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En el desierto de Nevada, en la base militar secreta conocida como Área 51, dos hombres contemplaban el cielo rojo. El general Olsen llevaba la indumentaria propia de su rango, mientras que el otro, un tipo pequeño y completamente calvo, vestía un inmaculado traje italiano.

—Demasiado pronto —masculló Olsen.

La peor pesadilla del general se había hecho realidad. Mejor dicho, su peor pesadilla multiplicada por mil se había hecho realidad. Desde que tuvo conocimiento del expediente «Bóveda roja» hacía ya quince años, nunca se había preocupado lo más mínimo por él, siempre lo había considerado un asunto menor del pasado. Pero hacía cinco días se produjo la extraña tormenta planetaria, y ahora, esto.

El general Olsen colgó el teléfono móvil, muy molesto. Michael Winslow no respondía a sus continuas llamadas, aunque en realidad ya no importaba. Uno de sus hombres, presente en Cabo Cañaveral, le había comunicado lo acontecido con el Endeavour. Si hubiesen lanzado el transbordador solo unas horas antes, tal como él había ordenado, ahora tendrían el satélite en órbita. En aquellas circunstancias, la destrucción del satélite Ajax II había supuesto una gran pérdida.

El hombre que se encontraba a su lado se había mostrado indiferente cuando le comunicó el fatal desenlace del transbordador espacial. Su pequeña figura plantada en la colina parecía esculpida en la roca del lugar. El militar meneó la cabeza. Nunca le habían gustado los científicos, pero aquel en concreto le desagradaba profundamente, vestido como si fuese un galán de una película antigua.

—Ha errado en sus cálculos, profesor Goldman —dijo el general Olsen en tono acusador, mientras señalaba la bóveda roja en las alturas—. No han trascurrido ni cinco días desde la tormenta y ya la tenemos encima.

Janus Goldman se metió las manos en los bolsillos de su carísimo traje y miró fijamente al militar.

—Ya le expliqué que ese cálculo se basaba en información no contrastada y difícilmente evaluable —respondió el hombrecillo sin inmutarse—. Estoy seguro de que comprenderá la complejidad de una predicción semejante.

—No me interesan las excusas, sino los hechos —replicó el general—. La situación es muy preocupante, profesor Goldman. Sus simulaciones indicaban que el efecto se limitaría a surgir en determinadas áreas del mundo, pero según los satélites, el fenómeno se ha extendido por todo el planeta. Toda la Tierra se encuentra recubierta por esa bóveda roja.

—No estoy buscando excusas, general. Es evidente que nos equivocamos —admitió el hombrecillo con calma—. Era difícilmente imaginable que algo así pudiese suceder, pero estamos introduciendo las nuevas variables en el ordenador central y pronto podremos obtener un modelo más certero.

El general Olsen movió la cabeza con desaprobación. Según las estimaciones más negativas, la bóveda roja cubriría grandes extensiones de terreno, pero nunca el planeta completo. Y no tan rápido. En menos de dos horas, una gran esfera roja había tapado la Tierra, envolviéndola como si fuese un regalo de Navidad.

Hasta ese momento, los científicos no habían hecho más que equivocarse en sus predicciones y causar problemas. Y la forma en la que querían afrontar aquella crisis le parecía simplemente ridícula. Pero el propio presidente de Estados Unidos había puesto al profesor Janus Goldman al frente de la operación, junto con él mismo. Técnicamente, los dos hombres tenían el mismo poder de decisión, aunque en áreas diferenciadas.

—Aun así, también tenemos buenas noticias —continuó Goldman—. Hemos realizado grandes avances en la preparación del acceso a la fuente principal.

El militar le traspasó con la mirada. ¿La fuente principal? «Menuda estupidez», pensó el general. Desde que comenzaron a trabajar juntos, había chocado continuamente con aquel científico petulante y engreído. El general Olsen no hacía el más mínimo esfuerzo para disfrazar su animadversión hacia él.

—Y yo le recuerdo que su «preparación del acceso» les ha costado la vida a varios de mis mejores hombres y a seis de los suyos —replicó el general.

—Tal vez nos hayamos equivocado de hombres —observó Janus Goldman fríamente.

El general Olsen se contuvo a duras penas. La muerte de militares de las fuerzas especiales no era algo inesperado, se jugaban la vida cada día, pero el general conocía personalmente a esos soldados y el hecho de perderlos no le dejaba indiferente.

—Mi equipo ha estado investigando sus historiales militares y ha dado con el hombre adecuado —continuó el científico—. Necesitamos a Nathan Maguiere, de California.

El general le miró con los ojos inyectados en sangre. Si fuese él, echaría inmediatamente al profesor Goldman del equipo de crisis, pero el científico estaba respaldado por las más altas instancias de la Casa Blanca. De momento, tendrían que colaborar, pero ya llegaría el momento de ajustarle las cuentas… si salían de aquella situación.

—Ordenaré que traigan a ese tal Maguiere —concedió el militar a su pesar.

—No se moleste, general. En estos momentos mis hombres ya han ido a buscarlo.

El general le miró con desprecio.

—Estamos malgastando tiempo y recursos absurdamente —dijo Olsen.

—Esa es su opinión, general Olsen, pero recuerde que usted no tiene poder de decisión en este cometido —replicó el científico.

El general iba a contestar cuando un zumbido se oyó sobre sus cabezas. Ambos sabían lo que se iba a producir a continuación, pero no por ello quedaron menos impresionados ante el espectáculo que acontecía en el cielo, ahora completamente cubierto por una bóveda semitransparente de color rojo. El general observó las alturas con el ceño torvo y se santiguó instintivamente. Sabía el efecto caótico que aquel muro tendría a corto plazo en la población civil: miedo, histeria colectiva, desórdenes y revueltas.

El hombrecillo a su lado permaneció tranquilo mientras observaba divertido el gesto puritano del general. Janus Goldman no se santiguó. Él no creía en Dios, pero sí en alguien como Nathan Maguiere.