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—¿Es que se ha vuelto loco? —dijo Nathan Maguiere—. ¿Ha visto esa muralla? Usted mismo ha dicho que cubre todo el planeta. ¿Cómo quiere que acabe con ella, con mis poderes mágicos de superhéroe?

—Nada de eso, señor Maguiere. Basta con usar el cerebro y algo de ciencia. Permítame explicárselo —dijo Janus Goldman, mientras se encendía un cigarrillo.

La mujer que acompañaba al científico no le quitaba el ojo de encima a Nathan, estudiando sus movimientos y reacciones.

—En primer lugar, es imprescindible entender el origen del problema. ¿Recuerda el famoso núcleo X? ¿Aquel que generó la pequeña bóveda en el 48? —dijo Goldman.

Nathan asintió.

—Pues bien, hemos descubierto el núcleo que ha generado la gran bóveda que ahora envuelve a la Tierra. Esta vez no se trata de una roca de unos pocos centímetros. Nuestro núcleo X tiene las dimensiones de un bloque de pisos de dos plantas. Se encuentra en un punto de la selva de México, enterrado a unos trescientos metros de profundidad.

—Antes mencionó que detectaron radiaciones X en la selva mexicana hace sesenta y cinco años —recordó Nathan.

—Así es, señor Maguiere. Y ahora hemos vuelto a hallarlas, exactamente en el mismo punto en el que las descubrimos hace tanto tiempo. Solo que esta vez la radiación es diez mil veces superior a la del pasado.

—¿Qué es esa cosa? ¿Están seguros de que no es de origen… extraterrestre?

—Técnicamente la roca es de origen extraterrestre, pero los estudios geológicos afirman de modo concluyente que lleva ahí debajo más de cien mil años. A mi entender, eso descarta un plan premeditado de una…, y cito las palabras del general Olsen, «inteligencia hostil extraterrestre» —dijo con una sonrisa torcida—. En mi opinión, ese gran fragmento de roca es el resultado de la colisión de un meteorito de grandes dimensiones, hace miles de años.

La mujer de pelo corto miró a Nathan de arriba abajo, evaluándole. Por la sonrisa despectiva que asomó en su cara, estaba claro que no había pasado el examen.

—Verá, cuando descubrimos el núcleo X, este fue objeto de muchos estudios y análisis. Investigamos sus características, su constitución y sobre todo invertimos mucho tiempo en descubrir sus puntos flacos. En aquella ocasión, la bóveda había aparecido en el desierto, pero ¿y si hubiese aparecido en medio de Nueva York o de Washington? ¿Y si volvía a aparecer? Aquel material era sumamente resistente a cualquier tipo de ataque, aparentemente nada podía dañarlo.

Janus Goldman miró por la ventana y contempló el cielo.

—Días antes de que el núcleo desapareciese, y después de tres años de estudio infructuoso con las tecnologías más punteras, vimos la luz —dijo el científico—. El hecho es que encontramos una forma sencilla, casi rudimentaria, de dañar aquel material utilizando una combinación de explosivos. Y ahora tenemos que hacer lo mismo.

—Si ya saben cómo destruirlo, ¿para qué me necesitan?

—Verá, señor Maguiere, el núcleo se encuentra en la selva de México, en el interior del cenote más profundo del mundo.

—¿Cenote? —preguntó Nathan.

—Es una dolina inundada, muy típica en los paisajes kársticos —respondió el científico.

—En cristiano, por favor.

—Básicamente, un cenote es una cueva a la que se le ha derrumbado el techo y que se ha llenado de agua —explicó Goldman—. En México hay muchos y el cenote del Zacatón es el más profundo de todo el mundo. Tiene trescientos diecinueve metros de profundidad. Hace varios años, Jim Bowden alcanzó los doscientos metros de profundidad y estableció un récord de inmersión al hacerlo. Su mentor y amigo, Sheck Exley, murió intentando lo mismo —dijo Goldman buscando el reconocimiento de Nathan.

Sin embargo, él no sabía nada de aquellos tipos. A pesar de ser un buceador experto, no le interesaban los récords, ni obtener la admiración de nadie. Aquel mundillo no era el suyo, él solo buceaba por su propio placer.

—No les conozco —dijo Nathan secamente.

La mujer movió la cabeza y torció el gesto con desprecio al escucharle.

—Oh… bien, eso no es importante —dijo Goldman venciendo la sorpresa—. En el año 2007, el cenote fue explorado por un submarino robótico creado por la NASA, llamado Deep Phreatic Thermal Explorer, «Clementina» para los amigos. Este robot es el único en el mundo capaz de encontrar su camino en cuevas sumergidas y obtener muestras para buscar vida en ellas. El submarino cartografió completamente el cenote y obtuvo un plano muy detallado en tres dimensiones.

El científico pulsó un botón y una nueva imagen apareció en la pantalla. Era una reproducción del interior de la cueva subterránea. Tenía la forma de un cilindro alargado, como un tubo de ensayo gigante, pero sus paredes estaban plagadas de salientes, cuevas y pequeños corredores que se extendían como las raíces de un árbol bajo el suelo. Perderse en uno de aquellos recovecos significaría una muerte segura.

—¿Y el núcleo X gigante se encuentra allí, en el fondo? —preguntó Nathan.

—No exactamente.

Goldman cambió de diapositiva. La nueva mostraba el mismo mapa del cenote al que le habían añadido una pelota en uno de los lados.

—La medición de las radiaciones indica que se encuentra a doscientos metros de profundidad y a sesenta metros de la pared oeste del cenote, justo aquí —dijo señalando la pelota con un puntero láser—. Hay una grieta que parte del cenote y que se va estrechando poco a poco, hasta tener algo más de un metro de diámetro junto al núcleo.

—Entonces lo tienen fácil —dijo Nathan—. Basta con que bajen un minisubmarino hasta ahí y revienten el núcleo.

—Eso nos complacería mucho si funcionara, pero no es el caso. La situación es mucho más compleja, señor Maguiere. Existen diversos factores que impiden llevar a cabo su… audaz propuesta. En primer lugar, recuerde que las máquinas dejan de funcionar a determinada distancia del núcleo X, y en este caso, al ser de mayor tamaño, esa distancia también aumenta. Cualquier dispositivo deja de funcionar a menos de cien metros del núcleo.

—¿Entonces, cómo lograron cartografiar la cueva con el robot?

—La exploración se produjo hace varios años, señor Maguiere, pero las radiaciones que dañan los elementos electrónicos han aparecido hace pocos días.

Nathan reflexionó unos segundos.

—Pues dejen caer los explosivos hasta el fondo envueltos en algún aislante. Pueden usar una mecha de trescientos metros, revestida de algún material impermeable, y accionarla desde arriba.

—Desgraciadamente, eso solo provocaría un bonito géiser de agua verde en medio de la selva y nos quedaríamos sin la única posibilidad real de desactivar el núcleo. Para que los explosivos hagan su efecto, es necesario ponerlos en contacto directo con el núcleo a través de esto.

El hombrecillo extrajo una pequeña caja de su bolsillo y la abrió con delicadeza. Un cristal verde de forma circular apareció en su mano.

—Es un compuesto de diamante sintético que creará un efecto amplificador. Los explosivos por sí mismos ni siquiera le harían un rasguño al núcleo, pero unidos a él, a través de esto, lo harán añicos. Pero para eso necesitamos que alguien baje allí y lo ponga en contacto directo con el núcleo.

—Ha dicho que la grieta que conduce al núcleo se encuentra a doscientos metros de profundidad.

Goldman asintió.

—Bien, seguro que tiene a más de un hombre que puede alcanzar esa distancia. No me necesita a mí —dijo Nathan.

El rostro de la mujer silenciosa se crispó visiblemente. Sus labios se cerraron con fuerza mientras le dedicaba una mirada francamente hostil.

—Tenemos varios hombres que reúnen los requisitos, señor Maguiere. Pero siete de nuestros mejores buzos han muerto en la tarea y otros diecisiete han resultado heridos, algunos de ellos, de mucha gravedad. Las condiciones ahí abajo son francamente adversas. Se trata de un medio muy ácido, con visibilidad prácticamente nula. Hay que moverse a una profundidad enorme y arrastrar una carga de explosivos a través de un laberinto traicionero de cien metros.

—Sus mejores hombres han muerto intentándolo. A mí me sucedería lo mismo.

—No le he hecho venir por azar ni por diversión. Hemos estudiado miles de expedientes hasta dar con alguien como usted —continuó Goldman—. Conozco cada misión que llevó a cabo en el ejército durante todos los años que pasó en él, señor Maguiere. Usted tiene un talento, una habilidad especial para soportar profundidades extremas, y lo que es igual de importante, su sentido de la orientación en esas circunstancias es casi inhumano. He leído unas diez veces el informe del rescate del Ullapool, señor Maguiere, aquello fue simplemente increíble.

—Eso fue hace mucho tiempo. Contaba con medios de apoyo y, sobre todo, tuve mucha suerte.

—No se engañe. Ese don no se pierde con el tiempo. Además, no ha dejado de bucear en estos años y ha seguido realizando inmersiones profundas durante todo este tiempo.

—¿Me han estado espiando?

—Algo así.

Nathan miró por la ventana y respiró profundamente. Había pertenecido a la élite del cuerpo de rescate de los marines durante varios años, pero de eso hacía mucho tiempo. El incidente del Ullapool había sucedido ocho años atrás. El submarino nuclear había quedado atrapado a doscientos veinte metros de profundidad, sobre una fosa abisal. Cuando Nathan y el equipo de rescate llegaron al lugar, su minisubmarino de rescate, en el que iban a evacuar a la tripulación, sufrió una avería. No quedaba tiempo para subir a la superficie y repararlo, así que Nathan salió al exterior y permaneció ocho minutos en apnea, a más de cien metros de profundidad, hasta que consiguió repararlo. Pero eso ocurrió hacía mucho tiempo y había tenido mucha suerte, tanta que ni él mismo era capaz de creérselo. Ahora seguía realizando inmersiones a gran profundidad, pero eran relativamente cortas y por puro disfrute. No estaba capacitado para algo semejante.

—Seguro que esos hombres estaban mejor preparados, yo no lo haría mejor —insistió con sinceridad.

—Estoy de acuerdo contigo, no llegarías ni a la mitad del camino —dijo la mujer, encarándose con Nathan. Sus palabras rezumaban odio—. Te lo dije, Janus, este tío es un pedazo de mierda y un cobarde. Su hijo debería sentir vergüenza de él.

Nathan se levantó de su asiento y avanzó hacia ella, enfurecido. Goldman se interpuso entre ellos.

—Basta, Nadia —dijo el científico.

—La próxima vez que menciones a mi hijo olvidaré el hecho de que eres una mujer. Recuérdalo —dijo Nathan fríamente.

La mujer le sostuvo la mirada con indiferencia.

—Calmémonos, no estamos en el patio de un colegio —dijo Goldman.

Nathan y la mujer se midieron durante unos segundos de tensión. El científico se volvió hacia él, mirándole seriamente.

—Bien, señor Maguiere, le he expuesto la situación lo mejor que he sabido. Solo le pido que piense que hay muchas vidas en juego, incluidas las de su familia.

Nathan se quedó unos instantes pensativo, contemplando la imagen de la cueva laberíntica.

—Tiene cinco minutos para decidirse, ni uno más —dijo Goldman.