UNO DE ESOS PIJAMAS DE MÁRMOL

Terminal de autobuses Lao Xi

Ciudad vieja de Shanghái (China)

Septiembre de 2013

Conoce pocos lugares en el planeta tan concurridos como ese. El frenesí con el que los chinos afrontan sus quehaceres diarios hace que la zona de influencia de la terminal se asemeje a la boca de un hormiguero por el que han de pasar todos los individuos. Gabriel no pertenece a esa colonia, pero se mueve con tanta soltura como ellos.

Se dirige hacia el sur, concretamente al mercado que se ubica en la intersección de Zhonghua Lu y Fuxing Dong Lu. Uno de los motivos por los que se encuentra tan cómoda en Shanghái es porque el olor que desprenden los animales de dos patas, ese que sigue sin poder soportar, se camufla entre los millones de partículas odoríferas suspendidas en el ambiente. Antes de cruzar el puente, gira a la derecha y luego a la izquierda para llegar hasta una estrecha callejuela que desemboca en una gran plaza plagada de puestos. Se dice que allí lo único que no se puede comprar son almas, porque todas ya han sido vendidas.

Pero no es un alma lo que el arcángel ha venido a buscar y tampoco lo va a encontrar sobre los mostradores. Elige una callejuela poco concurrida para trepar por una tubería hasta el primer piso, camina por la canalización que recorre la fachada de la manzana y busca alguna vertical por la que pueda subir al techo de una de las viviendas que dan a la plaza. Necesita una mejor perspectiva.

Ya ha estado allí antes. Los Sun Yee On siempre le han servido de soporte cuando ha tenido que hacer algún trabajo en la zona. Son eficaces, pero sobre todo discretos. Y desde que Corteza de Roble diera la orden a Miguel de eliminar a Wang Wei-Zhu y entregar a los Yamaguchi-gumi el control del juego en Macao, están ganando mucho terreno a los 14K, la tríada rival. Su principal actividad es el de estupefacientes, pero tampoco hacen ascos al tráfico de armas, bien abastecidos desde Rusia por los Bratski Krug.

No detecta nada extraño. Hay dos hombres apostados en la entrada de la tienda que les sirve de tapadera. Fuman mientras sostienen una amigable charla. Ambos van armados, tal y como ella espera. Deshace el camino y se dirige hacia allá. A cinco metros para llegar, uno de los guardias la reconoce e inmediatamente el rubor de su rostro pierde varias tonalidades. El otro se contagia de la actitud de su compañero y permanece inmóvil sin saber qué hacer. Gabriel se detiene y espera a que alguno reaccione. No comprende cómo esos dos tipos pueden estar a cargo de la vigilancia; si ella hubiera traído propósitos distintos, habrían muerto sin enterarse. Uno de ellos parece reactivarse, tira el cigarro al suelo, lo pisa, abre la puerta y la invita a seguirlo. La conducen por el interior del local, que parece una cacharrería regentada por un matrimonio de elefantes. No es casual, entre tanto caos solo hay una ruta posible para llegar a la trastienda, un trazado que únicamente ellos conocen. El hombre con el que suele tratar es el menor de los cuatro hijos de Huang Xu, uno de las tres cabezas de dragón que dirigen la tríada. Se llama Zhang, pero le conocen como «Gallo». El pago lo ha hecho por adelantado, por lo que solo tiene que recibir la información que les ha demandado y comprobar que es el modelo que les ha pedido, el mismo con el que Damocles la enseñó a disparar a larga distancia.

La habitación huele a tabaco y a sudor, dos de los olores que conforman el podio que ella repugna. Se da cinco minutos para salir de allí.

—Gabriel —la saluda Gallo inclinando la cabeza—. Bienvenida. Toma asiento, por favor.

Como el resto de sus hermanos, ha cursado estudios en Londres y Ginebra, por lo que maneja bien el idioma de los negocios. Es educado y viste al estilo europeo. Sabedor de que ella no va a pronunciar ni una palabra, continúa hablando y pasa por alto que el arcángel ha declinado el ofrecimiento de sentarse.

—Lo que nos encargaste. Recién salido de fábrica. Limpio.

Gabriel se aproxima a la mesa. En el maletín negro y rectangular se puede leer lo que contiene: Снайперская винтовка Драгунова. Lo abre. Está sin montar y con los precintos intactos.

Con eso le basta.

—En cuanto a lo otro… —traga saliva—. Nosotros nunca nos inmiscuimos en vuestros asuntos y siempre que habéis requerido de nuestros servicios os hemos atendido gustosamente. Sin embargo, nos llama la atención que nos hayas solicitado la localización de uno de los vuestros. Y no de uno cualquiera. No nos importa, pero no nos gustaría que, sea lo que sea que esté sucediendo en el seno de la organización, nos afecte en el futuro. Somos y seremos leales a Corteza de Roble, espero que en el futuro se recuerde y reconozca.

Gabriel asiente.

Y con eso le basta.

—Está aquí desde hace algunos días. —Gallo saca un papel doblado y lo coloca sobre la mesa—. Los míos me dicen que no se ha movido. Tiene al menos ocho hombres armados custodiando la finca y solo se deja ver a la caída del sol, entre las siete y las ocho, cuando sale a dar un breve paseo por el huerto.

El arcángel no tiene ninguna duda de que lo que le está diciendo es cierto. Le sostiene la mirada e inclina la cabeza en señal de despedida y conformidad. Cuando sale, han transcurrido cuatro minutos y veintidós segundos.

Abandona la plaza y busca una vía principal donde poder moverse más rápido. Zhonghua Lu está abarrotada de tráfico, pero las aceras son anchas y quiere llegar cuanto antes a los jardines Yuyuan. Deja atrás el templo Wen Miao, dedicado a Confucio. Por norma, cuando pasa cerca de allí, suele abastecerse de libros en el mercado que se ubica en la parte posterior, pero, muy a su pesar, hoy no dispone de tiempo. Sin embargo, no puede evitar acordarse de la frase atribuida al pensador chino a la que Damocles recurría con frecuencia: «La persona que persigue dos conejos no atrapa ninguno». Un objetivo, un plan. Y eso es justamente lo que tiene que hacer ahora: armarlo. Para ello necesita paz y el único reducto de tranquilidad que existe a cientos de kilómetros a la redonda es ese. En cuanto se acerca al Muro de los Cinco Dragones nota el placentero efecto que le produce ese oasis verde. Nunca logra contener la conmoción que le produce cruzar las pasarelas sobre los estanques ornamentales de agua verdosa tapizados por hermosos nenúfares. Le desagrada cruzarse con tantos turistas, pero sabe que donde ya tiene la mente puesta, alejada de la Exquisita Roca de Jade, del Pabellón de las Diez Mil Flores y del ginkgo centenario, va a encontrar la armonía que busca.

El rincón, su rincón, ella lo llama «Madre». Está situado en el límite sur de los jardines, a la espalda de un pabellón poco concurrido donde la vegetación ha crecido saltándose las directrices del hombre. Allí es más Adla y menos Gabriel, pero no es su propósito evadirse, sino concentrarse. Se sienta en el césped, extrae el equipo de la mochila e introduce las coordenadas que le ha facilitado Gallo en el geonavegador de la aplicación topográfica. El mapa de la isla fluvial de Changxing, en la desembocadura del Yangtsé, no tarda en aparecer. La localización está ubicada en el extremo norte, donde la tierra se estrecha y disminuye considerablemente la densidad de viviendas. Eso tiene su parte positiva y su parte negativa. Y es esta última la que tiene que solventar. Hace zoom y lo transforma en un plano vectorial, donde las imágenes pierden importancia en favor de los números y las líneas. El Dragunov tiene un alcance máximo de mil trescientos metros; no obstante, para asegurar el blanco establece un primer perímetro hasta un radio máximo de seiscientos metros. Los resultados no le satisfacen. Amplía cien más. Luego otros cien. A ochocientos veinte metros localiza una cota con cuarenta y dos de altitud y comprueba que el viento predominante sopla a favor. Traza un vector hasta la zona en la que debe de estar el huerto y ejecuta el comando. Una cámara simula el recorrido de ochocientos veinticuatro metros desde el punto de origen hasta el de destino. Gabriel tuerce la boca. La vegetación que rodea el muro de la finca ensucia la trayectoria del proyectil. Tendría que localizar un lugar bastante más elevado y esos árboles no lo son. No lo suficiente. Parte de cero. Ahora examina una visión aérea de la zona acotada. Entonces los ve.

Amusga los ojos.

Están plantados a lo largo de toda la costa norte y discurren en paralelo a la carretera. Eso le complace, porque facilita la llegada y la salida. Concretamente, hay uno que está a cuatrocientos doce metros del punto de destino. Están colocados a barlovento, por lo que el movimiento de las palas no la incomodará. Vuelve al mapa vectorial para comprobar la altura del armatoste: cien metros. Antes de repetir la simulación sabe que la trayectoria va a ser impoluta. Lo celebra apretando los puños.

Tiene que ir de compras, pero eso no supone ningún problema, porque en Shanghái todo lo que existe está y, si está, se puede comprar. Solo tiene que encontrarlo antes de las seis de la tarde, hora que se ha fijado para estar en posición. Le quedan cuatro horas y cuarenta y dos minutos.

Invierte uno para absorber la energía del entorno.

Sabe que la va a necesitar.

Exterior del Complejo Médico Policial Churruca Visca

Buenos Aires (Argentina)

—Son cincuenta dólares, señor.

—Cincuenta pollas en vinagre. En el aeropuerto me has dicho que eran cuatrocientos pesos o cuarenta dólares.

—Sí, señor, el viaje, pero no le incluí los peajes. Fíjese.

—Tres cojones me importa. Que timadores hay tantos como timados, pero conmigo te has topado, que decía mi padre.

La expresión del taxista indica que está lejos de comprender el dicho.

—¿Quieres los cuarenta dólares o te vas con los bolsillos vacíos? Lo mismo con el siguiente tienes más suerte que conmigo, majete.

El hombre, que supera los veinte años de experiencia en el oficio, vacila un instante, intervalo suficiente para deducir muy acertadamente que ese barbudo pelirrojo —con pinta de generar de modo natural el líquido en el que conserva las mencionadas pollas— está para pocas negociaciones. Agarra los dos billetes de veinte y cuando está a punto de decir algo aprieta muy fuerte los labios para que no salga nada de su boca que pueda jugar en contra de su integridad física.

En efecto, Sancho está para pocas tonterías. No ha dormido apenas en el avión por culpa de esa novela cuyo título nunca consigue recordar y que ha publicado el exrepresentante de jugadores de rugby devenido a escritor, que es amigo de Dani Navarro y que ahora es su casero. Según le ha dicho este, el inspector de Homicidios que protagoniza lo que será una trilogía está inspirado en él, pero lo cierto es que el pelirrojo no ha encontrado muchas similitudes. Aun así, le ha servido para evadirse de la realidad. En cuanto han tomado tierra y ha encendido el móvil, le han alcanzado las primeras ráfagas enemigas en forma de notificaciones de llamadas perdidas del inspector general Makila. No le ha quedado más remedio que responder al fuego con fuego. Básicamente le ha informado de que, luego de los hechos acontecidos en Chicago, el Comité Ejecutivo de la Interpol le ha dado carta blanca para actuar, pero por tiempo limitado. Muy limitado, según el criterio de Sancho. Les han concedido dos semanas para conseguir pruebas fehacientes en las que se pueda sostener un caso de la entidad del que les atañe. Necesitan buena cimentación. Le ha confirmado que cuenta con el apoyo de la OCN de Buenos Aires; no obstante, le ha aconsejado que no lo utilice para evitar posibles filtraciones. A la pregunta de Sancho sobre los últimos movimientos de Michelson ha respondido que lo último que sabe es que volvió a contactar con un operador de la central para insistir en la geolocalización del teléfono de Erika, pero que este le dio largas siguiendo sus instrucciones y que no sabe nada más.

En resumidas cuentas, que se las componga como buenamente pueda.

La única noticia positiva tiene que ver con el estado de Vincent Dare, que evoluciona de forma favorable después de la intervención quirúrgica en el gemelo y que le envía muchos recuerdos y parabienes.

La hora y diez minutos de trayecto —ahora que lo piensa, lo mismo sí justificaba los cincuenta dólares, pero que se joda el taxista— también le ha dado tiempo para llamar al número de teléfono que le envió Erika por mensaje. La ha encontrado serena, pero la voz sonaba ajada y el tono afligido, lo cual, aunque no han profundizado en el estado médico de Ólafur, le hace pensar que sigue grave. Han acordado que al llegar avise en recepción y que ella bajará para ponerle al día sin que el islandés esté delante. Previamente, Erika ha pedido permiso al doctor Sciordi y este al subsecretario Jorge Daniel Wolodarsky, que a su vez ha hablado con el comisario correspondiente para que autorizara otro visitante. Burocracia.

Así lo hace el pelirrojo y momentos después ve aparecer a Erika saliendo del ascensor. No tiene buen aspecto. Sancho acapara con los brazos su reducida existencia. Ella se lo permite gustosa y trata de armar una expresión que contenga algo que no le nazca del corazón.

—Acompáñame fuera, por favor, así aprovecho para fumar —dice ella.

Mientras lía el cigarro, no habla. Lo prende y se queda mirando la parte incandescente.

—Menuda mierda de tabaco. No consigo Amsterdamer en ningún sitio y esto es…, no sé qué mierda es, pero es una mierda mierdísima.

Tras el prometedor preludio, advierte a Sancho de que el Ólafur que se va a encontrar postergado en la cama poco tiene que ver con el Ólafur que conoce. La infección se lo está comiendo por dentro y, aunque él no lo exterioriza, su cuerpo sí.

—¡Hay que rejoderse! —diagnostica el inspector.

—Ahora está dormido. Más o menos está una hora despierto de cada cuatro o cinco. Es perfectamente consciente de su estado, le cuesta hablar y…

Erika no sabe cómo seguir. El pelirrojo acude al rescate y, no se sabe si buscando cambiar de tema o queriendo compensar las malas noticias, le cuenta el desenlace de la operación de Chicago. Ella tarda en procesarlo, más o menos igual que Sancho cuando le desvela el último ofrecimiento de Michelson.

—Así que el jodido Michelson quiere parlamentar, ¿eh? Los británicos se piensan que pueden solucionarlo todo dialogando como gente civilizada y hay veces que dos cartuchazos arrastran más contenido semántico que un millón de diccionarios de Oxford.

Erika apura el cigarro y sonríe. Ahora es Sancho quien la abraza.

—Me tienes que dejar que suelte el humo, Sancho —le pide con los pulmones oprimidos.

—Subamos.

—Espera, hay algo que tienes que saber antes… Verás, Ólafur ha elaborado una hipótesis sobre Michelson que te quiere contar.

—¿Una hipótesis?

—Sí. Pero será mejor que sea él quien te la detalle. Y otra cosa más, con independencia de lo que decidamos, yo no voy a moverme de aquí hasta que… concluya todo —define.

Sancho asiente. El tiempo no juega a su favor, pero entiende y comparte su postura.

A Ólafur le ha despertado la enfermera para asearle. Sancho hace todo lo posible por no parecer afectado por su aspecto, pero las décimas de segundo que tarda en ocultar su primera reacción son suficientes para el islandés.

—Amigo mío —le saluda este levantando el brazo con gran esfuerzo.

Sancho se apresura a agarrarle la mano.

—La madre que me parió, Ólafur, os dejo solos unos días y preparáis la de San Quintín. Nosferatu a tu lado parecería el mismísimo príncipe azul.

—Ya. Por lo menos me llevé a ese bastardo por delante —le susurra para que no le oiga la enfermera.

—No esperaba menos de un bárbaro norteño como tú, hermano.

—Os toca rematar la faena a vosotros. —Pausa obligada—. Porque no habrás venido hasta aquí solo para velar este cadáver, ¿no?

—Ni de coña. Habría enviado una corona de flores por adelantado que dijera: «Los miembros de tu clan no te olvidan». Ciento cincuenta euros y listo.

Ólafur se ríe al tiempo que se retuerce de dolor.

—Por favor, señores, están en un hospital, no en la cancha de Boca, ¿sí?

—Disculpe, señorita —intercede el paciente—. ¿No cree que ya estoy suficientemente aseado para recibir a semejante…?

—Claro. Como usted diga.

La enfermera recoge y se marcha.

—Es simpática, pero está celosa de la del pelo rojo —le dice a Sancho—. Me quiere solo para ella.

Erika mueve la cabeza corroborando sus palabras.

—Jodido degenerado… —califica el inspector.

Los siguientes minutos están a la altura de cualquiera de los relatos que componen la Antología del humor negro de André Breton. Sin embargo, en algún momento Ólafur nota que se le van agotando las fuerzas y decide abordar el asunto. Carraspea enérgicamente, haciendo uso de la escasa energía que le queda.

—Sancho, tengo que pedirte algo. No tiene mucha pinta de que vaya a librarme de esta, así que me gustaría que tú te hicieras cargo de Karatu. Se lo pediría a Erika, pero al animal le conviene…, digamos, estabilidad.

—Pues estoy yo de un estable del recopón bendito, pero si te quedas más tranquilo te diré que sí, que cuando la diñes dentro de quince años me haré cargo de Karatu.

—Es importante.

—Tienes mi palabra.

—Eso quería escuchar. Otra cosa. Voy a contarte algo y te ruego que lo evalúes detenidamente con Erika. —Pausa—. Doy por hecho que cuando ha bajado a buscarte ha aprovechado para hablarte de la carta que ha recibido de Michelson.

—Del jodido Michelson, sí.

—Es tan absurdo, tan ilógico, que me ha hecho pensar. Vamos a distinguir entre lo que sabemos y lo que suponemos. —Pausa—. Sabemos que su pertenencia a la hermandad le viene de familia, primero su bisabuelo, luego su padre, que era un auténtico hijo de puta —califica antes de hacer una nueva pausa—. También sabemos que Michelson ha heredado la túnica de custodio de Flegias y que nos ha estado siguiendo la pista. —Pausa—. Y hasta ahí lo que sabemos.

—Bueno, y sabemos que ordenó que me separaran la cabeza del cuerpo, que le abrieran el estómago a Erika, que junto a Miguel se ha cepillado al antiguo Gran Maestre y que luego a este lo envió a rematar la faena con vosotros y con el tal Boguslavsky ese.

—Bujalesky —corrige Erika.

—Ese.

—No, Sancho. Eso lo suponemos. —Pausa—. Respóndeme a lo siguiente: cuando te colaste en casa de Bakare y oíste la conversación que mantuvo con Michelson, ¿le oíste hablar de vosotros?

—Solo de mí, pero ni siquiera pronunció mi nombre. El muy cabrón le recriminó por haber resuelto torpemente el asunto y por «asunto» entiéndase este que habla. En aquel momento él pensaba que yo estaba muerto.

—Ahora valora la posibilidad de que Michelson te identificara y utilizara ese acierto para ganar puntos dentro de la Congregación. Tú me contaste que a Bakare le ordenó que no te matara, que te quería vivo para sacarte información. —Pausa—. ¿Cierto?

—Así es.

—Que fue Bakare quien decidió quitarte de en medio, no Michelson, para limpiar su imagen de cara a la organización. —Pausa prolongada.

—No me jodas, Ólafur…

—Lo que digo, Sancho, es tan probable como que Michelson ordenara tu asesinato. —Pausa—. No lo sabemos con certeza, pero nosotros hemos dado por buena esa opción. Sin más. —Pausa—. En cuanto a lo de Erika…, Michelson no podía estar al corriente. Tú no lo viviste, pero yo sí. —Pausa—. Se llevó todo en secreto, era una especie de sorpresa para los asistentes al maldito acto de purificación. —Pausa—. Fue cosa de Corteza de Roble y del otro custodio, el encargado de organizarlo, que terminó con un balazo en el pecho.

—Adivino adónde quieres llegar, pero no lo consigo ver; no lo quiero ver, Ólafur. No puedo. ¿Tú qué opinas, Erika?

—Espera a que termine —dice esta.

Sancho relincha, introduce los dedos en la barba y se frota con saña como si quisiera despojarse de las teorías que se están enmarañando ahí dentro.

—Partimos de un hecho probado —prosigue el islandés—: la pertenencia de su padre a la Congregación; lo aliñamos con lo que le hizo a la madre de Erika en el pasado y encajamos las piezas a la fuerza. —Pausa.

Erika se percata del agotamiento de Ólafur y recoge la palabra.

—Sancho, no queremos decir que no haya ocurrido como tú lo piensas, pero lo cierto, lo innegable, es que existe la posibilidad de que Michelson comparta con nosotros el mismo objetivo, acabar con ellos, pero que hayamos tomado caminos distintos.

—Enmendar lo que hizo su padre, pero sin manchar el nombre de su padre, ¿entiendes? —aporta el islandés.

—Claro que entiendo, joder, no soy estúpido. Entonces…, ¿qué proponéis? ¿Que aceptemos el ofrecimiento del jodido Michelson y que nos sentemos en torno a una mesita de té a escucharle cómo nos narra su historia? ¿Y si según llegamos nos recibe una comitiva de arcángeles dispuestos a sellarnos el pasaporte al cielo?

—Sancho, escucha —trata de sosegarle Erika—. Lo que decimos es que valoremos la posibilidad de que los hechos no se correspondan con lo que nos parece a nosotros, nada más.

Suena el teléfono de Erika. Es Bujalesky.

—Tengo que contestar —se excusa y sale de la habitación.

Sancho sigue masticando la hipótesis del islandés mientras este tiene la mirada puesta en la ventana. Transcurridos unos minutos, Erika vuelve a entrar. La expresión de asombro sigue patente en su rostro.

—¿Qué pasa? —quiere saber el inspector.

—Pasa que la ha encontrado. Dice que en cuanto pueda viene para contármelo todo, que ahora no puede. No me ha llamado antes porque ha estado toda la noche recorriendo el infierno con Telmo y se han ido a dormir. Acaba de despertarse.

—Erika, no me hagas la gran Peteira, por favor… Concreta —le ruega Sancho.

—La llave del infierno, dice que han encontrado la llave del infierno.

Ólafur intenta sonreír.

Sancho eleva sus pobladas cejas y se masajea las sienes con las palmas, inquieto, desconcertado.

—Ah, pues cojonudo entonces —certifica el pelirrojo.

Isla fluvial de Changxing

Shanghái (China)

Duda entre acelgas o espinacas. Pero no porque Gabriel no esté viendo perfectamente el contorno de las hojas, es porque nunca ha sabido distinguir unas de otras.

El sol está empezando a descender, pero las condiciones lumínicas todavía son aceptables, el campo de visión es amplio y ella se encuentra cómoda tumbada boca abajo sobre la estructura metálica de la góndola. Tiene el Dragunov bien firme sobre el bípode y cubierto por una tela blanca que ha fijado con ocho imanes de neodimio para que no se mueva con el viento. Cuando salió al exterior del aerogenerador, las palas le causaron una gran impresión, más por su imponente tamaño que por estar en movimiento. Llegar hasta allí le ha resultado sencillo. Ha alquilado un utilitario y ha recorrido los casi nueve kilómetros del túnel que atraviesa el Yangtsé desde Wuhaogou, al noreste de Shanghái, hasta Changxing. Luego se ha dirigido hacia el norte por la carretera que parte en dos la isla y se ha desviado a la derecha cuando ha visto el letrero de Lianqunwei. La silueta del primer aerogenerador que divisó le pareció enclenque, casi ridícula, pero, en la medida en la que se ha ido aproximando, las estructuras eólicas han ido ganando en entidad hasta erigirse en seres colosales. Ha estacionado el vehículo a escasos cien metros del punto de origen y se ha dirigido caminando a la base de la torre, maletín en mano y mochila en ristre. El mono blanco con el que viste le hace parecer una operaria —estrafalaria, eso sí—, aunque en medio de ningún sitio no hay miradas que se preocupen en pensar sobre la idoneidad de contratar a una mujer albina con unas rastas que le llegan hasta donde la espalda pierde su nombre. Así y todo, se ha dado prisa en forzar la cerradura de la puerta de acceso a la torre y ha atrancado la puerta por dentro. Mientras subía la escalera, solo pensaba en el rostro de Stanley Shing.

Ahora que el arcángel lleva veinticinco minutos fuera, ya se ha habituado al ruido de la turbina y al aire que sopla, por suerte, hacia el interior. Su anemómetro marca cuarenta y seis kilómetros por hora. Soportable. No es demasiado intenso, pero sí constante y no se fía de que, en cualquier momento, aumente la intensidad o llegue una ráfaga y la haga caer al vacío. Por eso lleva puesto un arnés y está bien sujeta a la escotilla con dos gruesas cuerdas de once milímetros de diámetro. Cuanto mayores sean su seguridad y su comodidad, más probabilidades tendrá de que el disparo sea certero. Solo necesita uno y, aunque la velocidad de recarga del Dragunov le permitiría hacer dos disparos más antes de que el objetivo salga de su alcance, sabe que el éxito depende de que el primero sea certero. A su espalda cuenta con blancos a distancias superiores. El más meritorio, conseguido en Sídney, lo logró desde mil cien metros sobre un objetivo en movimiento.

Damocles la enseñó bien: respiración, latido, gatillo. Esa era la secuencia. Sin despegarse de la mira telescópica, escucha su voz: «La respiración no se detiene, se contiene; el latido no se escucha, se siente; el gatillo no se presiona, se acaricia. Respiración, latido, gatillo. Respiración, latido, gatillo».

Movimiento.

Dos hombres. Uno viste de traje marrón con corbata amarilla y el otro lleva un hanfu de seda negra con bordados en rojo. Calibra la mirilla para identificar al objetivo. Apuesta por el de la indumentaria tradicional, pero un tercer hombre que aparece varios pasos detrás de los anteriores le hace desviar su atención. Lo reconoce de inmediato, porque han trabajado juntos en dos ocasiones. Se trata de Samael, que es, junto con ella, el último arcángel que queda con vida. Nota que el ritmo cardíaco se le acelera. Tiene que priorizar y la única prioridad es Stanley Shing, Gerión. Samael es un premio añadido, un problema menos. Sensiblemente alterada por la sorpresa, busca el rostro con rasgos orientales, pero se topa con otro de corte occidental. Una cara que conoce, porque las fotos de los custodios las tiene grabadas en su memoria. Es Dimitrios Mantzaris, Nasidio, magnate griego que heredó el imperio que había levantado su familia en la industria naviera y que lo supo multiplicar invirtiendo parte de esa fortuna en su propia red de hoteles de lujo.

Gerión y Nasidio; Nasidio y Gerión, los dos mayores valedores del complot articulado por Flegias y Miguel, tal y como se empeñaron en demostrar en la reunión del hotel Bilderberg.

Elimina esos pensamientos. Tiene que aprovechar la inesperada circunstancia, pero jamás ha realizado tres disparos consecutivos desde una misma posición. Calcula entre cinco y seis segundos en el mejor de los escenarios. Tiene que decidir el orden. Todo cambia. El primero tiene que ser el arcángel para eliminar la mayor amenaza con el factor sorpresa. Ese disparo tiene que asegurarlo. Después Nasidio, que es más joven que Gerión y le supone mayor capacidad de reacción y movimiento.

Sigue con el corazón acelerado, tiene que sosegarse sin relativizar la inmensa oportunidad que tiene al otro lado de la mirilla telescópica.

Tres disparos, cinco segundos. Samael, Nasidio, Gerión.

Tres disparos para consumar la venganza en nombre de la Congregación.

Suelta el aire e inspira lentamente.

Busca el lado izquierdo del pecho de Samael. A cuatrocientos dieciséis metros, el viento a favor y con ese ángulo, la caída del proyectil es insignificante. No obstante, Gabriel es rigurosa y corrige el minuto de arco un cuarto de MOA. Un clic. La velocidad de desplazamiento del objetivo tampoco incide, dado que la bala viajará durante menos de cinco décimas de segundo. Apoya la mejilla sobre la culata del Dragunov.

Contiene la respiración.

Siente el latido.

Acaricia el gatillo.

La bala del calibre 7,62 no ha salido del cañón cuando Gabriel ya está pensando en Nasidio. El custodio ha girado la cabeza para comprobar qué ha sucedido a su espalda, pero antes de que deduzca que alguien ha disparado sobre el arcángel, un objeto que pesa menos de diez gramos —pero que está revestido por una camisa de acero que lo convierte en algo no compatible con la vida ni con las deducciones— le ha entrado por el parietal y, siguiendo una trayectoria oblicua y descendente, le ha salido por la boca. Cuando busca a Gerión lo encuentra tirado en el suelo, justo al lado de las acelgas —o las espinacas—. Se ha cubierto la cabeza con las manos. Corrige un MOA. Cuatro clics. Apunta a la uña del índice de la mano derecha, que está justo sobre la nuca.

Contiene la respiración.

Siente el latido.

Acaricia el gatillo.

Falla.

La uña está intacta; el cerebelo, no.

Entre el primer y el tercer disparo han transcurrido cinco segundos y tres décimas.

Samael se mueve. El proyectil ha debido de desviarse algún centímetro. Por la cantidad de sangre que le brota de la boca, infiere que tiene la arteria coronaria dañada, lo cual implica una muerte agónica. Le parte el corazón verle sufrir así.

Contiene la respiración.

Siente el latido.

Acaricia el gatillo.

Le parte el corazón.

Emprende la huida componiendo las facciones de su próximo objetivo. No quiere preocuparse ahora por ello, pero del nuevo Flegias no posee información alguna, porque no pertenecía a la Asamblea cuando Corteza de Roble le encargó investigar a sus integrantes.

Flegias es el único nombre que le queda por tachar, el último hombre.

Va a encontrarlo. Más pronto que tarde va a dar con su paradero.

Y va a matarlo.

Parque de los Patricios

Buenos Aires (Argentina)

Ha sido poner los pies en la calle y arrepentirse de haber salido en camiseta de tirantes. En cuanto se ha ocultado el sol, la temperatura ha descendido hasta los diez grados y el frío se manifiesta a través de la piel de Erika.

Hace escasos minutos que Alcides Edgardo Bujalesky la ha llamado para avisarla de que la espera en un lugar llamado El Barcito, que está sobre la avenida de Brasil, a unas pocas cuadras del Churruca. No le ha hecho mucha gracia dejar la habitación de Ólafur, pero entiende que Sancho también tiene derecho a estar a solas con él.

Buscando respirar aire no viciado, se ha dejado convencer por el verdor del Parque de los Patricios para así poder limpiar sus pulmones del olor a desinfectante hospitalario. Muy a su pesar, lo que encuentra es una multitud de personas que visten de blanco y rojo tiradas en el césped, bebiendo y berreando canciones cuya letra no entiende. Al pasar cerca, algunos, los más intrépidos o los más borrachos, le dedican algún comentario obsceno disfrazado de piropo nada afortunado. El tatuaje que se asoma a los hombros y el cuello es un blanco demasiado fácil para tanto cabestro sin domesticar. Erika no quiere ni mirarlos, porque siente auténtica repugnancia hacia ese tipo de hombrecitos que se crecen solo cuando están en manada. El mal humor le dura hasta que encuentra la fachada pintada en color salmón que hay detrás del letrero de El Barcito. Al empujar la puerta escucha la voz de Bujalesky. Está en la mesa de la esquina opuesta cantando. El dantista no la ve llegar, porque tiene los ojos cerrados. Erika resopla, algo hastiada, y se dirige directamente a la barra.

Necesita cerveza.

En otra vida quisiera ser árbol,

morirme nunca y nunca vestir

uno de esos pijamas de mármol.

El gordo frente a frente con Firpo,

en el cuadrilátero perdido,

volverán a partirle la cara,

último round con guantes vacíos.

En otra vida quisiera ser árbol,

morirme nunca y nunca vestir

uno de esos pijamas de mármol.

Erika se sienta y posa la botella de litro de Imperial sobre la mesa para hacer notar su presencia. Bujalesky abre los ojos y cierra la boca.

—Y, Erika, ¿qué onda?

—Jodidamente jodida, pero supongo que esto me ayudará a digerirlo —dice sirviéndose en un vaso de vidrio poco translúcido, nada lucido.

—Tenés que probar la Patagonia, pero…, bue, acá no la vas a encontrar. Te noto enojada —advierte dejando a Dulcinea sobre una silla vacía.

—Puede que se deba a que tengo un buen amigo que se está muriendo en el hospital o quizá sea porque he tenido que reprimir las ganas de sacar la pistola de la mochila y vaciar el cargador en un par de esos búfalos que están pastando en el parque. Por lo demás, bien.

—Ah, y sí. Yo también me crucé con algunos hinchas del Globo. Hoy juega Huracán, que tienen la cancha acá nomás. Son escoria. Esos y los otros, pero…, escuchá, te traigo buenas noticias. ¡Espectaculares!

—Sí, tienes razón, perdona. Dame un minuto que me calmo. ¿Se puede fumar aquí?

—En realidad no, pero esperá un cachito. ¡Che! ¡Gordo! ¿Te molesta si mi amiga se prende un pucho acá adentro? Tuvo un encontronazo con unos quemeros de mierda que la dejaron un poco nerviosa.

—Esos forros del orto. Me los cojo de parado y con la pija muerta. ¡Dale nomás! ¡Dale!, ¡dale! —dice el Gordo sabiendo que ninguno de los otros dos clientes que pueblan el bar va a protestar.

—El Gordo es de San Lorenzo, los rivales de Huracán —susurra—, era un gol imposible de errar…

Erika le paga con un gesto amable, pero cuando saca el paquete de tabaco de liar y lo pone sobre la mesa Buja da un salto hacia atrás y estira los brazos como si fuera a estallar.

—¡Sacá eso de ahí!, ¡sacalo, por favor!

El paquete es amarillo.

—¡Mierda, mierda, mierda! Perdona.

Erika lo agarra y lo esconde bajo la mesa. Bujalesky se tranquiliza.

—Te la hago corta —se compromete el experto una vez que ha recobrado el control de sí mismo.

Pero no lo cumple y le narra la aventura subterránea al detalle.

Erika se sirve el último vaso de cerveza y enciende el tercer cigarro que ha liado bajo el tablero.

—Acá tenés —dice Bujalesky metiendo la mano en la funda de Dulcinea.

—Pero… ¿la llevas encima?

—¡Y sí! ¡Como a Dulcinea! La llave del infierno y yo somos inseparables.

Erika examina con detenimiento el contenido de una caja forrada con terciopelo rojo. Está fabricada en bronce y se puede apreciar hasta el más mínimo detalle del rostro del fauno contenido en la Boca de la Verdad. Las formas de la escuadra, el compás, la luna, el sol y las estrellas presentan un acabado perfecto. Se decide a agarrarla. El lado opuesto presenta unos salientes de formas distintas y diferenciadas entre sí. Deduce que son los dientes de la llave.

—Y bueno…, ¿qué te parece?

—Una puta mierda. Me parece una puta mierda —califica Sancho.

—Ya. Tienes que tratar de borrar el histórico de esa cabezota tuya, amigo. —Pausa—. De otra forma va a ser imposible que tomes las decisiones correctas.

Sancho se pasa las manos por su recién afeitado cuero cabelludo y aprieta con fuerza los dientes como si estuviera masticando las palabras que se están fabricando en sus cuerdas vocales.

—Escucha, Sancho. Ayer me acordaba de una conversación que mantuve con Jaap Keergaard en Budapest. —Pausa—. Él decía que la realidad que nos rodea es única, pero que cambia en función de cómo la interpreta cada uno. —Pausa—. Yo, por supuesto, no le di la razón, pero es cierto. Hay una sola, pero muchas realidades. —Pausa—. Y la verdad categórica sobre Michelson la desconocemos. ¿Hasta ahí estás de acuerdo?

—Lo estoy.

—Sin embargo, tu cerebro te ha construido una realidad en función de unas conclusiones a las que has llegado dando por buenas tus percepciones. —Pausa—. Una realidad que tú equiparas con la verdad, aunque podría no serlo.

—Ya sé por dónde vas. Cuando un tonto sigue una linde, la linde se acaba y el tonto sigue. —Piensa—. Un buen investigador debería saber despojarse de toda esa carga emocional, pero, ya sabes, late más el corazón que la placa del guardia.

Ólafur trata de no reírse, le duele demasiado. El islandés se concede un respiro antes de retomar la palabra.

—Tú eres un tipo inteligente. Dale una oportunidad a la verdad.

—Una oportunidad al jodido Michelson, querrás decir.

—No, lo que quiero decir es que estamos más cerca que nunca, Erika. Lo estamos acariciando con los dedos, ¿entendés? Esta noche se va a romper uno de los ascensores… —le confiesa a Erika bajando la voz—. Mirá, yo ya puse patas arriba el purgatorio un millón de veces y jamás encontré nada donde poder usar esta llavecita. Pero hay algo que no hicimos, porque sin tener la llave del infierno era al pedo, ¿viste? Pero ahora…, en el caso que nos ocupa, Telmo, que es el que sabe, va a agarrar unas piezas del ascensor que se va a romper y las va a poner en el que está entre el primer y el segundo subsuelo. Yo sigo creyendo que por ahí encontramos la llave.

—¿Y por qué ese y no el otro?

—Porque lo dice el mapa: la ascensión siniestra hasta el purgatorio. Siempre lo interpreté como algo relacionado con la crueldad implícita en la penitencia, pero desmenuzando el mapa con Telmo nos dimos cuenta de que se refiere a la izquierda. ¡El ascensor que está a la izquierda desde la entrada principal de avenida de Mayo es ese! —desvela dando una fuerte palmada—. Vamos a ponerlo a caminar de nuevo. Ya la vamos a encontrar, Erika, ya la vamos a encontrar.

Erika se muestra poco entusiasta.

—¿Ustedes qué planes tienen? —quiere saber el dantista.

—Ninguno mientras Ólafur esté en la situación en la que está. Ahora mismo no tengo la cabeza en otro sitio, Buja.

—Te entiendo, doctora, de verdad que te entiendo.

—Gracias. Hay algo que debes saber…

Erika le habla de la carta de Michelson.

—¡Michelson de vuelta y la reputísima madre que lo remil parió! Y… tenés claro que es una trampa, ¿no? Lo que tiene que hacer tu amigo el colorado es avisar a los suyos y agarrarlo ahí nomás. ¿De verdad que te dio la dirección donde encontrarle?

—Sí, cerca de El Calafate.

—¡Mirá vos! ¡Pero qué flor de pelotudo es el forro ese!

Ella valora si contarle la teoría de Ólafur, pero está demasiado agotada y quiere regresar al hospital.

—Buja, ahora tengo que marcharme. Mantenme informada, por favor.

—Dale, contá con eso. Y descansá lo que podás, que te ves un poco hecha mierda.

—Sí, gracias, lo intentaré.

—Dejá que la cuenta la garpo yo. Vos andá.

Erika se levanta. Antes de salir por la puerta escucha las cuerdas de Dulcinea.

Hasta acá me ha guiado la luna,

acá, donde los vivos deambulan,

donde el viento pregunta y las

respuestas son inscripciones en urnas.

Cuando cruza de regreso, en el parque solo quedan un rastro de botellas vacías y la basura que ha dejado la hinchada de Huracán. Erika desea con todas sus fuerzas que pierdan el partido, que no ganen ninguno más en lo que queda de temporada, que desciendan y, a poder ser, que desaparezcan como club. Lleva mucha inquina dentro. Ya en el hospital, enfila cabizbaja el pasillo que lleva a la habitación. Entonces sucede. Una algarabía que viene justo del lado opuesto enciende una alarma interior. El doctor Sciordi seguido de dos enfermeras corren hacia unos policías que desde el pasillo les están haciendo gestos con los brazos para que se apresuren. Los reconoce de inmediato. Son los policías que custodian la puerta de Ólafur.

Su sistema nervioso se colapsa. La parte consciente se gasifica y el subconsciente toma el mando de sus acciones.

Inconscientemente corre, pero no sabe con qué fin.

Inconscientemente grita, pero no sabe qué.

Solo corre y grita.

El médico y Erika están cerca de colisionar en el punto de encuentro, pero ella llega unas décimas antes.

La puerta está abierta.

Sancho está diciendo algo a voces, pero Erika no está facultada para procesar los sonidos. La expresión del pelirrojo da miedo. No. Es al revés: es el miedo el que se ha adueñado de su expresión. Ólafur tiene los párpados apretados, el semblante contraído por el dolor y se retuerce en la cama tratando de respirar con la boca muy abierta. Al entrar las dos enfermeras, recibe un fuerte empujón por la espalda que hace que la parte consciente vuelva a materializarse. Lo sabe porque ahora sí escucha el griterío que hay dentro de la habitación. Marca un objetivo. Esquiva a cuantos se interponen en su camino hasta el otro lado de la cama. Se aferra a su mano y se deja caer de rodillas. Ólafur gira el cuello y la mira sorprendido. Alguien la agarra por los hombros y la tira hacia atrás. Desde el suelo escucha al médico decir que se trata de un choque séptico y que le administren vía oral algo que suena a medicamento. Desde allí ve cómo, mientras le ponen la mascarilla de oxígeno, Ólafur extiende el brazo y abre y cierra la mano.

Está buscando la suya.

Erika estira el brazo hasta que la agarra.

Ólafur la aprieta con fuerza.

Y aprieta.

Hasta que deja de apretar.