10
El caza militar aterrizó a la hora prevista. La compuerta se abrió dejando al descubierto a sus dos ocupantes. El general Olsen, parapetado tras el cristal de protección, ignoró por completo al piloto y observó atentamente al hombre que descendía con soltura del aparato. Aquel era Nathan Maguiere. Se trataba de un tipo alto con una mata de pelo pelirrojo y desordenado. Debía rondar los cuarenta años, pero parecía lucir una buena forma física. «La va a necesitar si quiere sobrevivir a lo que le espera», pensó el general.
—Llévenle a la sala Alfa inmediatamente —ladró Olsen.
—A sus órdenes, general.
El militar se dirigió al interior de la base mientras organizaba sus ideas. Acababa de mantener una conferencia con la Casa Blanca y aún tenía un regusto amargo. El presidente de Estados Unidos y sus asesores más allegados, junto a Janus Goldman y él mismo, habían debatido la crítica situación y la forma de afrontarla.
El presidente había mantenido conversaciones con los máximos mandatarios de los países más importantes para intercambiar información y establecer una línea común de acción. De momento, la población mantenía una calma relativa, aunque comenzaban a producirse brotes de histerismo y episodios de violencia. En varias ciudades, la policía y el ejército habían tenido que intervenir ante pequeñas revueltas. Era comprensible. La sorpresa inicial ante la aparición de aquella muralla roja había dado paso al miedo y la incertidumbre. La televisión, la radio y otros medios de comunicación masiva presentaban un funcionamiento irregular y errático, lo que añadía tensión ante la desinformación existente.
Habían decidido que el presidente lanzase un mensaje de tranquilidad y calma. Lo haría a través de todos los canales de radio y televisión, pero el general Olsen sabía que serviría de poco. Si la situación se mantenía mucho tiempo, enjaulados bajo aquella bóveda color sangre, las cosas se pondrían mucho peor. Solo había una cosa que hacer: acabar con aquella muralla aberrante, creada no se sabía cómo, y él tendría el privilegio y la responsabilidad de estar al frente de aquella cruzada. El general había dado las órdenes pertinentes y todo estaba dispuesto. En pocas horas, el plan trazado comenzaría a ejecutarse, aunque antes tenía que tratar de nuevo con aquel chiflado de Goldman y su supuesto mesías, Nathan Maguiere. El general había intentado desvincularse de aquella locura, pero el presidente le había ordenado rotundamente dar todo su apoyo al científico y mantener coordinadas sus acciones.
Según el presidente, su acción conjunta podía ser determinante en aquella situación. Según el criterio del general, Goldman y sus absurdas teorías no eran más que un estorbo. La tecnología del ejército de Estados Unidos, apoyado por la gracia de Dios, lograría acabar con aquella maldita bóveda. Y él estaba ansioso por demostrarlo.
Al llegar a la sala Alfa, Janus Goldman ya se encontraba allí, acompañado por uno de los hombres de su equipo. Al acercarse más, Olsen comprobó que el acompañante del hombrecillo se trataba de una mujer. El pelo rapado al estilo militar y su altura, cerca de un metro ochenta, habían obrado el equívoco. La mujer tenía unos rasgos hermosos, pero una cicatriz le bajaba desde el ojo izquierdo hasta casi el cuello, confiriéndole un aspecto desagradable, casi violento. Su mirada, fría y desafiante, no mejoraba el cuadro. El general no tenía el menor deseo de saber de dónde sacaba Goldman a los hombres de su equipo.
—Buenas tardes, general Olsen —dijo Goldman.
La acompañante de Janus Goldman ni siquiera se movió y el general inclinó la cabeza brevemente a modo de saludo.
—Su hombre ya ha llegado. Por su bien, espero que no se haya equivocado con él —dijo fríamente Olsen.
—Eso es algo que descubriremos a su debido tiempo, general —replicó Goldman.
A los pocos minutos, la puerta de la sala se abrió, y un hombre alto y pelirrojo entró acompañado de dos soldados.
—Pueden retirarse —les ordenó Olsen—. Adelante, señor Maguire. Soy el general Olsen y este es Janus Goldman, del departamento científico de Seguridad Nacional.
—Señor Maguiere, gracias por venir —intervino Janus Goldman.
—No me suelte el rollo. Sus hombres no me dieron más alternativa —replicó fríamente Maguiere.
—En las circunstancias actuales, la formalidad no es una de nuestras prioridades —dijo secamente el general Olsen.
—Quiero asegurarme de que mi hijo está bien y de que sus hombres harán todo lo posible por encontrar a mi ex esposa —dijo Maguiere sin amilanarse.
—No se preocupe, señor Maguiere, mis hombres se han hecho cargo de ese asunto y muy pronto tendremos noticias suyas —aseguró Goldman, conciliador.
—Eso espero. Ahora vayamos al grano. ¿Qué es lo que quieren de mí? —preguntó Maguiere.
—El señor Goldman se lo explicará —respondió el general.
—Siéntese, por favor. Póngase cómodo —dijo el hombrecillo.
Nathan Maguiere tomó asiento mientras estudiaba atentamente a los presentes. La mujer alta no había movido ni un músculo durante las presentaciones, aunque se había dedicado a estudiarle minuciosamente. Las luces se atenuaron y un proyector mostró una imagen que Nathan conocía muy bien. Se trataba de la misma foto que le había enseñado aquel tipo del helicóptero. La misma foto que le había helado la sangre hacía solo unas horas. Al verla por primera vez, había decidido dejar a su hijo al cargo de uno de aquellos hombres y acompañar al otro militar.
—Esta imagen fue tomada en el desierto de Sonora, el cinco de agosto de 1948 —anunció Janus Goldman.
La foto mostraba una llanura desértica, techada por una gran bóveda roja veteada con líneas moradas. Su aspecto era idéntico al de la capa carmesí que cubría el cielo en aquellos momentos.
—¿Pero cómo es posible? —preguntó Nathan, tan impresionado como cuando la vio por primera vez.
—Esa es una pregunta para la que de momento no tengo respuesta, señor Maguiere —dijo—. Pero permítame que le cuente una pequeña historia.
El hombrecillo carraspeó y se sirvió un vaso de agua.
—Retrocedamos sesenta y cuatro años en el tiempo —dijo Goldman mientras pulsaba un botón—. Esta otra imagen fue tomada un día antes que la anterior, el cuatro de agosto de 1948, exactamente en el mismo lugar del desierto de Sonora. ¿Le suena de algo?
La imagen en color era antigua, pero de muy buena calidad. Mostraba una tormenta de rayos rojos en toda su violencia.
—Esos rayos son muy parecidos a los que cayeron hace cinco días por todo el mundo —dijo Nathan reconociendo la similitud con la tormenta reciente.
—En efecto. Un análisis químico de los restos encontrados lo confirma al cien por cien. Son el mismo tipo de… rayos.
El general Olsen se removió incómodo a su lado. Daba la impresión de que el militar no se encontraba demasiado a gusto en aquella reunión. Janus Goldman continuó con su explicación.
—Al día siguiente a la tormenta, un equipo de científicos acudió a la zona con la intención de investigar lo acontecido. Pero cuando se encontraban tomando muestras sobre el terreno se vieron sorprendidos por la súbita aparición de una extraña bóveda rojiza que surgió de la nada. Se trataba de una semiesfera perfecta de un material desconocido, de doscientos metros de diámetro y cien de altura. La bóveda transparente se formó en pocos segundos, atrapando a dos de nuestros científicos en su interior.
Goldman pulsó un botón y la pantalla reflejó la imagen de la gran cúpula roja. Había varios camiones militares y un montón de gente en el exterior de la bóveda. Nathan se fijó en dos pequeñas figuras situadas en el interior de la estructura, junto al borde.
—Una unidad especial del ejército se desplazó hasta el lugar para realizar todo tipo de pruebas y análisis utilizando los instrumentos más avanzados de aquella época, pero no pudieron tomar ni una sola muestra de la bóveda. Nada, absolutamente nada, fue capaz de provocar el más mínimo roce en aquella estructura.
A Nathan no se le pasó por alto que el general Olsen negaba con la cabeza despectivamente. Janus Goldman se encendió un cigarrillo con tranquilidad.
—La bóveda era aparentemente indestructible y no había nada que pudiera hacerse para traspasar sus fronteras —continuó Goldman—. Nada podía entrar y nada podía salir. Al cabo de unas horas, los hombres que habían quedado atrapados en su interior comenzaron a encontrarse mal. Presentaban claros síntomas de asfixia, pero aquello no tenía sentido. Aunque la bóveda fuese hermética, la cantidad de oxígeno en su interior les habría permitido permanecer allí varios meses. Desde el exterior, se redoblaron los esfuerzos por quebrar la bóveda, utilizando todo el arsenal de armas que disponían. Incluso la aviación bombardeó la semiesfera con su armamento más potente. Ni por esas lograron hacerle ni un rasguño. Lamentablemente, a las cinco horas y veintidós minutos de la aparición de la bóveda, los dos hombres que se encontraban en el interior murieron sin que se pudiera hacer nada por evitarlo.
—¿Qué les ocurrió en realidad? —preguntó Nathan impresionado.
—En un primer momento pensaron que había algún agente tóxico y mortal dentro de la bóveda, pero la autopsia posterior reveló que no había sido así. Murieron de asfixia, provocada por la falta de oxígeno, al igual que todos los animales que se encontraban en el interior de la bóveda.
—Dijo que había aire de sobra en la… bóveda para mucho tiempo.
—Y así era. Por eso debemos suponer que el consumo de oxígeno en el interior se vio incrementado por alguna característica de la bóveda que desconocemos.
Nathan meditó unos instantes antes de hablar.
—Si lograron recuperar los cuerpos de aquellos tipos, de los dos científicos, quiere decir que consiguieron destruir la bóveda.
—En realidad no ocurrió así, señor Maguiere. Fue algo mucho más inesperado. Diez horas y ocho minutos después de su aparición, la bóveda se evaporó repentinamente y en solo unos segundos no quedó ni rastro de ella. Era como si nunca hubiese existido.
Janus Goldman dio una calada a su cigarrillo mientras dejaba que Nathan Maguiere absorbiera la información. La mujer seguía inmóvil en una esquina, completamente indiferente a la conversación que se mantenía en la sala.
—¿Desapareció sin más? —preguntó Nathan Maguire.
Goldman asintió.
—Pero ahí no acabaron las sorpresas, señor Maguiere. Los militares retiraron los cuerpos de los dos científicos, y mientras examinaban exhaustivamente la zona, dieron con otro hallazgo increíble —continuó—. Al aproximarse al punto medio sobre el que se había levantado la bóveda, todas las máquinas y aparatos eléctricos dejaron de funcionar. En un radio de unos diez metros, cualquier equipo, desde un contador Geiger hasta un simple reloj de pulsera, se paraba inexplicablemente. Durante el rastreo, también encontraron este objeto, enterrado a pocos centímetros de profundidad.
Goldman pulsó un botón y el proyector mostró la imagen de una roca bastante corriente de color negro. Tenía unos veinte centímetros de diámetro y no presentaba ninguna característica que la distinguiese de cualquier otra piedra.
—Parece un pedazo de roca —dijo Nathan sin ver dónde estaba el gran hallazgo.
—Para ser exactos, se trata de un compuesto de varios elementos muy densos y desconocidos hasta aquel momento. Los científicos pasaron a denominarlo «núcleo X» —dijo Goldman con una sonrisa—. El material emitía una radiación que no era nociva para el hombre, pero que lograba interrumpir el funcionamiento de cualquier aparato. Siguiendo la misma terminología, decidieron llamarla «radiación X».
Janus Goldman se sirvió un vaso de agua antes de continuar.
—Verá, esa radiación solo ha sido detectada cuatro veces en toda nuestra historia. La primera vez se corresponde con la experiencia que le acabo de relatar, cuando encontramos el núcleo X hace sesenta y cuatro años. Pocos días después, esa misma radiación, aunque algo más intensa, se detectó de forma simultánea en la selva de México y en las proximidades del lago Michigan. Pero cuando nuestros científicos llegaron a esos lugares, todo rastro de la radiación había desaparecido. La última vez que detectamos radiación X fue hace unos días, pocos segundos después de que la tormenta de rayos rojos asolase Estados Unidos.
—¿Esas radiaciones aún se siguen emitiendo?
—Ya lo creo, señor Maguiere. Y son más intensas que nunca.
—Si encontraron el núcleo X hace tantos años, han tenido mucho tiempo para estudiarlo y habrán llegado a alguna conclusión.
—No exactamente, señor Maguiere —dijo Goldman—. Los científicos analizaron el compuesto y lo sometieron a múltiples experimentos para intentar ahondar en las propiedades de aquella radiación. El núcleo se custodiaba en estas mismas instalaciones, en unas dependencias con el nivel máximo de seguridad, pero una noche, tres años después de su hallazgo, la roca desapareció.
—¿Se esfumó igual que la bóveda? —preguntó Nathan, sorprendido.
—No, no —respondió Goldman con una sonrisa—. Me temo que en esta ocasión el núcleo X fue robado, eso sí, de forma increíble. El ladrón burló todos los controles de seguridad, y le aseguro que no eran pocos, y se llevó el compuesto. Había muchos objetos de mayor valor en aquella sala, pero el asaltante solo estaba interesado en ese.
—¿Cogieron a los ladrones?
—Desgraciadamente no, aunque se cree que tuvieron ayuda de dentro. No hay otra forma lógica de explicar esa misteriosa desaparición.
—¿Pero por qué era tan importante ese pedazo de roca?
—Ese es el dato clave, señor Maguiere. —El científico hizo una pausa antes de contestar—. Verá, un grupo de científicos, entre los que me incluyo, estamos plenamente convencidos de que esa roca está estrechamente relacionada con la bóveda. De hecho, creemos firmemente que es el origen de la bóveda.
La expresión escéptica del general Olsen daba claramente a entender que no compartía aquella teoría. El móvil del militar sonó y el hombre miró el teléfono con disgusto. Se disculpó y salió de la sala para atender la llamada. Nathan volvió a concentrarse en lo que acababa de escuchar.
—¿Entonces, por qué desapareció la bóveda si la roca seguía en el mismo sitio? —preguntó.
—Creemos que fue debido a un descenso en el nivel de las radiaciones que emitía el núcleo X. Cuando se realizaron las primeras mediciones, los resultados fueron muy elevados, pero a medida que transcurría el tiempo, la radiación comenzó a descender de forma brusca. Poco antes de que robasen el núcleo, la emisión radiactiva era prácticamente nula. Por ese motivo creemos que hay un punto umbral en el nivel de radiación que influye en la bóveda. Si se supera ese umbral, la bóveda surge en apenas unos segundos; pero, con el paso del tiempo, los niveles descienden y la bóveda desaparece.
—Hay algo que no entiendo —dijo Nathan con franqueza—. Si el tiempo es lo que hizo que se redujese el nivel de radiación, ¿qué provocó su aumento?
—Buena pregunta, señor Maguiere. —Un brillo extraño apareció en los ojos del científico—. Recuerda nuestra extraña tormenta, ¿verdad? He ahí su respuesta.
—¿La tormenta de rayos rojos?
—Verá, le ahorraré la farragosa y aburrida explicación científica e iré al grano. En resumidas cuentas, creemos que la energía de esa tormenta activó bruscamente la emisión de radiaciones del núcleo X, lo que a su vez provocó la aparición de la bóveda. Utilizando un símil cercano: es como si el núcleo fuesen las pilas, y la tormenta, el interruptor. Al pulsar el interruptor, las pilas se encendieron y generaron aquella bóveda. Cuando las pilas se agotaron, la bóveda desapareció.
El silencio se adueñó de la sala mientras Nathan Maguiere digería la explicación. La mujer del pelo corto con la cicatriz pasaba el peso de un pie a otro a intervalos regulares, aparentemente aburrida.
—Ya —dijo Nathan mirando fijamente al científico—. Utilizando un símil cercano, si esa tormenta era el interruptor… ¿Quién demonios lo pulsó?