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No todos los días un muerto le llamaba a uno por teléfono.
Por eso al ver aquel nombre parpadeando en la pantalla del móvil, Michael Winslow se quedó estupefacto. El director de Operaciones de la NASA dejó a un lado el mapa en el que estaba trabajando y guardó el rotulador en su bolsillo. Su amigo Reinaldo Arenas le estaba llamando a su número particular, pero el astrónomo había muerto hacía poco, justo antes de que el cielo se tiñese de rojo.
¡Pero qué estúpido! El cansancio le estaba jugando una mala pasada, haciendo que se comportara como un necio. Claro que no podía ser Reinaldo. Probablemente se trataría de su mujer o de algún familiar que llamaba por error.
Michael pensó en no cogerlo, pero en el último instante pulsó el botón verde. Las comunicaciones telefónicas cada vez funcionaban peor y tal vez no volviera a tener la oportunidad de saber quién era.
—¿Dígame?
—¿Michael Winslow? —preguntó una voz de hombre con un marcado acento español.
—Soy yo. ¿Qué desea?
—Mi nombre es Antonio Fuentes. Soy el ayudante del profesor Reinaldo Arenas. Verá, ayer le mandé un correo electrónico con un informe sobre la muerte del profesor Arenas.
Michael lo había recibido, pero aún no lo había leído.
—Como podrá comprender, hemos tenido unos días muy complicados aquí. De hecho, no tengo demasiado tiempo y…
—Lo sé, señor Winslow, pero creo que este asunto es prioritario —le interrumpió Fuentes—. El profesor Arenas descubrió algo de suma importancia antes de morir y me llamó muy agitado.
—Está bien. ¿De qué se trata? —respondió Winslow movido por el sentimentalismo y una pizca de curiosidad. Además, le debía una al viejo Reinaldo.
—El profesor Arenas dedicó sus últimos momentos a realizar unos cálculos astronómicos muy complejos en uno de los ordenadores del observatorio, aunque desgraciadamente, esa información se perdió con el terremoto. No obstante, dejó varios folios con sus cálculos y su nombre aparecía en una hoja junto a una secuencia de letras y números subrayados en rojo.
—No quiero parecer irrespetuoso, pero le pido que vaya al grano. Tengo muchos asuntos de los que ocuparme —contestó Michael.
—Verá, creo que ese descubrimiento puede estar relacionado con la extraña situación actual. No lo puedo demostrar y aún no soy capaz de interpretar el sentido de sus cálculos. Solo sé que hacen referencia a algo que el profesor descubrió en una zona del espacio situada entre la Tierra y Marte.
—Entenderá que, en la situación actual, esa información no me parezca prioritaria.
—Lo sé, señor, pero aun así creo que debería tener en cuenta esa posibilidad. Solo le pido que le dedique unos minutos a mi informe y que repase las notas del profesor Arenas.
—Veré lo que puedo hacer, pero no le prometo nada… Un momento, señor Fuentes, ¿qué es lo que el profesor Arenas escribió subrayado en rojo junto a mi nombre? —preguntó sin poder escapar a la curiosidad.
—Era una anotación muy breve, señor Winslow: 30K120H10T. ¿Le dice algo?
—No, nada en absoluto —respondió Michael tras cavilar unos instantes—. Por cierto, ¿aún funciona su telescopio?
—Está operativo, aunque tiene algunas limitaciones —respondió Fuentes.
—Bien, me gustaría que hiciese unas observaciones por mí.
—Pero el cielo está cubierto por esa capa roja, no se puede ver gran cosa más allá.
—Precisamente se trata de eso, señor Fuentes. Tengo una pequeña teoría con respecto a esa capa que nos envuelve y querría comprobar unos datos —aclaró Winslow.
El director de Operaciones de la NASA pasó los siguientes diez minutos explicándole a Antonio Fuentes lo que quería de él. El astrónomo español se mostró más y más interesado a medida que iba conociendo sus intenciones, y al finalizar la charla le expresó su disponibilidad absoluta.
Michael Winslow colgó el teléfono y, por un instante, el recuerdo de su hermano Paul acudió a su mente. En otras circunstancias, Paul habría sido tratado como un héroe que había dado su vida por su país. Pero en aquella situación anárquica, la reciente explosión del Endeavour se había desvanecido como una gota de agua en el mar de caos. No había tiempo para dedicárselo a los muertos.
El hombre dejó los sentimientos a un lado y continuó con el trabajo. El mejor tributo que podía rendirle a su hermano era encontrar una explicación a todo aquello y el científico tenía una teoría. La señal de los satélites en órbita llegaba de forma irregular sin seguir aparentemente un patrón. Cuando los satélites sobrevolaban determinadas zonas, su señal se hacía muy débil e incluso se llegaba a perder, pero al salir de esas áreas oscuras, la señal quedaba restablecida casi en su totalidad.
Michael pasó el resto de la mañana dibujando sobre un mapa esas fluctuaciones. Cuando hubo acabado, miró el mapa y se quedó impresionado por el resultado. Era simplemente demoledor.
Aquellas zonas se correspondían casi con exactitud con el perímetro de las dos ciudades más importantes de la Costa Este de Estados Unidos, Washington y Nueva York.