31
Era la décima llamada que realizaba en una hora, todas con el mismo e infructuoso resultado: no había línea. El profesor Janus Goldman colgó el teléfono y se concentró en los monitores de la sala de control. Mostraban la imagen de hileras de lanzacohetes tierra-aire preparados para disparar. Goldman sabía que atacarían la bóveda desde cinco puntos diferentes, todos en zonas deshabitadas y de difícil acceso. Esta vez no se habían corrido riesgos y los aviones de combate serían sustituidos por el armamento tierra-aire más sofisticado del ejército. Los cohetes habían sido cargados con la mezcla química adecuada y en breves momentos se procedería a su lanzamiento.
Aquel despliegue militar no lograba calmarle. Su mente estaba en un lugar remoto de la selva de México, en lo que estaría sucediendo a doscientos metros de profundidad en una cueva subterránea. Goldman tenía puestas allí sus esperanzas y no en los lanzacohetes de los militares. Pero no había ninguna noticia de Nathan Maguiere y no había podido contactar con la teniente Nadia Kowalsky. No sabía nada. En realidad eso no era del todo cierto, sabía que de momento no habían tenido éxito en la misión puesto que la cúpula se mantenía imperturbable, cubriendo el cielo.
El general Olsen se paseaba de arriba abajo por el centro de control, vociferando órdenes y controlando que todo estuviese dispuesto. Goldman no tenía ningún tipo de aprecio por el militar, pero tenía que reconocer que el general era muy bueno en su trabajo. El presidente departía a menudo con Olsen y seguía muy de cerca las maniobras, rodeado de sus más estrechos colaboradores. De todos menos de uno. Michael Winslow no se encontraba presente en aquel momento tan crucial. El responsable de la NASA se había excusado y había desaparecido hacía unas horas. Goldman había intentado hablar con él pero no le había podido localizar.
Y la bóveda seguía su avance imparable contra la superficie. Hacía media hora que había chocado contra el monte McKinley, la cima más alta de Norteamérica, con seis mil ciento noventa y cuatro metros de altura. En realidad, no se podía hablar de choque. Era más bien como si la bóveda hubiese absorbido la montaña. No se había producido un impacto violento, tan solo una especie de zumbido eléctrico a medida que la bóveda se acercaba. Simplemente había tocado la cima de la montaña y había continuado su avance por las laderas. Al menos había una buena noticia y era que el impacto de la bóveda contra la superficie no se producía de forma agresiva. La contrapartida negativa consistía en que cuando la bóveda llegase al nivel de las grandes ciudades, todo lo que hubiese en ellas quedaría sepultado en su interior. Los últimos informes recibidos indicaban que, en algunas zonas, la bóveda había bajado ya hasta el nivel de los tres mil quinientos metros. Eso les dejaba muy poco tiempo.
Unas luces rojas se encendieron en los monitores y un silencio tenso se adueñó de la sala de control.
—Señor, todas la plataformas lanzamisiles están operativas y listas para disparar —anunció un capitán.
—Presidente… —invitó el general.
—Adelante, general Olsen, dé la orden —replicó el mandatario sin inmutarse—. E informen a Michael Winslow según lo acordado.
—Abran fuego —ordenó el general, impasible.
Michael Winslow tenía instalado un pequeño laboratorio telescópico en la azotea de su apartamento. La casa estaba situada en un pequeño pueblo, a diez kilómetros de Washington D. C., cerca del cuartel general de la NASA. Era un lugar tranquilo y con poca contaminación lumínica, en el que Michael daba rienda suelta a su afición astronómica. Cualquier comparación con la tecnología y alcance de los grandes telescopios le habría dejado en muy mal lugar, pero el suyo debía de ser uno de los telescopios personales mejor equipados del Estado. Desde que era muy pequeño, su padre le había llevado a ver el cielo nocturno, enseñándole el nombre y la distribución de las grandes constelaciones e iniciándole en los secretos de lo que más tarde se convertiría en su auténtica pasión: el universo infinito.
Al saber que la bóveda tardaría solo seis horas en llegar hasta ellos, Michael había mantenido una reunión de emergencia con el presidente. El ataque con agentes químicos se adelantaría a la hora prevista y se estaban llevando a cabo los preparativos para realizar un posible ataque nuclear.
Cuando Michael pidió permiso para ausentarse durante las horas siguientes, el presidente le miró desconcertado. Pero el astrónomo resultó convincente en sus explicaciones y consiguió su propósito. Quería comprobar unos datos específicos y necesitaba un telescopio para poder hacerlo. En principio, pensó en el gran complejo telescópico situado en Green Bank, Virginia Occidental, pero pronto desechó la idea. Aunque era el más cercano, quedaba demasiado lejos, y además no necesitaba aparatos tan potentes para su cometido. Así que optó por una solución mucho más «casera». Un helicóptero de las fuerzas aéreas le llevó en pocos minutos hasta una parcela situada junto a su jardín trasero y allí se quedó aguardando, por si necesitaba regresar a Washington. Además le habían dado un teléfono que garantizaba su funcionamiento, por si necesitaba mantener comunicación directa con la Casa Blanca.
Michael calibró su telescopio APM 530 y se dispuso a observar el cielo. Eran las dos de la tarde y una luz rojiza bañaba intensamente el firmamento. Eran unas condiciones nefastas para estudiar la bóveda celeste, pero ese no era su auténtico objetivo. Michael quería estudiar el interior de la bóveda. En realidad, la estructura no era totalmente opaca. Dejaba pasar una pequeña cantidad de luz permitiendo vislumbrar su interior. Según el piloto de caza, Jacob Hill, también se podían ver sombras extrañas en su interior. Aquel hecho le desconcertaba profundamente y le hacía pensar más y más en la misteriosa nota de su amigo, el fallecido astrónomo Reinaldo Arenas.
—30K120H10T —dijo Michael en voz baja mientras cambiaba el ángulo y el espacio de visión del telescopio.
Había algo en determinados puntos de la bóveda que siempre le había llamado especialmente la atención. Se trataba de aquellas zonas más densas que habían detectado y que se correspondían claramente con el perfil de las grandes ciudades de Estados Unidos. Una de ellas estaba sobre la capital, Washington D. C. Michael orientó el telescopio hacia el cielo de la ciudad, a pocos kilómetros de distancia, y comenzó a observar.
La superficie de la bóveda, irregular pero extrañamente pulida, apareció ante sus ojos inundándolo todo. Michael desplazó el telescopio deliberadamente hacia el Sur, hasta que encontró una ligera variación en el color de la estructura. En un momento dado, como marcando una frontera, se producía un cambio de tonalidad, de una más oscura a una más clara. La oscura se correspondía con la zona de la cúpula que se encontraba sobre los límites de la ciudad, mientras que la clara quedaba fuera de ellos. Michael movió entonces el telescopio hacia el Norte, buscando aproximadamente el epicentro de la ciudad. Según se iba acercando, el color de la bóveda se hacía más oscuro, imperceptiblemente al principio y de forma mucho más pronunciada después. Pero no se veía ni rastro de las manchas oscuras a las que aludía el piloto Jacob Hill. La media hora siguiente Winslow la pasó estudiando distintos puntos situados en la zona centro, pero tampoco halló nada reseñable.
Al final, sin ningún fin concreto, movió el telescopio hacia el Este y enfocó la lente sobre la zona más próxima a la Casa Blanca.
—¡Dios Santo! —exclamó a los pocos segundos.
Una mancha oscura y de forma circular, de unas veinte veces el tamaño de la Casa Blanca y sus parques circundantes, se aproximaba lentamente hacia la residencia del presidente de Estados Unidos.
Aunque el objeto no se podía detectar a simple vista, sino utilizando un potente telescopio, Michael estaba seguro de que aquella cosa no podría llevar allí demasiado tiempo. El servicio de inteligencia se habría dado cuenta de ello. Michael estudió el objeto y amplió la imagen. Alrededor de él, había miles de pequeñas sombras moviéndose a una velocidad endiablada. Michael estudió aquel baile unos segundos, sorprendido de que aquellos objetos no chocasen entre sí. Era muy probable que aquellas pequeñas sombras fuesen las que describió Jacob Hill… ¿Pero qué era esa mancha inmensa que se cernía sobre la Casa Blanca?
En ese momento, el pequeño dispositivo que llevaba en su bolsillo emitió tres cortos pitidos. Era la señal convenida, el ataque biológico había comenzado. Michael no sabía el tiempo que el agente patógeno podría tardar en surtir efecto. Por eso se quedó francamente impresionado cuando en el mismo momento en que sonó el aparato electrónico, tres cuartas partes de las pequeñas sombras que rodeaban al objeto mayor desaparecieron inmediatamente. ¿Sería posible que el ataque produjese una reacción tan inmediata a una distancia tan grande?