38
—Hemos llegado tarde —dijo su ex marido—. Los demás ya se han ido —añadió David mirando a su alrededor con los ojos inyectados en sangre.
Eva se quedó quieta, sujetando a las pequeñas contra su cuerpo, mientras buscaba a tientas la pistola que guardaba a la espalda.
—El gran maestre me mintió, me mintió —dijo David con voz temblorosa—. No nos han esperado, no. Se ha ido sin nosotros.
—¿Dónde se han ido, papá? —preguntó una de las niñas.
—Se han ido muy lejos, cariño. Se han ido de vacaciones. Pero no os preocupéis, nosotros también nos vamos a ir, aún estamos a tiempo —dijo David dando un paso hacia ellas—. Pero antes tenemos que tomarnos un buen vaso de leche caliente —añadió levantando la jarra.
—No te acerques a nosotras —dijo Eva con toda la firmeza que pudo reunir.
David detuvo su avance y la miró con odio.
—¿Qué ocurre, mamá? ¿Por qué os peleáis otra vez? —dijo Cindy.
—¿Y por qué no podemos irnos de vacaciones? —añadió Laura.
—Claro que podemos, cariño —dijo David—. Incluso mamá puede venir con nosotros. ¿No te das cuenta, Eva? ¿No ves que yo tenía razón? Nuestro tiempo aquí se acaba.
—David, lo que quieres hacer es una locura. Deja que nos vayamos, por favor —rogó Eva.
—¿Una locura? —gritó fuera de sí. Las gemelas se asustaron y se apretaron un poco más contra Eva.
David pareció recuperar la compostura y comenzó a hablar atropelladamente.
—¿Una locura? —repitió—. Mira al cielo. El gran Sol nos mandó la señal. Es tiempo de partir con nuestro padre Sol y abandonar este lugar maldito. La Tierra está condenada. La humanidad está condenada. ¿Es que no puedes verlo? Solo los Hijos de la Luz tendremos cabida en el nuevo mundo. Pero para eso tenemos que irnos ya, tenemos que iniciar el gran viaje y seguir al resto de nuestros hermanos, o será demasiado tarde. ¿Una locura? Quedarse aquí es una locura.
David dio un paso hacia ella y levantó el hacha amenazadoramente.
—Dame a la niñas —ordenó.
—No te lo permitiré —dijo Eva sacando la pistola y apuntando a su marido.
David dio un paso atrás, pero no bajó el hacha.
—¿Vas a dejar que tus hijas mueran abrasadas por padre Sol? —gritó fuera de sí—. Yo sí que no voy a permitirlo.
David se lanzó como un rayo hacia ella balanceando el hacha. Eva disparó, pero erró el tiro. Su marido cargó contra ella golpeándola en el pecho. La pistola se deslizó de sus manos y fue a parar a un rincón de la habitación. Soltó a las niñas y trató de hacerse a un lado, pero David la agarró con fuerza. Eva forcejeó con su ex marido y consiguió liberarse. Al separarse se dio cuenta de que sus brazos estaban empapados en sangre. No era suya, sino de David, que sangraba profusamente por un brazo. El disparo no había sido tan malo como había pensado.
Su ex marido se miró la herida y después le clavó una mirada llena de furia.
—Las niñas vienen conmigo —gritó abalanzándose contra ella.
Eva recibió todo el peso de David, salió despedida hacia atrás y se golpeó contra el muro. Se quedó sin aire en los pulmones y por un instante una cortina negra cubrió sus ojos. Oía lo que pasaba en la habitación, pero no podía reaccionar.
Sus hijas lloraban aterradas mientras David trataba de tranquilizarlas. Eva intentó gritar, pero no conseguía emitir ningún sonido.
—No os preocupéis pequeñas, vuestra madre está muy enferma. Se ha vuelto… loca —decía David—. Tenemos que irnos ya. Tomad, bebed de esta jarra.
Las pequeñas se resistían, pero Eva sabía que solo era cuestión de tiempo. La mujer hizo un esfuerzo sobrehumano y consiguió incorporarse. Su ex marido sujetaba por la muñeca a Cindy y trataba de que la pequeña diese un sorbo a la jarra. El hacha yacía a los pies de David, junto a la pequeña Laura, que no paraba de llorar.
La pistola se encontraba en la esquina opuesta de la habitación. Eva no tenía ninguna posibilidad de llegar a ella sin que David no se percatara. Entonces encontró algo debajo de la cama que le podía servir. Era un trozo de madera tallado en forma de tridente, como el símbolo del árbol de Josué que utilizaba la secta. La mujer se movió muy lentamente y logró coger el leño. Su ex marido pasaba la mano ensangrentada por la cabeza de la pequeña Cindy, tratando de tranquilizarla sin éxito.
—¡Quiero ir con mamá! —decía la niña.
Y por su vida que lo haría. Eva esperó unos segundos hasta que recuperó el control de su cuerpo y después se lanzó por detrás contra su ex marido. Levantó el trozo de madera y lo estampó contra la cabeza con un golpe duro y seco. David gimió, giró el cuello y la miró asombrado. Después gritó y se lanzó a por ella como si estuviese poseído. Pero Eva estaba preparada. Dio un paso hacia atrás y volvió a golpear con fuerza, esta vez en la cara. La boca de David se torció en un gesto imposible mientras varios dientes saltaban en todas direcciones. Su ex marido cayó pesadamente al suelo, a sus pies.
—¡Mamá! —gritó Laura.
—¡Chis! No te preocupes, mi vida, ya pasó todo —dijo Eva intentando tranquilizarla. Cindy tenía los ojos cerrados y se tapaba los oídos con las manos.
Eva soltó el madero y, con mucha sangre fría, comenzó a registrar el cuerpo de su ex marido hasta que encontró lo que buscaba en uno de los bolsillos del pantalón. Las llaves del todoterreno.
Eva abrazó a las niñas entre lágrimas.
—Tenemos que irnos, pequeñas —dijo dulcemente—. Volvemos a casa.
Agarró a las pequeñas y recorrieron el recinto en dirección a la salida. Entonces se dio cuenta de que un intenso color rojizo lo inundaba todo. Hasta ese momento, su cerebro había estado demasiado ocupado intentando salvar a las niñas, pero ahora era plenamente consciente de lo extraño de la situación. La luz que se filtraba por las ventanas estaba teñida de un rojo oscuro, rojo sangre.
Al abrir la puerta principal, se dio cuenta del motivo. Un escalofrío le recorrió el cuerpo. La bóveda había bajado tanto que había rebasado ya los picos de las montañas cercanas. Estaba tan cerca, que dentro de poco también alcanzaría el rancho Covax.
—Venid conmigo y no miréis arriba —dijo Eva tirando de sus hijas en dirección al todoterreno.
Cuando llevaba la mitad del camino recorrido, un grito a su espalda le heló la sangre.
—¡Eeeeeva! —Era la voz de David.
Eva aceleró el paso y alcanzó el vehículo. Intentó abrir la puerta, pero los nervios le impedían moverse con soltura. Finalmente consiguió meter la llave en la cerradura y sentó a sus hijas en el asiento de atrás.
—¡Devuélveme a las niñas, maldita! —gritó David.
Eva se metió en el coche y bajó el cierre de seguridad. Metió la llave en el contacto y arrancó. No pasó nada. Eva lo intentó una y otra vez desesperada mientras los gritos de su ex marido sonaban cada vez más cerca.
—Padre Sol está aquí. ¿No lo ves, estúpida?
David apareció por el retrovisor y golpeó con fuerza la ventanilla. El cristal aguantó la embestida, pero no lo haría mucho tiempo.
—¡Arranca, por favor! —dijo Eva desesperada.
David reía en el exterior mientras la atmósfera se hacía más y más roja. La cúpula seguía bajando y estaba tan cerca de ellos que pronto podrían tocarla con las manos. Un extraño zumbido eléctrico comenzó a inundarlo todo a su alrededor. Su ex marido se subió al capó del coche y la miró fijamente a través del cristal. Llevaba el hacha en una mano, mientras que el otro brazo colgaba inerte y cubierto de sangre.
—Nunca me creíste, estúpida, pero padre Sol estaba de mi parte —dijo con expresión de loco.
Eva trató desesperadamente de arrancar el coche.
—Y padre Sol quiere que mueras. —David levantó el hacha y la dejó caer con fuerza contra el cristal del parabrisas.