28
La bóveda estaba tan cerca de su cabeza que en breve podría tocarla extendiendo la mano. Michael se dio la vuelta y de repente le vio. El hombre de la bata blanca agitó la mano, llamándole.
—¡30K120H10T! —gritó el hombre.
Michael Winslow intentó acercarse a él, pero sus pies no le respondían. Era como si fuesen una parte ajena a su cuerpo y tuviesen la firme voluntad de quedarse allí plantados.
—¡30K120H10T! —repitió el hombre. Estaba demasiado lejos como para que Michael pudiese verle la cara, pero sabía de quién se trataba.
—No lo comprendo —respondió Michael, angustiado.
Reinaldo Arenas se dio la vuelta y se puso a garabatear fórmulas en una pizarra. Michael escuchaba su voz, pero no era capaz de entender lo que decía. De repente, el astrónomo se dio la vuelta y le miró fijamente.
—¡No hay tiempo, Michael, no hay tiempo! —gritó mientras señalaba las fórmulas escritas en la pizarra—. Tienes que darte prisa.
Michael intentó avanzar desesperadamente. Sabía que si lo hacía, lograría distinguir los trazos esbozados en la pizarra, pero sus piernas parecían de piedra maciza.
—No puedo moverme —dijo.
En ese momento, el astrónomo abrió la boca y se llevó la mano al pecho. Su cara reflejaba un profundo dolor. A los pocos segundos, el hombre cayó al suelo.
—¡Reinaldo! —gritó Michael.
El astrónomo trató de incorporarse pero no lo consiguió. Con un último esfuerzo movió los labios y aunque no emitió ningún sonido, Michael supo exactamente lo que había dicho.
«30K120H10T».
Michael despertó sobresaltado y empapado en sudor. Se encontraba recostado en uno de los sillones de la sala de control del centro que la NASA tenía en Washington. Se había echado unos minutos para descansar y se había quedado dormido. Fred, uno de sus ayudantes, le miraba con gesto preocupado.
—¿Estás bien, Michael? Estabas gritando en sueños.
—No es nada. Solo ha sido una pesadilla.
La misma que le asaltaba cada vez que conciliaba el sueño. Aquella extraña secuencia de caracteres escrita por el astrónomo Reinaldo Arenas antes de morir se había convertido en una obsesión para él. No tenía ninguna información concluyente de que aquel mensaje estuviese relacionado con la situación actual, pero tenía un fuerte presentimiento de que así era.
Había intentado por todos los medios descifrar el mensaje del astrónomo. Había estudiado todos los sistemas de coordenadas existentes y había probado a descomponer la secuencia en distintas combinaciones.
30K podían ser treinta kilos o treinta grados Kelvin. Quizá la K fuese la representación del millar, con lo que obtendría treinta mil de cualquier cosa. O tal vez hiciese referencia a la energía cinética de algún objeto o a su coeficiente de compresión isotérmica.
120H podían ser ciento veinte horas o tal vez se estuviese refiriendo a la entalpía. También podía tratarse del coeficiente de convención o del grado de magnetización de un objeto.
10T podían ser diez toneladas, diez periodos de algún ciclo, diez torques de fuerza o cualquier otra unidad de medida o dimensión.
Michael había consultado a varios colegas, pero ninguno había llegado a una conclusión válida. También habló en varias ocasiones con Antonio Fuentes, el ayudante de Reinaldo, sin sacar nada en claro. La información que Reinaldo había utilizado en los últimos minutos se había perdido a causa del terremoto. Lo único que sabían era que el astrónomo había dirigido el telescopio infrarrojo a una zona del sistema solar, situada entre la Tierra y Marte. Michael nadaba en un mar de dudas, con unos flotadores tan minúsculos, que sentía que jamás podría llegar a la orilla.
Lo mejor sería dejar aquel mensaje a un lado y concentrar todo su esfuerzo en su misión actual. La situación ya era lo suficientemente complicada como para perderse con distracciones. La bóveda había empezado a descender sobre la Tierra. Al principio lo había hecho de una forma tan brusca, que creyeron que había llegado el final. La bóveda bajó casi mil metros en unos segundos, con lo que el efecto fue claramente percibido por la población, lo que incrementó el pánico y el caos. Pero después se paró en seco. A los pocos minutos volvió a descender, esta vez de forma mucho más lenta e irregular. A veces se mantenía unos minutos bajando tan lentamente, que apenas era perceptible. Otras, la velocidad volvía a aumentar hasta hacerse perceptible a simple vista, e incluso en alguna ocasión, dio un salto de decenas de metros en cuestión de centésimas de segundo.
Por lo tanto, era prioritario conocer la velocidad media de descenso y el tiempo que les quedaba hasta que la bóveda chocase con las zonas más pobladas de la Tierra. Desconocían el efecto real que la colisión podría tener, pero en cualquier caso, sería catastrófico. La única alternativa consistía en evitarlo. Michael se levantó y se dirigió a su mesa de trabajo acompañado de su ayudante.
—Bien, Fred. ¿Qué tenemos de nuevo? —preguntó, frotándose los ojos.
—La gente del laboratorio ha llamado hace un rato. La producción del agente tóxico va por buen camino, dentro de dos horas tendremos cantidad suficiente para cargar más de quinientas bombas.
Michael asintió satisfecho. El análisis biológico de los restos de la bóveda determinó que la estructura estaba formada por un tejido basado en la química del carbono, modificado y combinado con metales pesados. Los científicos habían fabricado un potente agente tóxico oxidante, que atacaba la estructura de la bóveda debilitándola y haciéndola vulnerable.
—¿Cómo van las mediciones atmosféricas?
—La concentración de oxígeno en el aire está bajando considerablemente —dijo Fred—. Pero ese efecto se produce sobre todo en las capas altas, especialmente en las zonas más próximas a la bóveda.
Aquel dato no le cogió por sorpresa. Michael creía que la bóveda utilizaba el oxígeno igual que los seres humanos, pero a una escala mucho mayor. En definitiva, la bóveda era un organismo vivo que necesitaba consumir oxígeno. Por último, Michael formuló la pregunta más importante, la que más le preocupaba.
—¿A qué altura se encuentra en este momento?
—A ocho mil trescientos metros y sigue descendiendo —respondió Fred con gesto sombrío.
Michael movió la cabeza, preocupado. Hacía poco, la bóveda había alcanzado la cota más alta de la superficie terrestre, la cima del monte Everest. No habían logrado ponerse en contacto con nadie en aquella parte del globo, por lo que desconocían el efecto que había tenido al tocar tierra. Las interferencias de las señales de satélite eran cada vez mayores y hacían prácticamente imposible cualquier forma de comunicación lejana.
—¿Cuánto tiempo nos deja eso? —preguntó Michael.
—La velocidad de descenso no es constante y cada vez se producen más irregularidades en su progresión. El ordenador central está procesando los datos y en breve nos dará una respuesta —dijo Fred.
—Muéstrame los patrones de evolución —pidió Michael.
Fred manejó el teclado de su portátil con destreza y una sucesión de imágenes del mapa de la Tierra fue apareciendo en pantalla. Las mediciones de altura se realizaban con dispositivos láser situados estratégicamente en el nivel del mar.
—Para aquí —dijo Michael al ver una de las imágenes—. Fíjate, la altura de la cúpula fluctúa ligeramente, apenas unos cien metros entre los puntos más dispares.
—Sí, pero no parece seguir ninguna pauta concreta. Hemos analizado la información de las últimas veinticuatro horas y no hemos dado con nada sólido.
Una pequeña chispa se encendió en el cerebro de Michael. No era una idea clara y concisa, sino más bien la intuición de que algo importante se escondía en aquel hecho.
—¿Dónde está el informe de recepción de señales satélite? —preguntó.
—Aquí lo tienes —dijo Fred dándole un cuaderno repleto de números y gráficos.
Michael estudió los datos de las últimas horas atentamente.
—Desde que se produjo el ataque a la bóveda, las señales tardan cada vez más tiempo en llegar —dijo Michael estudiando los informes—. Pero el aumento del retraso no concuerda con el descenso de la bóveda.
Fred ojeó el estudio que le tendía Michael y frunció el ceño. Habían comprobado que la bóveda era mucho más densa en varias zonas del cielo estadounidense, concretamente en los perímetros de las grandes ciudades de la Costa Este. Eso hacía que las señales de satélite no llegasen a los receptores situados en aquellas áreas. Pero desde que la bóveda había comenzado a descender, ese detalle había quedado relegado a un segundo plano. Ahora que veía los datos, Fred sabía que Michael estaba en lo cierto. El descenso de la bóveda no justificaba un retraso tan grande en la recepción de las señales satélite.
—Puede que al descender la bóveda se generen más interferencias con el campo terrestre —apuntó Fred poco convencido.
Michael negó con la cabeza.
—No. Podríamos perder las señales, como está pasando en muchas estaciones, pero eso no justificaría un aumento tan desproporcionado en los tiempos de recepción. Solo hay una razón que explique lo que está sucediendo —dijo Michael—. La bóveda no está descendiendo.
Fred le miró como si se hubiese vuelto loco. Delante de sus ojos, el ordenador indicaba que la bóveda había bajado hasta una altura de ocho mil doscientos noventa y cinco metros, desde uno de los puntos de medición.
—Claro que está descendiendo, Michael.
—No, Fred. La bóveda está creciendo en ambos sentidos, hacia arriba y hacia abajo —dijo Michael excitado—. ¿No lo ves? No está descendiendo hacia nosotros. Es decir, no solo desciende hacia nosotros, sino que también asciende hacia las capas más exteriores. Está usando el oxígeno de la atmósfera para aumentar su tamaño —aclaró Michael.
Fred se rascó la cabeza, pensativo. Aquello tenía sentido. Eso explicaría el comportamiento anómalo de las señales de satélite y el aumento de los problemas de recepción.
En ese momento una luz verde comenzó a parpadear en el ordenador central. El programa había finalizado la simulación de descenso de la bóveda. Fred se secó el sudor de la calva y tragó saliva. Se equivocó un par de veces mientras manejaba el teclado de su portátil hasta que una cascada de datos se desparramó por la pantalla.
Al aparecer las últimas cifras, el corazón le dio un vuelco. Fred notó cómo se agitaba la respiración habitualmente pausada de su jefe. Michel pronunció una frase en voz baja y aunque Fred no logró entenderla, supo que se trataba de una plegaria.
El resultado del cálculo era concluyente: la bóveda iba a impactar contra la Tierra en menos de seis horas.