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—¡Dios santo! —exclamó Michael Winslow analizando los datos frenéticamente—. Tiene que haber un error.
El astrónomo llevaba media hora estudiando con detenimiento los papeles y notas de Reinaldo Arenas y a cada minuto que pasaba estaba más convencido de la enormidad del hallazgo que había realizado su amigo muerto. Si aquello era cierto, estaban ante un crisis de proporciones apocalípticas.
Pero el peligro que describía Arenas venía de fuera, de muy lejos. ¿Qué pintaba la bóveda en todo aquello? ¿Por qué había aparecido sin más en un momento como aquel?
Entonces algo en su cerebro hizo clic y la mente se le abrió de tal forma que todo pareció cobrar sentido en un solo instante.
—¡Cómo no me he dado cuenta antes! —gritó.
La bóveda no era otra cosa que…
Pero no había tiempo que perder. El presidente, Janus Goldman y el general Olsen debían conocer inmediatamente la situación y actuar al respecto.
Michael descolgó el teléfono especial y marcó el número que le comunicaba directamente con la Casa Blanca. A los pocos segundos, una voz marcial le contestó secamente.
—¿Cuál es el motivo de su llamada? —dijo el hombre.
—Necesito hablar con el presidente, es un asunto de vida o muerte —anunció Winslow.
—Espere, por favor —replicó el hombre sin inmutarse.
A los pocos segundos una voz conocida contestó al teléfono, pero no se trataba del presidente, sino del general Olsen.
—General, tienen que abortar cualquier ataque sobre la bóveda inmediatamente —dijo Michael.
—Me temo que eso va a ser imposible —contestó el militar con voz glacial—. El ataque ya ha sido autorizado.
—No, general, por lo que más quiera. Detenga ese ataque y avise al profesor Goldman para que anule la misión de Nathan Maguiere —rogó desesperado.
—No diga estupideces. Ya nos ha hecho perder bastante tiempo.
—Escúcheme bien, general, si la bóveda sufre cualquier daño, la raza humana desaparecerá para siempre de la faz de la Tierra. ¿Lo ha comprendido?
—Está enfermo, señor Winslow. Y yo tengo mucho trabajo que hacer. Adiós.
—¡No, general! —gritó Michael—. Páseme con el presidente —pidió.
Pero ya era demasiado tarde. El general había colgado el teléfono. Michael volvió a llamar varias veces, pero ese número ya no funcionaba. Michael cogió unos papeles y abandonó su despacho a toda prisa. Era imprescindible que hablase con el presidente, el destino del mundo dependía de ello.
Michael salió al patio trasero y corrió hacia el helicóptero. Al verle, el piloto le abrió la puerta y le ayudó a subir.
—¿Dónde quiere ir, señor? —preguntó el militar.
—Directos a la Casa Blanca —respondió Michael—. Y por favor, es un asunto de la máxima urgencia. Vaya tan rápido como no lo haya hecho nunca.
El piloto asintió y se sentó en su puesto.
Mientras el helicóptero despegaba, Michael consultó una vez más sus notas y suspiró angustiado. ¡Cómo no se había dado cuenta antes!
—30K120H10T —masculló entre dientes.
Había resuelto el misterio, pero eso no le hacía sentirse mejor, sino todo lo contrario.
—Treinta kilómetros. Ciento veinte horas. Diez en la escala de Turín —dijo abrumado, terriblemente consciente de lo que aquello suponía.
De las ciento veinte horas que tenían, ya habían transcurrido ciento dieciocho.