8

Eva Maguiere contemplaba fijamente el agujero negro mientras se dirigían directos hacia él. La temperatura aumentó de forma considerable según se aproximaban a aquella cosa. La bóveda roja en que se había convertido el cielo parecía desprender mucho calor.

—No vamos a cometer el mismo error que el Airbus —dijo Jim—. ¡Agarraos!

El comandante se volcó sobre los mandos orientando al máximo el morro del avión hacia el suelo. La nave dio un violento tirón y se escucharon golpes y gritos en la zona de pasajeros próxima a la cabina. Eva sufrió un ataque de vértigo al contemplar el suelo desde aquella posición casi vertical. El avión descendió prácticamente en picado durante unos segundos que parecieron horas. Poco a poco se fueron distanciando del agujero mientras el Airbus se precipitaba hacia la superficie.

A medida que se alejaban, la velocidad del avión aumentaba, impulsado por la fuerza de sus motores.

—Cuando te avise, reduce la potencia a la mitad, Tommy —anunció el comandante.

—De acuerdo.

El avión seguía descendiendo peligrosamente a gran velocidad, pero el piloto no quería correr el riesgo de verse atraído de nuevo hacia el agujero.

—¡Ahora! —rugió Jim.

La estructura del avión volvió a crujir por la deceleración y Eva se temió lo peor, pero el comandante consiguió estabilizar la nave poco a poco, mientras se reducía la velocidad de vuelo considerablemente.

—Los indicadores se están recuperando, Jim —informó el copiloto.

—Comprueba las comunicaciones.

—Vuelo AA 223 a torre de control del aeropuerto internacional de Los Ángeles —dijo Tommy.

—Aquí, torre de control. Vuelo AA 223, informe de su situación.

—Vuelo AA 223 a torre de control. Hemos perdido la información de varios indicadores y andamos justos de combustible. Solicitamos permiso para aterrizar urgentemente.

El controlador tardó unos segundos antes de contestar.

—Tienen permiso para aterrizar. Pista tres —dijo finalmente.

Eva suspiró aliviada. Llegar a tierra era lo único que tenía en mente. Pisar el suelo e ir en busca de sus hijas.

—Jim, voy a ver cómo están los pasajeros —anunció Eva.

—De acuerdo. Voy a informar por el altavoz de que la situación está controlada.

Eva salió de la cabina. El escenario que encontró fue dantesco. Las máscaras de seguridad habían saltado y pendían del techo como columpios rotos. Varios pasajeros estaban en estado de shock y hubo que atender y reanimar a varios heridos. Afortunadamente, había un médico, lo que facilitó la tarea. A los diez minutos, el comandante anunció que iban a aterrizar.

El silencio se apoderó del avión durante la maniobra de aterrizaje. Solo se escuchaba algún rezo esporádico y el sollozo entrecortado de varios pasajeros. El avión pisó tierra suavemente y avanzó por la pista de aterrizaje hasta detenerse. El pasaje y la tripulación estallaron en una explosión de júbilo. Todos eran conscientes de que seguían vivos de milagro. Pero al abandonar el avión y observar el manto rojo que forraba el cielo, la sonrisa abandonó el rostro de la gente. Nadie podía creer lo que estaba pasando.

Eva se despidió a toda prisa de la tripulación y se dirigió hacia el aparcamiento. A su alrededor había estallado el caos más absoluto. Ella no había visto caer ningún avión, pero las columnas de humo negro contra el fondo rojizo indicaban lo que había sucedido. La gente a su alrededor corría, gritaba, rezaba o simplemente miraba el cielo, sin querer creer lo que veían sus ojos.

Sin embargo, Eva tenía otra preocupación en su cabeza. Lo primero que hizo al bajar del avión fue llamar por teléfono a su asistenta, Sara, pero no había cobertura en el móvil. Localizó una cabina de teléfono y descolgó el aparato. Tampoco había línea. Eva estaba muy inquieta. No podía quitarse de la cabeza la última frase que había pronunciado Sara antes de que se cortase la línea.

—Su marido está aquí. Dice que ha venido a por las niñas, que había hablado con usted, pero está un poco… raro —le había dicho la mujer en voz baja.

—Eso no es cierto, no he hablado con él —contestó Eva perpleja—. No dejes que se las lleve.

—No se preocupe señora, no le …

En ese momento la línea se cortó, y por más que volvió a intentar hablar con Sara, no lo logró. Y ahora estaba realmente preocupada. Eva llegó al aparcamiento e insertó su tarjeta de empleada en el dispositivo de pago automático. La tarjeta se quedó dentro mientras la pantalla de la máquina parpadeaba alocadamente. Estaba estropeada. Eva comprobó que toda la hilera de cajeros estaba igualmente fuera de servicio. Tendría que salir de allí sin pagar el tique.

Al avanzar por el aparcamiento comprobó que tampoco le habría resultado de mucha utilidad pagar el billete. Una fila interminable de coches permanecía parada frente a la barra de seguridad de la salida. Tampoco funcionaba. Los conductores gritaban exasperados entre el estruendo de los cláxones, mientras un grupo de personas trataba de levantar la barrera manualmente.

Eva alcanzó su plaza y sacó las llaves de su moto. Arrancó su BMW 800 y se dirigió a toda prisa hacia la salida. Esquivó el mar de coches y al llegar a la barrera de control se acercó peligrosamente a la pared y se coló por el pequeño hueco existente. El lateral de la moto rozó ligeramente con el murete de piedra y a punto estuvo de caerse, pero finalmente logró salir del recinto.

Su casa estaba a veinte kilómetros del aeropuerto. En condiciones normales tardaría unos quince minutos en llegar, pero las carreteras estaban totalmente colapsadas. Los semáforos no funcionaban correctamente y varios coches se habían quedado detenidos en medio de las vías, creando una red de atascos monumentales. La gente salía de sus vehículos y contemplaba con asombro el espectáculo sobre sus cabezas. Varios helicópteros de la policía volaban bajo un cielo escarlata, surcado por finas líneas que emitían pequeños destellos de luz.

Eva se habría detenido como los demás, pero estaba centrada en conseguir su objetivo. Tenía un mal presentimiento y necesitaba llegar cuanto antes a su piso. Al entrar en la ciudad, comprobó que el caos reinante en el aeropuerto y la autopista se había extendido por sus calles. Todos habían dejado de trabajar o atender sus ocupaciones, y miraban hacia el cielo, algunos incrédulos y otros, la gran mayoría, atemorizados.

Eva esquivó un coche que se encontraba en medio de la carretera y, ante el colapso de la vía principal, decidió tomar un atajo. Enfiló por una vía en dirección prohibida y tomó un callejón que le hizo ganar mucho tiempo. Eva llevaba montando en moto desde que tenía ocho años y se podía considerar una experta motociclista, aunque nada temeraria. Por eso se sorprendió a sí misma ante su intrépida y arriesgada carrera.

Cuando alcanzó el cruce de dos calles muy importantes, la vía estaba tan colapsada que no logró encontrar hueco. Eva gritó a los peatones que se apartaran mientras se subía a la acera imprudentemente. Medio kilómetro más tarde, había logrado salvar el atasco y volvió a la carretera. Ya estaba muy cerca.

Al llegar a su bloque de pisos, divisó a un grupo de gente reunida en torno a un hombre desarrapado que se dirigía a ellos hablando desde un cubo de basura. Eva los obvió y aparcó la moto de mala manera frente a su portal. Al quitarse el casco pudo escuchar un fragmento de la arenga que aquel tipo lanzaba a sus oyentes.

—Y en el séptimo día, el cielo se teñirá de rojo y llorará lágrimas de sangre por nosotros, pecadores. Es hora de arrepentirse, pues el fin está cercano —dijo con vehemencia—. Amén.

—Amén —corearon varias voces a su alrededor.

Eva no sabía qué estaba ocurriendo, pero no creía que tuviese mucho que ver con el apocalipsis descrito en el Antiguo Testamento. Además, ahora poco le importaba aquello. Abrió la puerta del portal y subió las escaleras corriendo. Al llegar al descansillo, se acercó a su puerta y sacó las llaves, pero no iban a hacerle falta; la puerta estaba ligeramente abierta, solo un dedo. La niñera nunca la dejaría así. Su corazón se aceleró y una gota de sudor frío resbaló por su frente.

Eva entró en su apartamento. Todo parecía estar en orden y la vivienda se hallaba en absoluto silencio.

—¿Sara? —preguntó.

La niñera no respondió.

—¿Cindy? ¿Laura? —gritó.

Sus hijas tampoco respondieron. Parecía que la casa estaba vacía.

Eva comenzó a recorrer la vivienda muy nerviosa. Empezó por la habitación de las niñas y después fue al cuarto de juegos. Todo parecía en orden aunque Eva echó en falta las dos muñecas favoritas de sus hijas. En el salón y la sala de estar tampoco había nadie. Su propia habitación permanecía cerrada, tal y como siempre la dejaba. Al pasar adentro, comprobó que también se encontraba vacía. Solo quedaba la cocina.

Eva se dirigió hacia allí muy agitada. Al entrar, tuvo la certeza de que algo iba mal. El teléfono pendía de la pared, descolgado, probablemente como lo había dejado Sara, y había un olor intenso en el ambiente. Eva dio un par de pasos y tropezó con algo que había tirado en el suelo. Al bajar la vista dio un grito.

La punta de un zapato negro asomaba por debajo de la mesa de la cocina, junto a un charco rojo. En medio de la sangre había un objeto pequeño y dorado. Se trataba del anillo de casados de David, su marido.

—Por Dios, David, ¿qué has hecho? —dijo para sí con un estremecimiento.

Eva venció el miedo y se agachó. La sorpresa inicial dio paso al horror, al comprobar que no era su ex marido el que yacía allí.

Sara, su niñera, estaba tumbada en el suelo, con las manos descansando sobre el pecho y los ojos cerrados. Tenía un corte profundo que le atravesaba el cuello de lado a lado. Estaba muerta. Alguien le había pintado dos símbolos rojos en la frente utilizando su propia sangre.

El primer dibujo era parecido a un tridente con el brazo central más largo y varias líneas cortas saliendo de los tres ramales. El otro era una especie de sol, un sol rojo.