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De haber sabido que en cinco minutos estaría rezando por su propia vida, Eva Maguiere habría actuado de otra manera con aquel estúpido.
—Otro whisky…, Eva —dijo el tipo de aspecto repelente leyendo la placa que portaba la mujer en el uniforme.
—Ya no podemos servir alcohol, señor —respondió Eva Maguiere reprimiéndose a duras penas ante la mirada lasciva que le dedicó aquel tipejo—. Y ahora levante el respaldo de su asiento —añadió con brusquedad.
—¿Y eso por qué, preciosa? —El hombre esbozó una risita repugnante en sus finos labios mientras le miraba descaradamente los pechos.
—Porque vamos a comenzar la maniobra de aterrizaje… y porque como azafata de este avión, se lo ordeno —replicó Eva.
—Por lo que se ve, en esta compañía dejan entrar a cualquier vieja amargada —dijo con desdén el pasajero—. ¿No te interesaría trabajar para mí? Estoy buscando una señora de la limpieza.
Eva pasó por alto el comentario y no movió ni un solo músculo, manteniéndose firme. En realidad, le habría gustado estamparle una bandeja de comida caducada en su cara de sapo encorbatado, pero estaba acostumbrada a lidiar con aquella clase de patanes y se contuvo.
—Levante el respaldo y abróchese el cinturón inmediatamente o me veré obligada a tomar medidas drásticas —ordenó amenazadora.
El hombre acabó por obedecer lentamente, sin esconder la suficiencia en sus ojos saltones y etílicos. Desde que se había producido aquella terrible tormenta planetaria, la gente estaba mucho más inquieta y tensa. Los delitos y disturbios habían aumentado y las personas eran mucho más propensas al enfrentamiento. Pero Eva estaba segura de que aquel tipo era imbécil de nacimiento.
—Muchas gracias, señor —dijo la azafata, con una mueca que trataba de imitar una sonrisa.
Aquel tipo llevaba molestándola todo el vuelo. Eva odiaba atender la zona business; muchos pasajeros eran prepotentes, arrogantes y malcriados. Pensaban que por haber pagado un asiento más caro tenían derecho a comportarse como los dueños del avión. La azafata respiró profundamente y se dirigió hacia la cabina.
Dentro de media hora estarían en tierra y entonces podría encargarse de lo que realmente le preocupaba: las pequeñas gemelas. Sus dos hijas se habían quedado el fin de semana al cuidado de Sara, su señora de la limpieza. Sara era de total confianza y ya había hecho de canguro en muchas ocasiones, sobre todo cuando Eva tenía que hacer vuelos de largo recorrido. Pero esta vez había sucedido algo extraño que la había dejado inquieta. Sara le había llamado muy nerviosa unos minutos antes de que Eva embarcase en el avión. La mujer le explicó con voz entrecortada que David, el padre de las niñas, había venido a buscarlas. Pero el teléfono se cortó de golpe y por más que Eva volvió a llamar, Sara no cogió el teléfono. Eva se quedó muy preocupada.
David y ella se habían separado hacía seis meses y desde entonces no había vuelto a verle ni a saber nada de él. El hombre pagaba regularmente la pensión de las niñas, pero no llamaba ni atendía el teléfono. Aunque sus hijas solo tenían cinco años, no habían parado de preguntar insistentemente por su padre. Eva les había contado que se había marchado de viaje unos meses, pero sabía que no podría mantener la mentira indefinidamente.
Cuando David desapareció, Eva se preocupó mucho. Las cosas no habían acabado bien entre ellos, pero David no era una mala persona. Eva creyó que lo estaba pasando mal por la ruptura e intentó localizarle a través de sus amigos y familiares, pero no tuvo éxito. Finalmente se enteró de que David había vendido todas sus posesiones y se había mudado a vivir a un rancho perdido en medio de ninguna parte. Y ahora su ex marido se presentaba de repente en busca de las niñas. Eva estaba muy inquieta, tanto como para pedir ayuda a Nathan, su primer marido. No es que se llevasen demasiado bien, pero a veces tenían que recurrir el uno al otro.
Nathan Maguiere y ella se conocieron muy jóvenes, cuando ambos formaban parte del ejército de Estados Unidos. Una mañana, mientras el coronel pasaba revista, sus ojos se cruzaron al escucharle.
—¿Nathan Maguiere? —dijo el coronel.
—Presente, señor —respondió Nathan.
—¿Eva Maguiere? —continuó el coronel.
—Presente, señor —respondió Eva.
—Vaya, vaya… ¿Pero qué tenemos aquí? Dos hermanitos en los marines. Eso os servirá de bien poco, parejita —añadió el coronel antes de seguir con la lista.
Aquella pequeña coincidencia con sus apellidos les resultó divertida y esa misma noche decidieron pasar su primer permiso juntos. A los dos les encantaba bucear, así que bajaron a Nuevo México, a unas playas vírgenes que conocía Nathan. Y así empezó todo. Se casaron muy jóvenes, y al año, tuvieron su primer y único hijo, Brent. Eva dejó la Armada para atender al pequeño y al principio todo fue de maravilla. Se compraron una casita de madera en la playa y disfrutaban desayunando en la arena y buceando en el océano. Pero Brent se fue haciendo mayor y las necesidades y prioridades de la familia cambiaron, aunque Nathan no lo entendió así. Después de unos años muy duros en los que apenas vio a su marido, Eva, con mucho dolor, decidió separarse. La mujer emprendió una nueva vida junto a su hijo en la ciudad y consiguió un trabajo de azafata en American Airlines.
Nathan siguió viviendo en la misma casa junto a la playa. Con el tiempo dejó el ejército y montó un negocio de buceo para turistas. Su hijo Brent, al cumplir los dieciséis años y pese a su oposición inicial, se mudó a vivir con él. El chico era un entusiasta del buceo, tanto como su padre, y además era una buena influencia para Nathan. Ahora Brent pasaba dos fines de semana al mes en casa de Eva y cuando ella no volaba se veían casi todos los días. No era una situación perfecta, pero ella estaba contenta con el arreglo.
Eva llamó a Nathan para contarle la repentina aparición de David. Estaba muy preocupada por las niñas, y dado que Nathan vivía cerca de su casa, pensó que su primer marido podría pasar a ver qué estaba ocurriendo.
—Has llamado a Nathan Maguire, de Nathan y Brent Inmersiones. Déjame tu nombre y número y te llamaré lo antes posible… si consigo saber cómo funciona este trasto… Tranquilo, es broma, amigo. Pasa un buen día y no conduzcas demasiado borracho.
El estúpido contestador de Nathan saltó a cada llamada. Probablemente estaría buceando, así que Eva le dejó un mensaje y rezó por que lo escuchase lo antes posible. Después se subió al avión y comenzaron sus tres horas de tortura.
—¡Azafata, venga aquí inmediatamente! —La voz del tipo de ojos saltones sonó estridente a su espalda.
—Señor, no hace falta que grite, está molestando al resto de pasajeros.
Pero el hombre no le hacía caso. Estaba mirando a través de la ventanilla con el rostro desencajado y los ojos abiertos como platos. Eva miró a través del cristal y pestañeó.
—¡Dios santo! —exclamó Eva.
El cielo nublado había adquirido una tonalidad roja a su alrededor. Mientras Eva miraba embobada a través de la ventanilla, una serie de finas líneas moradas comenzaron a aparecer en el cielo.
—¿Pero qué es eso? —preguntó asustado el hombre.
Varios pasajeros se habían dado cuenta de lo que pasaba en el exterior y en pocos segundos el avión se convirtió en un clamor de voces atemorizadas. Eva no sabía qué estaba sucediendo, nunca en sus doce años de vuelo había visto algo similar.
—¡Miren! ¡Las nubes! —gritó una mujer sentada junto a una ventanilla al otro lado.
Eva se dirigió hacia allí y contempló el exterior. Todo el cielo se había vuelto carmesí, como si la luz del sol estuviese traspasando un cristal de color rojo. Eva, atónita, contempló el horizonte. Al fondo, un poco por encima de ellos, había un punto en el cielo de un color más oscuro que el resto, como un círculo morado. Las nubes que había a su alrededor se desplazaban atraídas hacia aquel punto oscuro. Al principio, se movían con suavidad, casi a cámara lenta, pero a medida que se acercaban a aquel lugar, la velocidad de las nubes aumentó vertiginosamente. Cuando las primeras nubes alcanzaron aquella esfera purpúrea, crearon un remolino similar al que forma el agua al quitar el tapón de la bañera. Poco a poco el torbellino de nubes fue engullido por el agujero hasta que el cielo rojizo quedó completamente despejado en aquella zona.
Una inmensa red roja cubría ahora el cielo, formando una bóveda hermosa y a la vez escalofriante sobre sus cabezas. Eva descubrió otros puntos oscuros en otras zonas del cielo más alejadas, por los que las nubes desaparecían de igual manera.
De repente, el avión dio un fuerte bandazo y descendió varios metros de golpe. Eva salió despedida y rodó por el pasillo entre los gritos de la gente. El avión pareció estabilizarse, pero a los pocos segundos comenzó a virar bruscamente mientras se estremecía con violencia. Parecía como si una mano invisible tratase de estrujar el fuselaje del avión.
Un carrito de comida salió despedido hacia el techo, derramando su contenido entre el pasaje. La luz de emergencia se encendió y las máscaras de oxígeno se activaron, saltando sobre los asustados pasajeros. Una mujer rezaba mientras agarraba a su hijo pequeño, que lloraba con los ojos cerrados. Eva pensó en sus pequeñas gemelas y el miedo la atenazó unos segundos. Tenía que sobreponerse. La azafata se levantó aprovechando un momento de estabilidad y trató de calmar a los pasajeros.
—Abróchense los cinturones y manténgase tranquilos —dijo intentando ocultar sus nervios.
El avión comenzó a descender con un ángulo de inclinación muy superior al normal. Eva avanzó a duras penas hacia la cabina, esquivando las maletas y demás objetos que habían caído de los portaequipajes. El avión seguía dando bruscos bandazos, con lo que mantener el equilibrio se convirtió en una tarea casi imposible.
Eva consiguió alcanzar la cabina del avión y accedió a su interior. El comandante manejaba los mandos mientras el segundo comprobaba los aparatos.
—Mierda, es casi imposible gobernarlo —dijo Jim, el comandante.
—Hemos perdido la mayoría de los indicadores —anunció el copiloto.
—¿Qué está pasando, Jim? —preguntó Eva asustada.
—No lo sé. De repente el cielo se volvió rojo y antes de que nos diésemos cuenta perdimos el control. No hay contacto con la torre de control y estamos intentando descender. Parece que a menor altura esa cosa nos afecta menos.
—¡Cuidado, Jim! ¡Allí! —gritó el copiloto.
Frente a ellos, en medio del cielo rojo, uno de aquellos agujeros oscuros estaba tragándose las pocas nubes que aún quedaban a su alrededor. Un avión, un Airbus 340 de la compañía Air France, volaba en las cercanías del orificio. Los motores estaban a plena potencia y durante unos segundos pareció que se alejaba del peligro. Pero la nave no logró distanciarse lo suficiente y comenzó a ser atraída con una fuerza brutal hacia el agujero.
—¡Por el amor de Dios! —exclamó Eva.
El avión de Air France empezó a girar sobre sí mismo sin control mientras era arrastrado por el torbellino. A los pocos segundos la nave fue tragada por el agujero y desapareció de su vista.
El silencio se apoderó de la cabina; más de doscientas vidas se habían perdido delante de ellos. De repente, un crujido en el fuselaje les sacó de su aturdimiento. El avión comenzó a virar descontroladamente en dirección al agujero negro.
—Nos está atrayendo hacia él —gritó el copiloto.
—Eva, siéntate y ponte el cinturón de seguridad —dijo Jim.
Eva obedeció y se ajustó el cinturón unos segundos antes de que el comandante hiciese una maniobra muy arriesgada. Jim empujó hacia un lado los mandos del avión que viró violentamente hacia estribor, tratando de escapar del peligro.
—¡Tommy, dame potencia máxima! —ordenó el comandante.
Los motores rugieron y el avión aumentó su velocidad. El avión comenzó a alejarse del agujero negro, que quedó a su izquierda. Eva suspiró aliviada. Pero de repente la nave pareció detenerse por un instante y el fuselaje crujió perceptiblemente. El avión no conseguía escapar de la fuerza de atracción.
—¡Mierda! ¡Nos tiene atrapados!
—¡No lo conseguiremos! —dijo el copiloto.
Eva se agarró al asiento, asustada. Se aferró a la imagen de sus dos pequeñas gemelas y de su hijo Brent. Eran lo que más quería en este mundo. Ahora que tenía la certeza de que iba a morir, solo lamentaba no haber pasado más tiempo con ellos.
Eva comenzó a rezar mientras el agujero se hacía más y más grande.