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Steven no había vuelto a rezar desde el colegio, de eso hacía ya más de treinta años. No se sabía el padrenuestro ni ninguna otra de las oraciones de la iglesia, pero no paraba de pedirle al Creador que les favoreciese al menos en aquella ocasión.

—Solo esta vez, Señor, y nunca más volveré a pedirte nada —masculló entre dientes.

El hombre de negro repartió las cartas y Mike cogió las suyas lentamente. Steven temblaba como una hoja, pero su compañero parecía tranquilo, pese a que su futuro dependiese de aquella jugada.

Varios días atrás, cuando terminó la tormenta de rayos, Mike y Steven se habían dirigido a un centro médico cercano, a curarse sus heridas. Gran parte de sus ahorros se fueron con el tratamiento y las medicinas, por lo que se quedaron casi sin blanca y sin ningún «trabajito» a la vista. Según Mike, el único consuelo que les quedaba era que la tormenta de rayos no les había dejado asados a la parrilla, como le había sucedido a su anterior patrón.

De ese modo, habían acabado en un pueblucho perdido en medio del desierto, en una timba de póquer organizada en el mugriento bar local. Acababan de perder en la mano anterior todo el dinero que les quedaba y ahora se iban a jugar su última y más preciada posesión, su vieja furgoneta. Si la perdían, ni siquiera podrían salir de aquel agujero en busca de trabajo.

Mike estudió las cartas apretadas contra el tapete y movió la cabeza hacia uno y otro lado. El hombre de negro le miró fijamente y con una sonrisa lobuna lanzó un fajo de billetes sobre la mesa.

—Subo dos mil dólares más —dijo mostrando unos dientes cariados.

Otro de los jugadores, un gordo sudoroso que no paraba de beber Coca-Cola, rio nerviosamente y tiró las cartas sobre la mesa.

—Es demasiado para mí, Jack —dijo.

La rubia de bote que se sentaba al lado de Mike estudió sus cartas con una mueca desagradable y dejó ver su amplísimo escote un poco más. Llevaba toda la partida tratando de desconcertar al resto de jugadores con sus encantos, pero debía rondar los cincuenta años y hacía tiempo que había dejado atrás sus mejores días.

—¿Es que me quieres desplumar, cariño? —dijo con voz chillona—. Yo tampoco voy.

«Ahora viene mi turno», pensó Steven, asustado. No sabía las cartas que tenía su compañero, ni si aceptaría o no aquella apuesta. Mike se rascó la coronilla unos segundos y después eructó. Con un gesto suave cogió las llaves de la furgoneta y las depositó en el centro del tapete.

—Veo tus dos mil y subo otros dos mil —dijo Mike.

El corazón de Steven casi dejó de latir.

—¿Cuatro mil dólares? ¿Me tomas el pelo? —dijo el tal Jack—. Ese amasijo de hierros oxidados no vale ni dos mil quinientos.

—Dejémoslo en tres mil —respondió Mike sin inmutarse.

El hombre de negro lanzó una mirada codiciosa a la furgoneta a través de la ventana.

—Que sean dos mil ochocientos —dijo finalmente, dejando otro fajo de billetes en la mesa.

—Hecho.

Jack sonrió con mirada torva y puso las cartas boca arriba sobre la mesa. A Steven casi le da un infarto al ver su jugada.

Full de damas y dieces —anunció Jack orgulloso.

El hombre alargó las manos hacia la mesa, dispuesto a recoger el dinero y a llevarse las llaves de la furgoneta. Mike le cogió de la mano y le sonrió.

—Aún no has visto mi jugada —dijo mientras levantaba poco a poco las cartas.

Steven observó la escena como si estuviese en un cine estropeado. Parecía que una luz extrañamente rojiza se había colado por las ventanas y había inundado el bar, provocando que la imagen se deslizase a cámara lenta ante sus ojos: un siete, un cuatro, un cuatro, un cuatro…

El corazón estaba a punto de salírsele del pecho.

Mike levantó la última carta con deliberada lentitud: otro cuatro.

—¡Sí! —gritó Steven tirando la silla al levantarse de un salto.

Mike tenía un póquer de cuatros. La expresión de Jack se volvió tan negra como su traje, mientras Mike se apresuraba a recoger el dinero.

Entonces una explosión tremenda sonó en la calle. Al mirar por la ventana, Steven vio los restos humeantes de su furgoneta, totalmente calcinada. Acababa de explotar delante de sus narices.

Mike y Steven salieron del local a toda prisa, pero al pisar la calle se quedaron congelados en el acto. Una especie de tela roja tapizaba el cielo sobre sus cabezas, a juego con las llamas que se cebaban con su furgoneta. Aparentemente algo había caído sobre ella y la había incendiado en el acto.

—¿Qué está pasando, Mike? —preguntó Steven asustado.

—¿Cómo coño voy a saberlo? —replicó su compañero. Mike se quitó el sombrero vaquero y se rascó el cogote con gesto de incomprensión. Un instante después, una lucecita se encendió en el fondo de sus ojos.

—¡Joder, Steven! ¡Nuestro dinero! —gritó Mike mientras volvía a toda prisa al bar.

La mesa de juego estaba vacía. El hombre gordo estaba frente a la ventana, mirando atónito el cielo junto a la mujer del escote generoso. No había ni rastro del hombre de negro ni por supuesto de sus dos mil ochocientos dólares.