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Michael Winslow se rascó la cabeza y bostezó. Habían transcurrido varios días desde que el fenómeno de la gran tormenta alborotase el mundo. Apenas había dormido y las señales de cansancio se habían adueñado de su rostro ojeroso. Pero ningún alto cargo de la NASA podía permitirse el lujo de descansar en aquellas circunstancias, y él no era la excepción.
La sala de control del centro espacial Kennedy, en Cabo Cañaveral, estaba abarrotada por un centenar de personas que trabajaban sin descanso día y noche. Según sus mediciones, aquella extraña tormenta se había producido simultáneamente en diversos lugares de la Tierra y había tenido aproximadamente la misma duración: ocho minutos y catorce segundos. El desconcertante fenómeno había sido especialmente agresivo en el desierto de Mojave, el interior de Estados Unidos, el desierto de Gobi, al noroeste de China, y en el lago Michigan, cerca de la frontera con Canadá. Los científicos, entre los que se incluía él mismo, no tenían ni la más remota idea de su origen. Muchos apuntaban como posible causa el incremento de la actividad solar de los días previos a la tormenta. Esta energía podría haber influido sobre nuestro campo geomagnético, afectando a la ionosfera y a la superficie de la Tierra. Michael aceptaba que ambos fenómenos pudiesen estar relacionados, pero no compartía muchos puntos de aquella hipótesis.
Las otras teorías tampoco lograban explicar el fenómeno que se había convertido en el gran tema de conversación en todo el planeta. Periodistas, políticos, científicos, religiosos y, por supuesto, la gente de la calle, hablaban de la «gran tormenta» a todas horas. Pero nadie, ni una sola persona en la Tierra, era capaz de explicar qué había sucedido, ni lo que en su opinión era más importante: ¿volvería a repetirse?
Michael se pasó la mano por el escaso cabello que apenas cubría su cabeza y se centró en su trabajo actual. Desde que se produjo el fenómeno, las comunicaciones vía satélite habían comenzado a fallar. Su misión principal en ese momento consistía en solucionar aquel problema. Tras la tormenta, algunos satélites habían quedado inservibles mientras que otros, que en un principio no habían sufrido ningún desperfecto, comenzaban a fallar cada vez con más frecuencia.
Para echar más leña al fuego, hacía solo unas horas que había recibido una llamada desde el Observatorio del Roque de Los Muchachos, en Canarias. Se había producido un terremoto de magnitud media y el Gran Telescopio de Canarias había quedado parcialmente dañado. En el transcurso de aquel incidente, su amigo y antiguo compañero, el profesor Reinaldo Arenas, había muerto. Uno de sus ayudantes, un tal Antonio Fuentes, había insistido en hablar con él de un asunto de máxima urgencia, pero Michael no había podido atenderle. A los cinco minutos recibió un correo electrónico de Antonio Fuentes con un informe adjunto, y una única palabra en el asunto: «URGENTE». Michel no tenía tiempo, así que lo dejó momentáneamente a un lado y siguió con su trabajo. Lo sentía mucho por Reinaldo, pero tenía demasiadas cosas de las que ocuparse. El futuro de mucha gente estaba en sus manos.
—Un minuto para la cuenta atrás —dijo un ingeniero a su espalda.
—Procedamos —replicó Michael sin volverse.
Michael volvió a pasarse la mano por el cogote. Lo hacía siempre que estaba nervioso. Por regla general siempre se encontraba tranquilo y confiado antes de un lanzamiento, pero en aquella ocasión habían tenido muy poco tiempo para preparar el despegue. Además, se trataba de una misión bastante peculiar. El transbordador espacial Endeavour tenía como objetivo poner en órbita dos satélites auxiliares de comunicaciones. Al menos esa era la versión oficial. En realidad, el ejército trajo con el máximo secreto un satélite militar llamado Ajax II, que sería puesto en órbita suplantando a uno de los satélites ordinarios. Los militares habían exigido que el lanzamiento se produjese en setenta y dos horas como mucho, lo que era prácticamente imposible.
Dos horas después de que se produjese la tormenta, el jefe de la cúpula militar estadounidense, el general Olsen, se lo había comunicado de una manera totalmente surrealista. Un capitán del ejército se presentó en su despacho con dos escoltas. Portaba una pequeña caja de cartón y un sobre cerrado. El capitán tenía orden de entregarle los dos objetos personalmente y esperar a una distancia de dos metros hasta que Michael abriese el contenido del sobre y lo leyese. Después, el soldado tenía que irse sin intercambiar ni una sola palabra más con él.
El sobre contenía una carta manuscrita muy escueta, firmada por el general Olsen. Decía lo siguiente:
La caja contiene un teléfono móvil con comunicación segura. Ábrala y espere mi llamada a las 12:03 p. m.
Michael abrió la caja y sacó un teléfono móvil de un modelo convencional. Eran las doce y un minuto. Dos minutos después, con puntualidad inglesa, el teléfono sonó.
—Es un asunto de la máxima prioridad —dijo el general Olsen con voz ronca—. Necesito ese satélite ahí arriba en menos de setenta y dos horas.
—Pero no tenemos tiempo suficiente para realizar el acoplamiento del satélite siguiendo la normativa…
—Pues cambie la normativa, señor Winslow —le cortó el general Olsen—. Quiero al Ajax II sobre nuestras cabezas lo antes posible, está en juego la seguridad nacional. Consulte el fax de su despacho.
En ese momento, el fax de su mesa comenzó a escribir unas líneas. Era una orden militar de intervención, muy breve, y explicaba claramente que, a partir de aquel instante, el general Olsen tenía la potestad y mando absoluto sobre cualquier acción de la NASA.
Estaba firmada por el presidente de los Estados Unidos.
El general le había ordenado categóricamente que, a partir de ese instante, llevase encima aquel móvil las veinticuatro horas del día. Michael notaba en su bolsillo el peso muerto del aparato, demasiado grande para lo que estaba habituado. Esperaba sinceramente no tener que utilizarlo nunca.
Así que los ingenieros del ejército, en colaboración con dos de sus mejores especialistas, se encargaron de todo. Le habían comunicado que el pequeño dispositivo era un satélite espía de última generación, usado en la guerra contra el terrorismo. Michael supuso que los de arriba consideraban aquella batalla más importante que la de las comunicaciones.
—Treinta segundos para la cuenta atrás —repitió la voz de un ingeniero cortando sus pensamientos.
Michael volvió a pasarse la mano por la cabeza, nervioso. En realidad, aquel satélite militar no era la verdadera causa de su inquietud. Su hermano menor, Paul, era el capitán y piloto designado para aquella misión. Michael sabía que su hermano era uno de los mejores, pero no podía evitar sentir aquel hormigueo molesto en el estómago mientras las luces de las pantallas parpadeaban a su alrededor.
—Diez segundos para la cuenta atrás.
El despegue, junto con la reentrada en la órbita terrestre, era el momento más crítico del vuelo. Este era el lanzamiento número ciento veintiocho en más de veinticinco años y hasta ese momento solo se había producido un accidente en un despegue, el del Challenger, en 1986. Pero, cualquier pequeño fallo, y todo se iría al garete, Paul incluido.
La pantalla principal mostraba al transbordador Endeavour en la rampa 39A, listo para el lanzamiento. Más de un millón y medio de personas, casi el doble de lo habitual, se había reunido en las inmediaciones de la base para asistir al espectáculo.
—Cinco, cuatro, tres, dos, uno… Ignición.
Los propulsores rugieron y la sala quedó en silencio por unos instantes. El transbordador comenzó a ascender a gran velocidad, surcando un cielo completamente despejado de nubes. Los primeros treinta segundos transcurrieron sin ninguna incidencia y Michael suspiró aliviado. Todo marchaba correctamente.
El transbordador seguía su ascenso acompañado por los vítores del millón y medio de seguidores que contemplaban el lanzamiento. Todo el mundo había estado muy nervioso aquellos días mientras se especulaba con el origen y las causas de la extraña tormenta. Aquella muestra de poder parecía tranquilizar la mente colectiva de la gente.
Pero entonces ocurrió algo inesperado.
Michael miró el monitor sin poder dar crédito a lo que veían sus ojos.
—¿Pero… qué está sucediendo? —dijo con la voz entrecortada.
Nadie en toda la sala fue capaz de responderle.
A los cincuenta segundos del despegue, cuando se encontraba a unos once kilómetros de altitud, el transbordador dejó de ascender. Los datos que mostraban los sistemas de monitorización de los propulsores eran completamente correctos. El fogonazo de los motores se mantenía constante, pero cualquier espectador de entre el millón y medio que se había reunido podía contemplar lo que estaba sucediendo en realidad.
La nave no avanzaba.
Era como si se hubiese quedado atrapada en una gelatina invisible, que la retuviese suspendida en medio del aire. El transbordador lo intentaba, pero no variaba ni una pizca su posición en el cielo. Michael reaccionó y activó el plan de emergencias.
—Paul, ¿me oyes? Aquí, Houston.
No hubo respuesta. Los sistemas de comunicación habían dejado de funcionar, impidiendo el contacto con los ocupantes de la nave.
Fuera, el silencio se adueñó de los asistentes al despegue. El millón y medio de gargantas calló de repente mientras todos mantenían sus ojos fijos en el cielo.
—¿Qué es eso? —preguntaron a la vez varios espectadores.
Un brillo rojo había comenzado a envolver la nave lentamente. Al principio apenas fue un destello, pero poco a poco la luz se fue haciendo más potente y comenzó a extenderse por el cielo en todas direcciones. No era una luminosidad constante ni se emitía desde un punto en concreto. Era como si una mano invisible estuviese tejiendo una inmensa telaraña roja sobre las cabezas de los asistentes, a once mil metros de altura.
—¡Mirad! ¡Allí también! —gritó alguien entre el público.
En otro punto del cielo, a varios kilómetros de distancia de la nave, comenzó a aparecer la misma capa luminosa, cubriendo el cielo de un lúgubre color rojo sangre. Aquello se esparcía rápidamente en todas direcciones.
—¡Allí!
—¡Y allí!
Aquella frase se repetía entre el público, pronunciada cada vez con más miedo. La gente observaba con incredulidad cómo el cielo se cubría totalmente de aquella capa roja. Los rayos del sol adquirían un tono siniestro al filtrarse a través de la barrera y las sombras proyectadas por aquella luz desagradable se deformaban, adquiriendo formas tétricas y caprichosas. En menos de un minuto, todo el cielo visible desde Cabo Cañaveral había quedado cubierto por un inmenso muro de cristal rojo, veteado de finas líneas más oscuras. Parecía como si el ojo inmenso de una serpiente, surcado de venas color rubí, les mirase desde las alturas.
Entonces se produjo un fogonazo en el cielo. El transbordador espacial Endeavour, con sus seis tripulantes a bordo, explotó en una gran bola de fuego sobre las cabezas de los desconcertados asistentes. Un silencio sepulcral se adueñó de la explanada. Una parte de la nave se precipitó envuelta en llamas hacia el suelo, mientras que la otra se quedó atrapada en la bóveda roja.
—¡Paul! —gritó Michael Winslow en la sala de control.
En ese momento, el móvil que le habían entregado los militares comenzó a sonar en su bolsillo. Michael tardó varios segundos en reaccionar. Cogió el teléfono y lo miró con los ojos inundados en lágrimas. El general Olsen le estaba llamando.
Michael dejó que el teléfono sonase sin descolgar. Su hermano acababa de morir delante de sus ojos y él no había podido hacer otra cosa más que contemplar impotente lo sucedido. Por un instante, su mente se abstrajo de todo lo que le rodeaba. No había sala de control, ni nave en llamas, ni cielo teñido de rojo. Sus pensamientos volaron hacia su infancia, a un jardín florido en el que Michael jugaba a la pelota con un niño risueño de pelo rizado, su hermano Paul.
El general Olsen ni siquiera existía para él y mucho menos su maldito satélite secreto.