando la raíz del árbol se infecta ya no hay que preocuparse por podarlo todas las primaveras, solo hay que ocuparse de talarlo para que otro nazca en su lugar».
Y eso estaba haciendo Gabriel: talar.
Sumida en ese pensamiento, el GPS le anuncia que acaba de llegar a su destino.
«Todavía no, pero ya estoy algo más cerca», piensa.
Plaza de Mayo
Buenos Aires (Argentina)
Desconoce cuánto tiempo lleva caminando a la deriva desde que ha salido del hospital dejando una estela de pesadumbre por las calles y avenidas del Microcentro.
A esa hora de la tarde, las paradas de los colectivos están repletas de personas que han terminado su jornada laboral y se disponen a regresar a sus casas. A muchos de ellos les espera un largo recorrido y en sus caras apáticas Erika cree ver el reflejo de una vida corriente anclada en la fatigosa rutina. Se cambiaría sin dudar por cualquiera de ellos, aunque solo fuera por tener algún sitio donde ir, tirarse en un incómodo sofá y compartir con algún ser querido lo puta que es la vida. Muy a su pesar, lo que le espera a ella es un buen amigo moribundo y toneladas de dolor que digerir.
Y los primeros mordiscos a esa manzana podrida tiene que darlos antes de sumergirse en el inframundo que es la red del Subte de Buenos Aires. Ha aplazado lo que ha podido el momento de llamar a Sancho para transmitirle las malas nuevas, mas ya ha agotado todo el crédito que le concedió a la cobardía. Se para bajo los soportales del colonial edificio del Cabildo e inspira muy despacio en su propósito de inhalar algo de coraje.
—Sancho.
—Hola, Sancho, ¿cómo estás?
Con la ambigüedad de la pregunta, Erika desea que Sancho le cuente algo que no le haga abordar el asunto de modo inmediato. No sucede así.
—No me gusta cómo suena tu voz. Dime qué pasa —la conmina el pelirrojo.
Ella vuelve a hinchar los pulmones para comprobar si a la segunda funciona. Tampoco esta vez. Finalmente se lo cuenta tratando de ser lo más aséptica posible mientras hace un enorme esfuerzo por no quebrarse.
Sancho lo digiere en silencio durante unos segundos.
—¡Menuda puta mierda! ¿Y tú cómo estás?
—Rota.
—Escucha, en cuatro horas y veinticinco minutos tengo un vuelo a Buenos Aires. No es un vuelo directo, pero mañana estoy allí contigo sí o sí.
Erika no se lo esperaba. El hecho de saber que puede contar con alguien dinamita lo que le quedaba de entereza. No obstante, contra todo pronóstico, logra contener las lágrimas.
—Gracias, Sancho.
—Envíame la dirección del hospital, voy directo desde el aeropuerto. Te veo allí. ¿De acuerdo?
—Gracias, Sancho —repite en modo bucle.
—Cuida del islandés y si se despierta antes de que yo llegue, dile que si tiene los cojones de morirse va a tener un problema muy gordo conmigo. ¿Se lo dirás? Erika, ¿sigues ahí?
—Gracias, Sancho.
—Ya llego. Aguanta un poco, que ya llego. Un beso.
Al colgar, Erika siente que se ha despojado de la angustiosa sensación que produce la soledad. Cruza las calles Perú y Rivadavia y se deja arrastrar por la marea humana que alimenta la boca del Subte de Catedral. Tiene que caminar hasta la línea E y, sin darse cuenta, ha dejado la mente en blanco. La única tarea que realiza su cerebro es seguir los indicadores para no perderse. Allí abajo el aire se siente pesado, no en vano está viciado por la ansiedad que se desprende de la prisa.
El color morado es su guía.
La letra «E», su norte.
Solo tiene que avanzar, pero algo la obliga a detenerse. Una decisión poco acertada, habida cuenta de la fuerza que arrastra la marea. Tiene que retroceder unos metros en dirección opuesta a la que lleva la gente, pero sigue parada tratando de enfocar la imagen que tiene retenida. Duda unos instantes y valora si puede ser fruto de su imaginación. Alguien choca bruscamente con ella. Reacciona. Recorre unos metros sorteando obstáculos humanos hasta que logra plantarse delante. Está tallada en el cemento, justo donde terminan los azulejos que revisten el túnel.
Una estrella.
Pero no una estrella cualquiera.
Es exactamente igual a las siete estrellas que rodean a la luna en el emblema de la Congregación de los Hombres Puros. Lo ha visto un millón de veces. Descarta cualquier tipo de coincidencia y llega a la conclusión de que esa estrella está ahí porque alguien quería que estuviera ahí. Ahora escucha la voz de Bujalesky.
«Si querés esconder algo, ponelo bien visible y a la altura de los ojos de quien no sabe mirar».
Para las miradas de quienes no han oído hablar nunca de la Congregación, no es más que un garabato en el pared, como tantos otros, luego pasa totalmente inadvertida. Invisible. Pero no para unos ojos en pleno proceso de aprendizaje.
Mira el reloj del móvil. Está evaluando la conveniencia de llamar o no a Bujalesky para hacerle partícipe del hallazgo. Se le ocurre algo mejor. Afortunadamente hay wifi en el andén.
Dos minutos después de enviar la foto recibe la llamada del experto argentino.
—¡¿Dónde estás?! Decime. ¡¿De dónde sacaste esa fotografía?! ¡Hablá, che!
—Si te callas, lo mismo lo intento.
—Tenés razón. Disculpá. Me callo. Disculpá. Hablá tranquila, doctora.
—En la estación del Subte de Catedral.
Silencio.
—Buja, ¿sigues ahí?
—De Catedral. ¡La puta madre! ¡La reputa madre! ¡La reputísima madre! ¡La recontra puta madre que los remil parió! ¡¡No te puedo creer!! ¡¡No lo puedo creer!!
—Tranquilízate, ¿quieres?
—¡No lo puedo creer! ¡¿Te diste cuenta?! ¡La Catedral es la puerta del averno! ¡El Subte! Tiene sentido. ¡Obvio! Bajo tierra. ¿Entendés?
—Entiendo.
—Estoy tomando un café con Telmo en una cafetería de avenida de Mayo. A tres cuadras de ahí. Esperame fuera, que ya mismo estamos. ¡Dale, esperame!
Lo ve llegar corriendo. Telmo lo sigue unos metros rezagado, caminando todo lo rápido que le permite su maltrecha rodilla. Lo que ocurre a continuación no se lo esperaba.
Bujalesky la abarca con los brazos y la aprieta contra su pecho. Está temblando. Erika corresponde el abrazo por pura necesidad.
—Acá estoy —anuncia Telmo entre jadeos—. ¿Era necesario correr? Si ese simbolito del carajo es lo que creen que es, lleva ahí unos cuantos añitos, no creo que se vaya a volatilizar justo ahora.
—¡Cerrá el orto, boludo! Por favor —le ruega a Erika—, indicame.
Por el camino, Bujalesky presenta todos los síntomas que preceden a un infarto de miocardio. Por suerte, el itinerario es corto.
Erika la señala con el dedo.
Bujalesky se toma su tiempo en examinarla y se tapa la boca. No necesita hablar, se expresa a través de los lacrimales. Telmo le pone una mano en el hombro y lo zarandea.
—Acá la tenés, Buja —musita.
Erika mira a Telmo con recelo.
—Y ahora ¿qué? —demanda ella.
—Coelestes sequitur motus. «Sigue los movimientos celestes». Eso es lo que toca ahora. Tiene que haber más por acá. Estoy seguro de ello. Cuerpos celestes, el rastro infalible de la Catedral, puerta del averno. Solo hay que encontrarlos. Tienen que estar acá nomás. Justo acá —dice mirando en derredor.
—Buja, yo…, yo no puedo quedarme ahora. Verás, Ólafur ha empeorado y le han quitado la sedación para que esté consciente cuando…
—¡Qué cagada! Lo siento mucho, Erika. Lo siento de veras. Andá con él, andá. Nosotros nos quedamos por acá hasta que nos echen, ¿verdad, Telmito?
El encargado del Barolo asiente.
—Andá tranquila. Yo te aviso de cualquier cosa ahora que ando con celular.
Ambos la persiguen con la mirada mientras se pierde por los angostos pasillos del Subte.
—Un regalo, Telmito, esa mina es un regalo divino.
Complejo Médico Policial Churruca Visca
Buenos Aires (Argentina)
Lleva algo más de dos horas apostado frente a la puerta.
Ha tratado de contactar con Pluto pero no ha recibido respuesta alguna, por lo que interpreta la falta de noticias como un signo inequívoco: Minotauro ya ha armado una candidatura paralela a la suya.
Sin embargo «inequívoco» a veces es un término equivocado si no se maneja toda la información, como es el caso.
Consecuentemente, Michelson deduce que, si Minotauro reúne más apoyos que él, le corresponderá a este organizar la Asamblea de la que saldrá el próximo portador de la túnica de Dante. Al margen, Nasidio y Gerión, a los que consideraba sus aliados más sólidos, tampoco han dado señales de vida y a Samael parece habérselo tragado la tierra. Todo ello le empuja en una única dirección: encontrar a Erika para llegar a Alcides Edgardo Bujalesky. Solo necesita mantener una larga conversación y mostrarle lo que tiene.
Solo eso.
Por ello, hace unas horas ha vuelto a llamar a Engrudo y este le ha dicho que, al no seguir el cauce oficial, tiene que buscar el momento para no despertar suspicacias. Michelson entiende que no quiere jugarse el cuello y él no puede esperar a que se decida a lanzar la geolocalización del número de Erika. No le ha quedado otra salida que abandonar la autopista de la tecnología para transitar por senderos peor asfaltados.
Senderos que a veces son atajos.
Y esa es una de esas veces.
Reconoce el llamativo color rojo de su pelo. Camina azorada con el gesto contraído y se cuela entre las personas que están esperando a que otras salgan del hospital. Tiene prisa.
Él no.
Saca el sobre que tiene preparado en la guantera y espera.
Estación del Subte de Catedral
Buenos Aires (Argentina)
La segunda estrella la ha encontrado Telmo. Estaba tan solo unos metros más adelante, pero en la pared opuesta, y esta se veía aún peor que la anterior. Las dos siguientes han sido cosa de Bujalesky, que ha celebrado ambos hallazgos como un gol decisivo de Racing a Independiente en el descuento —o de Independiente a Racing, ¿quién sabe?—. Su eufórica reacción ha llamado la atención de algunos transeúntes. Que dos hombres de avanzada edad recorran los pasillos del Subte observando concienzudamente las paredes, el suelo y el techo, y que, sin motivo aparente, griten y se abracen es, cuando menos, llamativo. Conscientes de que eran el foco de algunas miradas, han convenido proseguir la búsqueda con mucha más discreción. En las escaleras que bajan al andén han encontrado la quinta, pero la sexta no la ven por ningún sitio y la desesperación está empezando a tomar cuerpo en el cuerpo de Bujalesky.
—¡La puta que lo parió, Telmito! ¡No me digas que nos vamos a quedar así, con la miel en los labios! —porfía sin dejar de rastrear el entorno.
—¿Y si no hay siete estrellas? ¿Por qué tiene que haber siete estrellas?
—Porque son las que tiene el emblema de la maldita hermandad. Uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis y siete —se cuenta los dedos mientras canta la serie subiendo el tono progresivamente—. Podría haber cinco, lo sé; sin embargo, resulta que hay siete y encontramos cinco. Y las otras dos tienen que estar acá, delante de nuestros ojos. Acá, Telmito, acá. Pero como somos dos viejos chotos inútiles, no las vemos.
—¡Pará un segundo!, ¡pará! Dale. Ponele que hay siete, pero… ¿y si la primera que hemos encontrado, bueno, la que ha encontrado la mina, no era la primera? ¿Y si era la tercera y antes o en otro sitio, qué sé yo, están las dos que nos faltan?
Bujalesky lo mira con detenimiento.
—Vos sos un genio, ¡eso es lo que sos! ¡Obvio! Si tu teoría se cumple, ahora habría que buscar la luna y el sol. Las estrellas nos han guiado hasta acá, ¿sí? ¿Vos dónde pondrías la entrada del infierno?, ¿eh? Pensá, Telmito, pensá.
Telmo dirige la mirada hacia el agujero negro en el que aparecen dos puntos amarillos que van ganando en tamaño e intensidad.
—No…, ¿me estás jodiendo?
—Esta es la estación de cabecera de la línea D. Por allá adentro tiene que haber muchos más túneles —razona Telmo—. Vení.
Las puertas de los vagones se abren y engullen a decenas de pasajeros.
Bujalesky aguarda impaciente a que el tren se ponga en marcha. El andén está prácticamente vacío, pero de inmediato empiezan a aparecer más pasajeros. La iluminación del túnel es poco menos que inexistente.
—Por ahí se puede transitar, ¿viste? —observa el dantista.
—¿Pero vos estás loco o se te chifló el moño? ¿Querés que terminemos en cana? —objeta Telmo—. ¿Cuántos metros crees que vamos a recorrer ahí dentro antes de que nos agarren?
—¡No seas gil! No lo vamos a hacer a la vista de todo el mundo. Cuando cierren la línea.
—¿Y vos qué te creés, Bujita, que previamente no la inspeccionan? Además, siempre se dijo que por la noche hay gente laburando por acá.
—No laburan de día, como para laburar de noche. ¡Ni en pedo! No seas conchudo, Telmito, hacé el favor. Puede que revisen los pasillos para que no se quede ningún loco torrado, pero nosotros nos escondemos en el baño y cuando cierren salimos.
—¡Mirá vos! Una estrategia brillante que seguro que a ningún linyera se le ocurrió antes que a su eminencia.
Bujalesky arruga el entrecejo y sonríe. Se gira hacia Telmo y le agarra de los hombros con firmeza.
—Hagamos lo siguiente: vos te regresás al Barolo, te agarrás unas linternitas y te fabricás un surtidito de herramientas de esas tuyas. Yo te espero acá, pensando la forma de quedarnos adentro cuando clausuren la estación, ¿sí?
—Buja, que se nos está yendo de las manos, que no tenemos edad para estas pelotudeces…
Pero Bujalesky tiene la atención puesta en un punto concreto.
—¿Me escuchaste?
El dantista le agarra la mano con la que se apoya en el bastón y le fuerza a levantar el brazo.
—¿Qué hacés?
—Allá —señala con el bastón—. ¿Llegás a verla o sos un estrábico mental?
—La concha de mi madre…
Una luna con un amigable rostro de perfil está tallada en el ladrillo bajo una de las luces de emergencia que marcan la entrada del túnel.
—Andá, Telmito. Andá a hacer lo que te pido. Yo te espero acá nomás.
Telmo no pone objeciones.
—Dame una hora —dice antes de marcharse.
Bujalesky toma aire con la mirada puesta en el símbolo masónico. Nota que algo crece en su interior. La sangre se le acumula en las sienes y le invade el deseo de liberar su entusiasmo hasta desgarrarse las cuerdas vocales. Busca un sitio apartado y saca a Dulcinea de la funda.
Se sienta y apoya la espalda contra la pared. Se aclara la garganta y acaricia las cuerdas del mástil. Esa luz fría arranca en do.
Algo se ha roto en mi interior.
Tus ojos son de un negro perturbador.
Me repetís que ya no hay nada.
¡Nada!
Todo se esfuma a mi alrededor.
Cada palabra es una espina.
Tu decisión, mi guillotina.
No puedo quitarme de vos.
¡No!
Eres polvo blanco, heroína.
Somos estrellas sin resplandor.
Sigues impresa en mi retina.
Salgamos juntos al exterior.
Esa luz fría nos asesina.
Salgamos juntos al exterior.
Esa luz fría nos asesina.