VIVIR ETERNAMENTE EN EL RECUERDO O VIVIR CONDENADO AL OLVIDO

Residencia de Luis Barolo

Calle Perú, 1363. Buenos Aires (Argentina)

14 de junio de 1922

Con la atención puesta en el plano de la sección vertical de su imponente obra, Luis Barolo no dejaba de repetir la frase con la que se despedía Cepheus, su guardián, en la misiva que le habían enviado esa misma mañana.

«Vivir eternamente en el recuerdo o vivir condenado al olvido».

El hecho de poder elegir ya era de por sí un privilegio. Una prebenda por la que tenía que decidir si pagaba su precio.

La tarde languidecía serena. Las bajas temperaturas habían provocado una reducción considerable de la vocería que caracterizaba un barrio tan escandaloso como el de San Telmo, en el que la actividad cotidiana era directamente proporcional a la altura que alcanzara el mercurio en el termómetro. La escasez de luz era una invitación a accionar el interruptor de su recién instalado servicio doméstico de electricidad, solo al alcance de bolsillos aventajados como los suyos. El filamento de la lámpara se fue contagiando de incandescencia para bañar el documento de una amarillenta nitidez. Su mirada avanzó siguiendo el trazado de las líneas que convergían en la cúpula proyectada por Mario Palanti, cuya inspiración bebía de la del templo Rajarani de Bhubaneshwar. El voluptuoso diseño era una metáfora de la red invisible que atrapa las vidas de los necios y los incautos.

Pero ese no era su caso.

Porque ningún necio tiene un lugar reservado en los libros de historia; ningún incauto logra que su apellido trascienda al paso del tiempo. Esos eran los argumentos con los que intentaba justificar la idea de quitarse la vida, tal y como le estaban ordenando hacer.

La segunda fosa del séptimo círculo del infierno le estaba esperando.

Con cincuenta y tres cumplidos, el bagaje de Luis Barolo no podía ser más brillante, habida cuenta de la forma en la que había llegado al nuevo continente hacía treinta y dos años. Era entonces un inmigrante italiano procedente del Piamonte que buscaba al otro lado del Atlántico lo que no había sido capaz de conseguir en su tierra natal. Otro más. Arrancar no le había resultado nada sencillo. Los primeros meses de estancia le hicieron concluir que la distancia entre la realidad y los sueños era aún mayor que la que había recorrido a bordo de aquel transatlántico. Así y todo, resistiéndose a ser derrotado por el desánimo y tras entender las normas sobre las que se cimentaban los prósperos negocios en Argentina, se dispuso a poner los primeros ladrillos del suyo. Para ello lo primero que hizo fue contactar con el nutrido círculo de compatriotas que habían logrado establecerse con éxito en Buenos Aires. Muy a su pesar, no valía con estar bien relacionado, tenía que formar parte de él, y para ello contrajo matrimonio con Luisa Molteni, hija de un hombre de negocios consolidado en el país que le ayudó a abrir las primeras puertas del sector textil, industria que estaba despegando en Sudamérica. Luis Barolo no tardaría en percatarse de que la pertenencia a la élite no bastaba para competir con otras empresas más arraigadas, por lo que resolvió que debía diferenciarse del resto implantando nuevos métodos de producción. La oportunidad le surgió cuando oyó hablar por primera vez de las máquinas hiladoras de lana peinada, unos ingenios con los que catapultaría su nombre a lo más alto. Solo había un problema: necesitaba financiación. Disponía de la iniciativa y los contactos en la vieja Europa para importar tejidos de calidad, pero sin el capital para invertir en maquinaria todo quedaría reducido a una compañía más con altas pretensiones y nulas posibilidades de crecer. Con tal empeño como carta de presentación, el empresario acudió a las entidades bancarias más importantes primero y a las emergentes después, pero en el mejor de los casos, cuando conseguía convencer a aquellos que poseían los dólares, le imponían unas condiciones leoninas que le condenarían a trabajar toda una vida solo para devolver los intereses con los que gravaban el préstamo.

Sus últimas esperanzas se hundían en el Río de la Plata cuando apareció él.

Se hacía llamar Cepheus, tenía marcado acento británico y decía representar a un grupo cuyo nombre no le desveló. Poco le importaba a Barolo el misterio cuando aquel hombre traía bajo el brazo el doble de la cantidad que venía mendigando a los bancos. Dos únicas condiciones: devolver el montante en un plazo no superior a veinte años y formar parte de la organización. Esa fue la primera vez que escuchó pronunciar su nombre: Gran Logia de los Puros. Ingresar en una orden masónica no suponía ningún inconveniente, habida cuenta de que él ya tenía contacto directo con el tejido masónico por mediación de su suegro. El acuerdo se oficializó al estampar su rúbrica en el folio que le correspondió de El Cartapacio de Minos, donde aceptaba cumplir los preceptos dispuestos por la hermandad en el Novem Regulas. Inmediatamente recibió los cuatro millones de pesos, con los que no solo pudo comprar aquellos maravillosos artilugios de factura alemana, también le alcanzó para adquirir unos terrenos en El Chaco donde producir su propio algodón y así dejar de depender de la costosa importación de materia prima. En cinco años triplicó sus beneficios y el único requerimiento que tuvo que atender de sus nuevos hermanos consistió en completar el primer grado de iniciación para convertirse en centinela. A partir de ese momento, de manera periódica, Cepheus le hacía entrega de importantes sumas que debía incluir en sus libros de contabilidad antes de depositarlas en distintas entidades.

Nunca preguntó por qué ni para qué.

En 1910, durante la celebración de la Exposición del Centenario de la Revolución de Mayo, Cepheus le citó en el pabellón italiano para presentarle a la persona con quien iba a emprender un proyecto que Luis Barolo y Cía. debía costear con la cantidad adeudada. Su nombre era Mario Palanti, un talentoso y joven arquitecto milanés con un futuro más que prometedor y un presente comprometido con la Gran Logia de los Puros. El elegido por Cepheus para ser el compañero de viaje de Luis Barolo era un iniciado con el grado de aprendiz en la logia masónica Fratelli Bandiera de Milán, por lo que, a priori, su perfil personal y profesional encajaba como un guante en lo que el guardián andaba buscando.

No tardaría en arrepentirse.

La empresa que Luis Barolo y Mario Palanti debían poner en marcha consistía en la construcción de un imponente edificio que rivalizara con los rascacielos que empezaban a levantarse en Nueva York y Chicago, las únicas urbes que, en el amanecer del nuevo siglo, podían hacer sombra al esplendor de Buenos Aires. Una construcción de estilo inclasificable lejos del entendimiento arquitectónico del empresario, pero muy cerca de su visión empresarial, dado que solo tenía que encargarse de administrar un montante que, en realidad, ni siquiera le pertenecía. Otro negocio redondo.

En las sucesivas reuniones que mantuvo con Mario Palanti, este le expuso las líneas maestras de un diseño que estaba llamado a convertirse en la edificación más alta e imponente de toda Latinoamérica. Esto ya suponía un reto a la altura de las expectativas de Barolo, pero, en la medida en la que fue creciendo la confianza entre ellos y el arquitecto le fue desgranando el verdadero propósito que tendría el edificio una vez terminado, el proyecto fagocitó todo lo demás.

El contenido superaba con creces al continente.

Su edificio sería mucho más que un rascacielos: las puertas del cielo en el mismo corazón de Buenos Aires, un templo oculto a la vista de todos, un colosal mausoleo donde albergar los restos del más grande de los poetas y padre de su lengua materna. La idea fue arraigando en el cerebro del empresario hasta apoderarse por completo de su voluntad y, desde entonces, la única verdad pasó a ser la que estaba contenida en los versos de La Divina Comedia. Su realidad se ciñó exactamente a la distorsión del universo de Dante Alighieri y, sin ser siquiera consciente de ello, todo su mundo quedó constreñido entre el infierno, el purgatorio y el paraíso.

El estallido de la Primera Guerra Mundial provocó que se dilataran los preparativos más de lo que habían previsto, pero Luis Barolo supo aprovechar ese período para seguir escarbando en los misterios contenidos en la obra de Dante. En 1919, ya con Mario Palanti de regreso en Buenos Aires, se iniciaron las obras con el ambicioso objetivo de inaugurarlo dos años más tarde, haciendo coincidir la fecha con el aniversario del sexto centenario de la muerte del poeta italiano. Pero el empeño del arquitecto por importar materiales nobles desde Italia originó el incumplimiento del hito. Este fracaso supuso un duro revés para un empresario malacostumbrado al éxito; sin embargo, no era esa la razón por la que la Gran Logia de los Puros le estaba condenando. La increíble desaparición de la estatua —o, para ser más exactos, de lo que esta albergaba en su interior— había supuesto un estigma insuperable. Tenía fundadas sospechas sobre la autoría del robo; no obstante, sin forma de demostrarlo, tales conjeturas se quedaban en meras suposiciones.

Luego de fracasar en sus pertinaces intentos por recuperar la Ascensión, todo indicaba que Luis Barolo vagaría por el infierno sin ver completada su obra, pero al menos su nombre no quedaría condenado al olvido.

De vuelta al aciago presente, su errática mirada se vio arrastrada hacia el punto de fuga que debía prolongarse desde la cota más alta del edificio hasta el infinito, pero a medio camino se tropezó con la ampolla de cristal del tamaño de una alubia que descansaba sobre su escritorio. Un regalo de sus hermanos. La pinzó con el índice y el pulgar y se la colocó en la palma de la mano. Luego de examinarla durante el tiempo que estimó oportuno, cerró el puño y la depositó en el bolsillo relojero del chaleco.

«Vivir eternamente en el recuerdo o vivir condenado al olvido».

La solución al dilema estaba en la solución de sales de cianuro que le aseguraba un tránsito fugaz y, según tenía entendido, poco agónico. Una muerte barata para tan distinguido premio.

Luis Barolo se ajustó la pajarita y se incorporó lentamente. Dio cuatro pasos para colocarse frente al gramófono de trompeta que había ordenado traer desde París, al que apenas había dado uso. De hecho, no recordaba cuándo había sido la última vez, pero sí lo que había escuchado. Seleccionó el corte y posó la aguja con extrema delicadeza sobre el canal ancho del vinilo.

Las primeras notas de piano de El carretero precedieron a la voz de Carlos Gardel.

No hay vida más desgraciada

que la del pobre carretero,

con la picana en la mano

picando al buey delantero.

El empresario giró sobre sus talones para revisar de hito en hito la imagen de cuerpo entero que le devolvía el espejo. Presentaba un aspecto impecable, como no podía ser de otra forma. Metió la mano en el bolsillo, agarró la ampolla y se la introdujo en la boca. Con la lengua la colocó entre los molares del lado derecho e inspiró profundamente.

—Yo te maldigo, Mario Palanti, y, como a Judas, te condeno a congelarte en el noveno círculo del infierno, donde nunca encontrarás el descanso junto a los traidores a sus bienhechores. Traidores como tú —profirió en piamontés.

Y con un leve crujido se selló la conjura.