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Brent y Nathan Maguiere se encontraban bajo el agua, a tres metros de profundidad, cumpliendo a rajatabla el estricto protocolo de seguridad de buceo. Si por ellos fuera, haría un buen rato que habrían ascendido a la superficie, pero tenían que seguir las normas. Padre e hijo se miraron y sonrieron con complicidad; la inmersión había resultado un auténtico aburrimiento. El grupo de turistas que les acompañaba estaba formado por principiantes y padre e hijo habían tenido que estar encima de ellos en todo momento mientras exploraban una gruta de dificultad mínima.

Pero al menos habían disfrutado de la pasión que les unía, el buceo. Cada vez que Nathan se sumergía bajo las aguas, todos los problemas del mundo terrestre desaparecían. Allí abajo se encontraba a sus anchas. Nada de facturas que pagar ni proveedores demasiado insistentes, nada de ruido y, sobre todo, nada de Eva. Su ex mujer no era mala chica, aunque le hubiera dado la patada hacía unos años, pero tenía un carácter muy fuerte y era demasiado protectora con Brent. Al fin y al cabo, el chico tenía dieciséis años, ya era suficientemente mayorcito como para darse un revolcón con alguna amiguita en el asiento de atrás del viejo chevy. ¡Qué demonios! Ojalá se lo pudiese dar él mismo.

Precisamente, unas horas antes de su inmersión, Nathan había recibido una llamada suya. Estuvo a punto de contestar, pero tenía que atender a unos turistas y no estaba de humor para discutir con Eva si era o no prudente que Brent tuviese ya un coche. Nathan se lo había comprado por su dieciséis cumpleaños, sin consultárselo a Eva. Sabía que tendría que haberlo hablado con ella, pero la simple idea de enfrentarse a Eva por aquel asunto, le venía grande. Así que decidió no coger el teléfono. Su ex mujer era una experta en dejar mensajes de cinco minutos de duración en los que explicaba clara y razonadamente lo que quería y cómo lo quería. Ya lo escucharía cuando saliera del agua. Además, Eva tenía que aterrizar en el cercano aeropuerto de Los Ángeles esa mañana, así que luego se pasaría a verla y hablarían de Brent. Nathan observó unos instantes a su hijo bajo el agua. Había que reconocer que el chico trabajaba bien, pensó Nathan sin reprimir el orgullo que sentía.

El primero en notar algo extraño fue el propio Nathan. Al mirar hacia arriba, la superficie del agua estaba anormalmente oscura. Era como si en el exterior hubiese una densa capa de nubes que tapara la luz del sol. Pero Nathan sabía que hacía solo media hora el cielo se hallaba completamente despejado. Además, el parte meteorológico de la agencia estatal había pronosticado un sol radiante para los tres próximos días.

Su hijo Brent también lo había notado. Su padre le indicó por señas que se quedase con los turistas y decidió saltarse el protocolo. Unos pocos segundos, a tan poca profundidad, no serían un problema para un veterano con más de cuatro mil inmersiones a sus espaldas.

Desde que había dejado el ejército y había montado aquel negocio, Nathan había empezado a disfrutar realmente del buceo. Antes había pertenecido al cuerpo de élite de buceadores de los marines, y había realizado tantas misiones de alto riesgo, que ya no las recordaba, ni quería hacerlo. Su apodo militar era el Ciego, aunque algunos también le llamaban Batman o el Murciélago. El origen de aquellos motes era el mismo. Nathan se manejaba como nadie en aguas profundas y con visibilidad nula. Parecía que tenía un sexto sentido para orientarse en condiciones extremas allí abajo. Él lo atribuía socarronamente a las horas que pasó jugando a las cartas en la prisión militar. Había tan poca luz que había que jugar casi a ciegas para ganarse unos cuantos dólares.

Nathan dio las últimas brazadas y asomó la cabeza a la superficie. El pelo rojo y mojado se le pegó a la frente mientras contemplaba asombrado el cielo tras los cristales de sus gafas de buceo.

Era… rojo.

Al principio creyó que se trataba de un efecto óptico producido por el agua sobre el cristal, pero al quitarse las gafas salió del error.

El cielo seguía siendo… rojo.

Era como si alguien hubiese derramado un bote gigante de pintura roja sobre una inmensa bóveda de cristal que cubría todo el cielo.

De repente vio algo que le hizo olvidar el color sangre del cielo. Un avión caía en picado hacia el lugar donde se encontraban, con los motores incendiados y fuera de control. Por los colores que lucía el aparato se trataba de un avión de American Airlines. Aunque no podía estar seguro, parecía un Boeing 737, el mismo modelo en el que volaba Eva. Nathan no tuvo tiempo de analizar la posible coincidencia, el avión se iba a estrellar sobre ellos.

El hombre se volvió a sumergir e indicó por señas a su hijo y al resto del grupo que no subiesen. Al principio sus rostros reflejaron confusión, no tenían demasiado oxígeno y no comprendían el peligro que les amenazaba. Pero Nathan insistió firmemente y les ordenó seguirle. El grupo comenzó a descender hacia la pequeña gruta situada a unos quince metros de profundidad. Allí estarían menos expuestos. Un instante antes de alcanzar la cueva, Nathan alzó la cabeza y vio una enorme sombra precipitándose hacia ellos. Su hijo se giró, pero él le hizo avanzar y entrar en la boca de la gruta submarina.

El morro del avión impactó contra la superficie y se produjo una tremenda explosión. Había chocado contra el agua prácticamente en picado, con lo que gran parte del aparato se desintegró en el acto. Las ondas provocadas por la colisión avanzaron por el agua violentamente. Uno de los turistas, el más cercano a la salida, se vio despedido hacia atrás y chocó con fuerza contra la pared de rocas. Una lluvia de piezas metálicas salió disparada en todas direcciones, como si hubiese explotado una bomba de racimo, pero la cueva les protegió de lo peor.

Después de unos minutos, la situación pareció estabilizarse. A Nathan le hubiera gustado esperar más tiempo antes de abandonar la relativa seguridad de la gruta, pero no quedaba demasiado oxígeno. Además, un turista había salido despedido y tenía un corte en el hombro que precisaba atención médica. Nathan ordenó por señas a todos que le siguieran. El grupo salió de su refugio y los turistas observaron impresionados el espectáculo ante sus ojos. Estaban rodeados de una nube de asientos arrancados de cuajo, maletas, trozos del fuselaje de diversos tamaños y otros restos del avión dispersados por todas partes.

Un poco más adelante, Nathan distinguió una silueta humana completamente inmóvil y cambió el rumbo. No podían hacer nada por aquel hombre y no quería que los buzos lo vieran, especialmente su hijo.

En ese momento, Brent le hizo una seña. Una de las turistas, una chica bastante atractiva con la que su hijo había estado flirteando, estaba en apuros. Nathan se dirigió a toda prisa hacia allí. Al llegar se dio cuenta de lo que sucedía. La pierna de la joven se había quedado enganchada en un resto del avión.

La chica estaba muy nerviosa y, cuando Nathan comprobó el manómetro de su botella de aire comprimido, sus temores se hicieron realidad. Apenas le quedaba aire. El hombre indicó a su hijo que se alejase de la zona y subiese a la superficie con el resto del grupo. Nathan tranquilizó a la chica e intercambió la botella de oxígeno con ella. La suya tenía un poco más de aire, pero tampoco demasiado. Su hijo le miró preocupado, aunque acabó por obedecerle. El hombre les vio alejarse y después se centró en la pierna de la joven. Estaba atrancada en una pieza metálica a la altura del tobillo.

Nathan hizo fuerza hacia un lado sobre el pedazo de metal e indicó a la joven que intentase liberarse, pero la bota se mantuvo anclada. A medida que pasaba el tiempo, la chica se iba poniendo cada vez más nerviosa, lo que hacía que aumentase peligrosamente su consumo de aire. Nathan continuó con sus esfuerzos durante varios minutos, con el mismo e infructuoso resultado. Miró su propio manómetro, preocupado. La botella estaba prácticamente vacía. En cualquier momento dejaría de respirar aire comprimido.

Nathan sacó un cuchillo de su cinturón y comenzó a cortar la goma de la bota de la muchacha. La chica brincó cuando el filo traspasó la superficie del calzado y rasgó su piel. El agua se tiñó débilmente de rojo con la sangre vertida, pero Nathan continuó en su empeño.

El hombre intentó respirar mientras continuaba con su labor, pero el aire no llegó a sus pulmones. La botella se había quedado vacía. Nathan cogió un instante el respirador de la chica, dio una larga bocanada y se lo devolvió.

Llevaba un tiempo sin entrenar, pero Nathan había sido el mejor buzo a pulmón libre de la armada. Aunque no había participado nunca en competiciones de apnea, sus registros podían competir con los mejores del mundo, y ahora lo iba a necesitar.

Nathan volvió a su tarea y consiguió rajar la bota de goma en uno de los extremos. Hizo presión sobre la pieza metálica y le pidió por señas a la chica que tirase de la pierna. Seguía atascada pero parecía que centímetro a centímetro conseguía liberarse. Nathan comenzó a ver borroso. Llevaba más de tres minutos sin respirar y estaba extenuado por el esfuerzo. Estaban a punto de conseguirlo, pero si se movía para tomar aire de la botella de la chica, perderían la oportunidad. Nathan hundió más el cuchillo y la joven, con un último esfuerzo, consiguió escapar. El buzo le hizo señas de que subiese a toda prisa pero la muchacha estaba desorientada. No sabía dónde se encontraba el fondo ni dónde la superficie. Nathan echó mano de sus últimas fuerzas y la arrastró hacia arriba. Esta vez no había tiempo para descompresiones, tendrían que arriesgarse o morir ahogados.

El ascenso se le hizo eterno, pero finalmente ambos salieron a la superficie. Había estado cerca de cuatro minutos sin respirar. Nathan tomó una bocanada de aire y un torrente cálido y maloliente le inundó los pulmones. Olía a queroseno quemado y una columna de humo negro se alzaba hacia el cielo rojizo. Las llamas de varios incendios devoraban los restos del avión que se encontraban esparcidos por la playa. Nathan arrastró a la chica unos metros y la encaramó sobre un trozo de fuselaje que flotaba a la deriva.

—¿Estás bien? —le preguntó a la joven.

—S… sí —respondió la chica aturdida. Una lágrima se deslizó por su mejilla mezclándose con el agua salada.

Nathan se dio la vuelta y miró hacia la playa. Brent y los otros turistas se encontraban en la arena mirando tierra adentro, a la zona del aeropuerto. Nathan se giró en aquella dirección y pronto comprendió qué llamaba la atención del grupo.

Aquel no iba a ser el único aeroplano que se estrellase aquel día. Al menos había otros cuatro aviones envueltos en llamas cayendo sin control en medio de un cielo rojo como la sangre. Varias columnas de humo en el horizonte sugerían que otras naves podrían haber corrido la misma suerte.

¿Pero qué coño estaba ocurriendo?, se preguntó.

Al menos confiaba en que ninguno de aquellos aviones fuese el de Eva. Nathan sujetó a la chica y la arrastró nadando hacia la playa. Poco antes de llegar, Brent les vio y se lanzó al agua en su ayuda. Entre los dos sacaron a la joven y la acomodaron sobre la arena. Padre e hijo se abrazaron.

—Papá, ¿estás bien?

—Sí, muchacho. No te preocupes.

La alegría inicial por ver con vida a su padre abandonó de repente el rostro de su hijo. El ruido de un motor aproximándose comenzó a sonar en la playa.

—¿Qué está pasando?

—No lo sé, Brent —contestó Nathan con franqueza.

—¿Crees que mamá iría en uno de esos…?

El chico no pudo acabar la pregunta.

—Estoy seguro de que no, Brent —respondió tratando de mostrar seguridad.

En ese momento, un helicóptero negro con los cristales tintados apareció por el este. Volaba muy bajo y se acercaba a toda velocidad. Al divisarles, el aparato varió ligeramente el rumbo y se dirigió directamente hacia ellos. Nathan no sabía quiénes eran, pero al menos podría pedir ayuda.

El aparato aterrizó en la playa a escasos metros, levantando un remolino de arena que les obligó a cubrirse la cara. Cuando el viento cesó lo suficiente, Nathan pudo ver a dos hombres acercándose a ellos. Vestían ropa militar de color negro sin ninguna insignia. No reconoció el uniforme. Los dos hombres llevaban gafas oscuras y portaban fusiles de asalto. El más alto le miró fijamente a través de sus gafas y se adelantó un paso.

—Usted es Nathan Maguiere —afirmó el hombre con un ligero acento extranjero.

Nathan permaneció impasible, estudiando a aquel tipo.

—¿Quién lo pregunta?

—Eso no es importante. Debe venir conmigo, señor Maguiere.

—Creo que te has equivocado, amigo. No tengo intención de ir a ninguna parte.

El hombre esbozó una sonrisa torcida y le lanzó una pequeña bolsa de tela negra que Nathan atrapó en el aire. Pesaba muy poco y contenía un objeto que no supo identificar al tacto.

—Me dijeron que contestaría eso, señor Maguiere. Abra la bolsa —le ordenó.

Nathan dudó, pero el desconocido desvió perceptiblemente el arma, apuntando a su derecha. Su hijo Brent estaba en aquella posición.

Nathan abrió la bolsa de lona. Contenía una pequeña carpeta negra sin ningún distintivo. El desconocido asintió, así que Nathan lo tomó como una invitación para abrir la carpeta. Al ver el contenido de la primera página, se quedó de piedra. Al pasar a la segunda hoja, su cara era la fiel imagen de la incredulidad.

—Ahora vendrá conmigo —ordenó el hombre de extraño acento.

Nathan no respondió. Miró un segundo al cielo rojizo y después volvió a mirar atónito el interior de la carpeta. El desconocido estaba en lo cierto; tenía que ir con él. De momento, Eva tendría que esperar.