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El coche dio una sacudida y se elevó unos centímetros del suelo para después volver a caer con violencia. Laura y Cindy lloraban asustadas y Eva no podía hacer otra cosa que tratar de consolarlas con impotencia. Ella también estaba aterrada. El rugido se hacía cada vez más intenso mientras el manto rojo descendía y se cernía sobre ellas. En cualquier momento serían absorbidas por la bóveda.
—¿Qué está pasando, mamá? —preguntó Cindy entre lágrimas.
—Tranquila, mi vida, enseguida pasará todo —mintió.
El coche crujió y se separó del suelo, elevándose poco a poco, atraído por la bóveda. El bramido se hizo ensordecedor. La luz roja era tan intensa, que costaba mantener los ojos abiertos. Eva abrazó muy fuerte a las pequeñas, tratando de protegerlas mientras el coche seguía su ascenso tambaleante.
Entonces se produjo un estallido brutal que se prolongó varios segundos, como si varios truenos hubiesen restallado a la vez a pocos metros de donde se encontraban. Eva se tapó los oídos, aturdida, y de repente se encontró cayendo. El impacto contra el suelo no fue demasiado violento. El coche debía de haber caído desde una altura de poco más de un metro, pero las niñas estaban aterrorizadas.
Por algún motivo, después de la tremenda explosión la bóveda había dejado de atraerlas. De hecho, el rugido característico también había desaparecido y había sido sustituido por un silencio absoluto, rotundo. Solo se escuchaban los llantos quedos de sus hijas.
Eva seguía recostada sobre ellas en actitud protectora. Con mucho miedo se separó de sus hijas y miró por la ventanilla del coche. No estaba segura, pero la luz rojiza parecía diluirse suavemente.
—Esperad aquí, pequeñas, no os mováis —les dijo.
Cindy abrió la puerta y salió al exterior. Al mirar al cielo no supo qué pensar. La bóveda seguía estando sobre sus cabezas, pero se había retirado considerablemente hacia arriba. Además, parecía mucho más tenue, más delgada y casi translúcida. No estaba segura, pero parecía como si el azul del cielo se mezclase en algunos puntos con el rojo de la bóveda, creando una paleta de colores de varios tonos cercanos al morado. Era una imagen irreal, tan hermosa que se hacía difícil creer que fuese cierta. Por encima de aquel mar de color, unos haces de luz cruzaron el cielo refulgiendo, como si se tratase de una lluvia de estrellas en una noche de verano.
Ahora ya era evidente; la bóveda estaba desapareciendo.