11
Caos.
Eva Maguiere pensaba que no había otra palabra que definiese mejor lo que estaba sucediendo a su alrededor mientras contemplaba la calle desde su ventana.
Una luz rojiza y macabra iluminaba a una muchedumbre que rompía los escaparates de un supermercado, arrasando con todo. Un empleado de la tienda intentó detener a una mujer obesa cargada con varias cajas, pero ella se revolvió y empujó al chico, haciéndole caer al suelo. Un enjambre humano se abalanzó sobre el muchacho, que quedó sepultado bajo la gente.
Eva gritó pero nadie la escuchó. Cuando el grupo de asaltantes se dispersó, el joven reapareció tirado en el suelo, ensangrentado. Eva le conocía, se llamaba Salim y debía tener unos veinte años.
La mujer contuvo una arcada y trató de reponerse. Tenía que concentrarse y averiguar dónde había llevado David a las gemelas. Lo primero que se le ocurrió fue llamar a la policía, pero la línea telefónica estaba completamente colapsada. En la situación en la que se encontraban, con aquella capa roja cubriendo el cielo, las emergencias estarían desbordadas. Pensó en acudir a la comisaría más cercana, pero las sirenas de los coches de policía aullando en toda la ciudad le hicieron desistir. Si quería encontrar a las pequeñas en aquel caos, tendría que hacerlo por sí misma.
¿Pero dónde empezar a buscar? Lo poco que sabía de David era que se había marchado a vivir a un rancho apartado en algún lugar perdido. Eva trató de recordar:
—¿Y dónde vas a vivir, David? —le había preguntado a su ex marido poco después del divorcio.
—Aún no lo sé. Creo que me retiraré una temporada a algún lugar alejado.
—Pues dame un número de teléfono o una dirección en la que te pueda localizar, por favor —le pidió preocupada.
—No sé si… No voy a tener teléfono.
—Si no lo haces por mí, hazlo por la niñas —dijo Eva enfadada.
Pero David no dijo nada. Bajó la cabeza y se fue.
Meses después, logró averiguar algo más del rancho, a través del hermano de David. Se trataba de una comunidad pequeña y muy cerrada que había decidido retirarse de la civilización. Por lo que sabía, David había encontrado a un grupo de gente con inquietudes espirituales similares a las suyas y había decidido marcharse con ellos. Pero no tenía ni idea de dónde se encontraba. David ni siquiera le había dicho a su hermano dónde estaba aquel rancho.
Entonces le vino a la memoria el símbolo pintado con sangre sobre la frente de la pobre Sara. Eva había tapado el cuerpo de la mujer con una manta y había rezado una oración junto a ella. Ella no era religiosa, ni le daba demasiada importancia a la espiritualidad, de hecho esa fue una de las cosas que le había separado de David, pero Sara era una ferviente católica, y Eva quiso respetar y honrar sus creencias.
Eva volvió a la cocina, y armándose de coraje, levantó la manta que cubría el cuerpo tendido. El cadáver tenía dibujado sobre la frente un símbolo parecido a un sol, consistente en tres esferas concéntricas de las que salían ocho líneas onduladas, cuatro de ellas más largas que el resto. A su lado, había otro símbolo parecido a un tridente con la punta central más larga que las laterales. Por el color y la textura, Eva suponía que David había utilizado la sangre de Sara para realizar el macabro dibujo.
La mujer se dirigió a toda prisa a su habitación y encendió su portátil. Tal vez encontrase información sobre aquel símbolo y su significado en Internet. Cruzó los dedos esperando que, al contrario que había ocurrido con otros muchos aparatos, el ordenador no se hubiese estropeado. La manzana de Apple apareció en la pantalla del ordenador. ¡Bien! Funcionaba.
Eva abrió una ventana del Safari esperando que la conexión a Internet también se activase. La página de inicio se cargó inmediatamente, pero al introducir una frase en el buscador y pulsar enter, se dio cuenta de la realidad. La página estaba cargada en la memoria caché del portátil, Internet no funcionaba. Eva estuvo intentándolo durante varios minutos hasta que finalmente desistió.
«Tengo que hacer algo», pensó agitada. ¡Pues claro, las cosas de David! Su ex marido se había dejado algunas cajas de cartón y ella las había subido al desván. Eva localizó cuatro cajas almacenadas en un rincón, bajo una ligera capa de polvo. Revisó su contenido una a una, sin encontrar nada de utilidad. Una caja contenía una serie de recuerdos de David: una vieja copa ganada en la universidad, su diploma en Filosofía, varias fotos de su época de estudiante y otras pertenencias personales sin importancia. Las otras tres cajas contenían montones de libros apilados desordenadamente. Había unos cuantos de filosofía y varios de religión, pero la inmensa mayoría trataban de los asuntos esotéricos y espirituales que tanto entusiasmaban a David. Eva comenzó a hojearlos al azar. Nueve libros después, la mujer encontró algo que hizo que el corazón le diese un vuelco.
Uno de los libros tenía una portada con varios símbolos dibujados. Uno de ellos era un sol rojo prácticamente idéntico al que David había dibujado en la frente de Sara. El libro hablaba de una serie de grupos que profesaban adoración al Sol. Se trataba de gente que se había refugiado en comunidades alejadas de las grandes poblaciones y que decía vivir la vida de forma sana y natural, en contacto con la madre Tierra y el padre Sol. Eran veganos, es decir, no consumían ni utilizaban ningún producto de origen animal, y solo comían los frutos que les daba la tierra. Todo aquello encajaba con la forma de ser y pensar de David. Cuando le conoció, su marido ya era vegetariano y budista, pero con el tiempo había ido radicalizando su forma de actuar y pensar, y había intentado involucrar a Eva y las niñas. Ese fue uno de los motivos de su separación, ella no estaba dispuesta a seguirle en aquella cruzada.
Eva continuó leyendo atentamente. El símbolo del sol rojo era el distintivo de un grupo que se llamaba a sí mismo los Hijos del Sol. Su planteamiento era similar a los del resto, pero más radical en muchos aspectos. A medida que iba leyendo, la preocupación de Eva aumentaba; aquel grupo tenía todas las características de una secta. Los Hijos del Sol creían que el fin del mundo estaba muy cercano. El Dios Sol vendría a la Tierra y desataría su ira arrasándolo todo y castigando a aquellos que no hubiesen seguido sus preceptos. Los no dignos morirían abrasados en un apocalipsis de fuego y muerte, mientras que sus hijos serían rescatados por su Padre. Supuestamente, una nave solar descendería en algún punto de la Tierra y las almas de los Hijos del Sol se subirían a ella para viajar a un nuevo mundo, allende las estrellas.
«Menuda locura», pensó Eva. Pero al contemplar la luz rojiza que se filtraba por el tragaluz, se sintió asustada. ¿Qué estaba ocurriendo? ¿Qué era aquel telón rojo que cubría el cielo? Y en lo concerniente a sus hijas, ¿las habría raptado David porque creía que el fin del mundo se estaba acercando? ¿Querría embarcarlas con él en la nave solar? El vello de la nuca se le erizó ante aquella posibilidad. Tenía que encontrar a sus pequeñas lo antes posible.
Desgraciadamente, el libro no aportaba más información sobre los Hijos del Sol. Su líder era un tal Fernando Trujillo, un español que había emigrado a Estados Unidos hacía varios años y había iniciado allí el culto. Vivían principalmente en comunidades apartadas y solitarias, preferiblemente en áreas muy soleadas y desérticas, pero no revelaban las ubicaciones exactas. Y eso era lo que tenía que averiguar.
Repasó el resto de libros sin hallar más datos que le sirvieran de ayuda. Eva observó que varios tomos tenían la misma etiqueta del precio en la contracubierta. Habían sido comprados en una librería especializada de la calle Moodys, a solo unas manzanas de allí. Entonces recordó que David le había hablado en varias ocasiones de su dueño, un anciano peculiar que, según su marido, era un gran gurú de alguna extraña religión.
La mujer no se lo pensó dos veces. Se fue al baño y sacó una pistola de un bote situado en el armario más alto, uno al que las niñas no podrían acceder hasta que no fuesen mayores. Se trataba de un viejo revólver que había pertenecido a su padre, pero funcionaba perfectamente. Metió la pistola en su bolso y se dirigió a la entrada. Entonces se fijó en que las llaves de su coche, un antiguo Range Rover del año 2000, no estaban colgadas en su sitio. Bajó al garaje y sus sospechas se vieron confirmadas: el coche no estaba. Lo más probable era que David lo hubiese utilizado para llevarse a las gemelas.
Eva salió del edificio conduciendo su moto y al pasar junto a la tienda vio el charco de sangre en el suelo. El chico del supermercado no estaba por ninguna parte. Esperaba que el joven se hubiese recuperado y hubiese logrado llegar a su casa sin más percances.
El trayecto a la tienda duró cinco minutos. Eva aparcó la moto frente al establecimiento. Encima del pequeño escaparate había un letrero de neón rojo que rezaba: «La Casa de los Espíritus». No había luz en su interior y la puerta estaba cerrada. Parecía que los espíritus no estaban en casa aquel día. Eva echó un vistazo a través de la cristalera. Las paredes estaban recubiertas de libros desde el techo hasta el suelo y había más tomos apilados en varias mesas, dispuestas sin ningún orden. La mujer miró a ambos lados. No había nadie cerca, de hecho no se veía un alma en toda la calle. Sacó la pistola disimuladamente y golpeó el cristal de la puerta con la culata, haciéndolo añicos.
Eva metió la mano con cuidado y presionó el picaporte. La puerta se abrió y la mujer se coló rápidamente en el interior. Aguardó unos instantes mientras sus ojos se habituaban a la penumbra. Desde fuera parecía que la tienda era muy modesta, pero en realidad era mucho más grande de lo que aparentaba. Un pequeño laberinto de estanterías recorría el local, perdiéndose hacia el interior. Eva se acercó al estante más cercano y comenzó a leer los títulos de los libros, en busca de algo que pudiese serle de utilidad.
Estaba absorta en su tarea cuando sintió una pequeña corriente de aire en la nuca. Al girar la cabeza se topó de frente con los cañones de una escopeta recortada que le apuntaban directamente a la cabeza.
—Sabía que vendrías —dijo el portador del arma.