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Michael Winslow miró a través de la puerta del helicóptero y maldijo en voz alta.
—¿Ha dicho algo, señor? —preguntó el piloto.
Michael no contestó, en su lugar se quedó mirando el increíble espectáculo que se desarrollaba sobre sus cabezas. La bóveda estaba desintegrándose poco a poco, fundiéndose con el color azul del cielo. Era una imagen impresionante, pero Michael no hizo otra cosa más que volver a maldecir.
Las calles de Washington, hasta hacía poco desiertas, comenzaron a llenarse de una muchedumbre vociferante que contemplaba admirada el cielo. Era la misma gente que había sido presa del caos hacía pocas horas, convencidos de que morirían aplastados por la bóveda. Pero ahora la estructura roja estaba desapareciendo ante sus propios ojos, dando paso a un cielo azul que llevaban días sin ver. En muchas zonas la bóveda seguía manteniéndose intacta, como si una nube roja y opaca se hubiese apoderado de trozos de cielo. Pero estas áreas eran cada vez más pequeñas e iban siendo sustituidas paulatinamente por el limpio azul celeste.
Las expresiones de júbilo y emoción se sucedían a lo largo de la ciudad mientras la gente comentaba los increíbles sucesos de las últimas horas. Muchos rezaban, solos o en grupo, dándole gracias a Dios por volver a ver la luz del sol. Familiares, vecinos y también completos desconocidos se abrazaban unos a otros y daban rienda suelta a sus emociones ante el inesperado desenlace.
En la sala de control de operaciones de la Casa Blanca, Janus Goldman hablaba por teléfono con México. Le acababan de informar de que se había producido una potente explosión subterránea. La explosión que estaban esperando. Desde ese instante, los medidores indicaron un descenso drástico de la radiación X, hasta desaparecer casi por completo. No sabían nada de Nathan Maguiere.
Una inmensa nube roja, vestigio de la bóveda desecha, permanecía situada directamente sobre la Casa Blanca y los jardines colindantes. La nube comenzó a desplazarse hacia el oeste de la ciudad, perdiendo forma y densidad a medida que avanzaba. La gente miraba al cielo observando atentamente aquel fenómeno. La nube se paró en seco y en pocos segundos desapareció por completo, dando paso a un objeto inmenso y oscuro que permaneció quieto sobre el cielo de Washington. Se trataba de una esfera aplanada de un intenso color negro sobre el que destacaban unos dibujos rojos en forma de espiral. Su sombra gigantesca amenazaba la ciudad.
La alegría ante la desaparición de la bóveda se vio sustituida por la incredulidad al principio, y por el miedo y la incertidumbre después. Aquel objeto era a todas luces una nave extraterrestre. El silencio se adueñó de la ciudad mientras la gente miraba embobada el descomunal objeto volante. La nave había permanecido oculta en el interior de la bóveda quién sabía con qué fines, pero parecía claro que ambos estaban estrechamente relacionados.
Entonces, sin previo aviso, una lluvia de bolas de fuego comenzó a caer sobre la ciudad, arrasando todo lo que encontraban a su paso.
—¡Nos están atacando! —gritó un hombre mientras echaba a correr asustado—. Los extraterrestres nos atacan.
—Que Dios se apiade de nosotros —dijo una mujer mientras contemplaba espantada el cielo.
La siguiente bola de fuego impactó sobre ellos y saltaron por los aires junto con un nutrido grupo de gente, varios coches y un pequeño edificio de oficinas.
En pocos segundos, la ciudad se convirtió en un infierno de humo y fuego.