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10 minutos antes del suceso
Sabía que si no conseguía sujetarse, la caída sería mortal de necesidad. Mike se agitó unos instantes en el aire, a más de cinco metros de altura, tratando de recuperar el equilibrio.
—Maldita sea, Steven, agarra con fuerza la escalera o me partiré la cabeza —gritó cabreado mientras se aferraba como podía a la barandilla del tejado.
—¿No has notado eso? —replicó Steven desde abajo, mirando temeroso a su alrededor—. Ha sido como el retumbar de un trueno.
Mike no había advertido nada.
—¿De qué estás hablando? Estamos en el maldito desierto a más de cuarenta grados. Mira a tu alrededor, no hay una sola nube en mil kilómetros a la redonda.
Steven murmuró algo, pensativo. Mike le dejó por imposible. El calor le debía de haber licuado el poco cerebro que le quedaba. Se quitó el sudor con un pañuelo andrajoso y maldijo su mala suerte. Hacía un calor del demonio y el sol brillaba con fuerza traspasando la tela de su raído sombrero de vaquero.
Pero ¿cómo había llegado a caer tan bajo?, pensó. Aquello no tenía nada que ver con el brillante futuro que Mike había imaginado cuando se echó a la carretera. A sus veintidós años, aburrido de la vida sencilla en una familia de clase media, abandonó los estudios y se fue a recorrer el mundo. Su intención había sido ganarse la vida como jugador de póquer profesional en los mejores casinos de Las Vegas, pero pronto se dio cuenta de que aquel sueño era casi inalcanzable. Y no era que no fuese bueno, simplemente la diosa Fortuna le odiaba.
Así que llevaba varios años junto a Steven, recorriendo el país sin rumbo fijo, desempeñando trabajos de poca monta para ganarse la vida. Cuando se les acababa su escaso dinero, buscaban algún lugar nuevo y a ser posible no demasiado desagradable donde realizar sus pequeñas chapuzas. No era una gran vida, pero era mejor que estar atado diez horas al día a la mesa de una aburrida oficina, para después volver a casa cansado, y aguantar a una mujer y seis hijos. Prefería, sin dudarlo, su vida ambulante y sin lujos, aunque a veces acabasen en agujeros hediondos como aquel.
¡Qué ironía! Hacía dos días creía que habían tenido un gran golpe de suerte. El dueño de un bar de carretera, un tipo desaliñado llamado Ramsey, les había contratado para realizar una faena sencilla. Se trataba de ordenar un almacén y pintar la fachada del local a cambio de unos cuantos dólares y cerveza en abundancia.
Ese era mil veces mejor que su último empleo. Mike y Steven habían trabajado en el rancho Covax, una especie de granjacomuna abarrotada de unos pirados que decían adorar al dios Sol. Al principio había resultado divertido, había muchas chicas jóvenes y tenían su propia cosecha de vino. Pero pronto se dieron cuenta de que aquellos tipos estaban realmente chiflados y decidieron cambiar de aires.
Así que allí estaban, trabajando a cuarenta grados en un bar de mala muerte. El local imitaba la forma de un autobús escolar gigante y estaba completamente rodeado por una chapa metálica amarilla. Limpiarlo y pintarlo no sería difícil, nada que dos licenciados cum laude en chapuzas no pudiesen afrontar.
La mirada avariciosa del dueño del tugurio le tendría que haber puesto sobre aviso. Pero Mike estaba demasiado ansioso por coger el dinero y no calculó correctamente la carga de trabajo que implicaba el encargo. La promesa de unos dólares fáciles se convirtió en una tarea horrible bajo un calor asfixiante. Además, aquel usurero se aprovechaba de ellos en cuanto tenía la más mínima ocasión. Y para empeorar las cosas, el necio de Steven había acordado cobrar el dinero al final del trabajo.
—¿Es que os pesa el culo? Rápido, subid esas herramientas. La Super Bowl está a punto de empezar y mis clientes se irán a otro lado si no pueden verla —dijo Ramsey malhumorado desde el tejado.
—A la mierda la Super Bowl —respondió Mike en voz baja—. Así te caigas y te revientes la crisma.
—¿Qué has dicho?
—Nada, jefe, solo le decía que tuviese cuidado. El suelo está resbaladizo.
Mike se encaramó al tejado trabajosamente. Le importaba muy poco la antena parabólica y menos aún el fútbol americano, aunque debía de ser el único en todo el país que pensaba lo mismo. Diez minutos antes, el bar estaba atestado de paletos bebiendo cerveza y animando al equipo local en la Super Bowl. Hacía unos años que no llegaban a la final y el ambiente estaba muy caldeado. Pero de repente se perdió la señal del satélite y los clientes se pusieron a armarla. Parecía que la antena se había estropeado. Ramsey les ordenó a Mike y Steven que subiesen las herramientas al techo, pero que no tocasen la antena bajo ningún concepto. Para aquel tipo, la dichosa antena parecía ser tan sagrada como su pene.
—Aquí están las herramientas —dijo desganado.
Mike le tendió la pesada caja a Ramsey, quien le miró con suspicacia. No se habían gustado desde el principio. Los dos hombres se parecían demasiado, pero por el momento ambos se necesitaban.
—Dile a ese zoquete de tu amigo que suba aquí. No tengo todo el día y vais a tener que sujetar la antena mientras yo la arreglo —gruñó Ramsey.
Mike miró el astil de metal, titubeante. No le gustaba andárselas con aparatos eléctricos. En realidad, desde que recibió una descarga con ocho años, al meter los dedos en un enchufe, odiaba y temía la electricidad. Algo que te podía matar con solo rozarte no podía ser bueno.
—Steven, sube aquí. El jefe nos necesita.
Mike oyó rezongar a su amigo mientras subía por la escalera. El caso de Steven era distinto. Él no odiaba la electricidad, simplemente odiaba cualquier cosa que requiriese un esfuerzo mayor que el de llevarse una cerveza a los labios. Todavía no sabía por qué le seguía aguantando. Nunca le ayudaba en las decisiones importantes y la mayoría de las veces era un auténtico estorbo. Pero se conocían desde pequeños y habían pasado mil penurias juntos. Y aunque no se pudiesen decir muchas cosas buenas de Steven, al menos era un tipo leal.
Mike ayudó a su colega a ascender el último trecho y se dirigieron juntos a la antena. Ramsey sudaba copiosamente mientras manipulaba una caja metálica que había en el suelo. Desde aquella posición, parecía un cerdo enterrando su hocico en el barro, en busca de trufas.
—Te digo que he notado algo raro, como una vibración muy fuerte —insistió a su lado Steven.
Mike iba a responderle que ese era uno de los síntomas más comunes de la resaca cuando él también percibió algo extraño. No era exactamente una vibración, sino más bien un rumor lejano que se acercaba hacia ellos.
Gracias a sus gafas de espejo, Mike pudo mirar a su alrededor sin quedar cegado por el sol radiante. Era verano, estaban en el desierto a más de cuarenta grados y no había ni una sola nube en miles de kilómetros a la redonda. Desde luego no se trataba de una tormenta.
—¿Queréis venir de una vez? —les increpó Ramsey—. La gente espera ver la final de la Super Bowl, no la teletienda local.
Mike dejó a un lado sus pensamientos y los dos amigos se acercaron al hombre.
—Tenéis que sujetar con fuerza el astil de la antena, y cuando yo os diga, lo levantáis ligeramente hasta escuchar un clic. Luego tenéis que girarlo hacia la izquierda unos centímetros —ordenó Ramsey.
Mike asintió distraído mientras miraba alrededor.
—¿Lo habéis entendido? —gruñó el dueño del bar mirándoles como si fueran una pareja de retrasados—. Es muy importante que solo sean unos centímetros —insistió.
—Claro, jefe. Entendido —convino Mike.
Pero Steven, como de costumbre, dio muestras de no haber comprendido nada. De hecho, no se había movido de su sitio, sino que escrutaba a su alrededor nerviosamente. Mike le dio un codazo para llamar su atención y le indicó por señas lo que debían hacer.
El dueño del bar enterró de nuevo la cabeza en la caja de metal y comenzó a hurgar con un destornillador. Sudaba y jadeaba maldiciendo en voz baja mientras manipulaba los controles.
—¡Dios, yo asándome como un pollo y mi mujer en la Antártida! —se quejó Ramsey.
«Ya está otra vez con el cuento», pensó Mike. Aquel fantoche siempre estaba presumiendo de que su mujer era una eminente investigadora que trabajaba para el gobierno, en una base perdida de la Antártida, pero él no se creía ni una palabra. Ninguna eminencia estaría con semejante patán. De hecho, le costaba creer que alguna mujer con la vista medianamente bien se pudiese interesar por aquel tipo.
—No entiendo qué le pasa a este trasto. Debería funcionar correctamente —dijo Ramsey tamborileando la caja con el destornillador.
—Quizá se haya perdido la señal del satélite por otro motivo —apuntó Mike, mostrándose falsamente interesado.
Ramsey le miró con cara de pocos amigos y volvió a centrarse en su tarea. Mike le ignoró y se cubrió con su sombrero.
Al menos ya estaba más tranquilo; la antena no parecía tan peligrosa vista de cerca y el extraño rumor de antes no había vuelto a repetirse. En cuanto arreglasen aquel trasto bajaría a tomarse una cerveza y a charlar con la sobrina del dueño. La chica le había estado mirando con muy buenos ojos desde que habían llegado y a ella tampoco parecía entusiasmarle el fútbol americano. Seguro que encontrarían algún otro pasatiempo con el que divertirse. Aunque estuviese algo entrada en carnes y la sombra de un bigotillo le diese cierto parecido a su tío, Mike llevaba mucho tiempo sin estar con una mujer. Además, así se cobraría parte de su deuda con aquel usurero.
—¡Ahora! —gritó Ramsey cortando sus ensoñaciones.
Mike tiró hacia arriba y el peso de la antena cayó enteramente sobre sus brazos. Steven ni siquiera había cogido el poste, sino que señalaba hacia el horizonte con los ojos como platos. Aunque Mike había conseguido levantar el astil unos centímetros, el peso fue demasiado para él. La antena cayó torpemente sobre la base, provocando un ruido metálico. Mike perdió el equilibrio y resbaló hacia atrás, rodando por el tejado inclinado y alejándose de la antena.
—¿Pero qué coño estáis haciendo? —gritó Ramsey mientras sujetaba la antena, intentando estabilizarla—. ¡Teníais que levantarla, zoquetes!
Esas fueron sus últimas palabras.
Un rayo rojizo, como Mike no había visto antes, cayó sobre la antena. No produjo ningún estallido, ni siquiera un sonido, tan solo un extraño zumbido que ponía la piel de gallina. Pero su efecto fue devastador.
El impacto dio de lleno en la antena y se propagó inmediatamente por el cuerpo de Ramsey. El hombre comenzó a moverse espasmódicamente sin poder separar la mano del metal, mientras una energía descomunal arrasaba su cuerpo. Ramsey abrió la boca desmesuradamente y su rostro se contrajo en una mueca horrible. Una aureola roja le envolvió por completo. Después, explotó como una palomita de maíz en un microondas, esparciendo sangre y vísceras a su alrededor.
Mike recibió de lleno la descarga sanguinolenta. Su ropa se tiñó de rojo, pero no pudo reaccionar, aturdido ante el increíble espectáculo que estaba presenciando.
Una lluvia de extraños rayos rojos caía a su alrededor, cargando el ambiente con un zumbido desagradable. En pocos segundos el caos estalló por todas partes. Los gritos de los transeúntes, sorprendidos por la tormenta letal, quedaban amortiguados por las explosiones que provocaban los rayos al caer.
Mike miró al cielo, atónito. ¿Pero cómo era posible? No había ni una sola nube en las alturas. El sol seguía brillando con fuerza, como si nada de aquello estuviera relacionado con el astro. A excepción de los fogonazos mortales, era un perfecto y caluroso día de verano en una pequeña localidad perdida en el desierto de Mojave.
Una furgoneta aparcada junto al local recibió de lleno el impacto de un rayo y salió disparada hacia arriba, envuelta en llamas.
Una mano le tocó la espalda y Mike levantó la cabeza.
—Tenemos que irnos —gritó Steven.
Mike tardó unos segundos en reaccionar y dirigirse corriendo hacia la escalera. Esa demora les salvó la vida. Otro rayo cayó sobre el tejado haciendo saltar por los aires una lluvia de tejas y desintegró la escalera. Si hubiesen estado en ella, habrían corrido la misma suerte que Ramsey.
Mike miró a su alrededor y descubrió algo que les podría servir para descender.
—Por aquí —dijo decidido, mientras echaba a correr hacia el lado opuesto del techo.
Mientras tanto, la tormenta cobraba intensidad. Los hombres alcanzaron el borde del tejado y miraron hacia abajo. La calle presentaba un aspecto desolador. La gente que había logrado escapar se refugiaba asustada en las escasas construcciones del lugar. Los menos afortunados yacían reventados en el suelo, tiñendo las calles de un macabro color rojo.
—¿Pero qué está pasando? —dijo Steven asustado.
—No lo sé, pero no me pienso quedar aquí para averiguarlo —contestó Mike—. Bajaremos por el canalón del agua.
Steven no parecía muy decidido, pero cuando una descarga casi le rozó, se acabó de convencer.
—Baja tú primero —ordenó Mike.
Su compañero se aferró como pudo al tubo de metal y comenzó a descender todo lo rápido que sus endebles miembros le permitían.
—¡Más rápido o acabaremos fritos! —le apremió su compañero desde arriba.
Steven llegó trabajosamente al suelo y Mike comenzó su descenso temerario. Era mucho más corpulento y su peso hacía rechinar peligrosamente el canalón. Cuando le faltaba un par de metros para llegar al suelo, un relámpago golpeó el tejado y la cornisa se vino abajo, arrastrando con ella el canalón. Mike cayó al suelo sobre la pierna izquierda y sintió un dolor lacerante extenderse por su rodilla, pero consiguió apartarse rápidamente de la pared, a tiempo de evitar que el alud de escombros le enterrase.
Steven no fue tan rápido y recibió el impacto de un pedazo de canalón sobre su espalda. No era un trozo grande, pero estaba envuelto por aquel extraño resplandor rojo.
El hombre gritó de dolor y su camisa, allí donde le había golpeado el metal, comenzó a arder. Mike se lanzó sobre él y los dos rodaron por el suelo. El pequeño incendio se extinguió y Mike pudo ver la costra rojiza de una cicatriz en la espalda de su compañero.
—Tenemos que refugiarnos dentro del bar —dijo Steven mientras se encaminaba hacia la puerta del local.
—No —respondió Mike sujetando a su compañero—. Parece que esos rayos caen sobre superficies metálicas o cerca de ellas.
Su compañero le miró embobado, sin entender.
—Fíjate en el bar —explicó Mike—. Está recubierto de una capa de chapa metálica.
Y así era. El bar imitaba burdamente la forma de un autobús escolar, alicatado en su totalidad con láminas de metal amarillo. Mike miró a su alrededor. A unos cien metros de distancia divisó un viejo pajar de madera. Estaba mucho más lejos que la entrada al bar, que se encontraba a solo unos metros de distancia. La cara de Steven reflejaba claramente la duda.
—¡Sígueme! ¡Rápido! —ordenó Mike mientras echaba a correr hacia el pajar.
La tormenta seguía asolando el lugar sin ceder en violencia ni intensidad. Steven hizo caso a su amigo y ambos corrieron en línea recta, lo más lejos posible de los coches. Cuando estaban próximos a su destino, sintieron un zumbido mucho más penetrante que los anteriores. Era como si el aire se comprimiese a su alrededor y de repente quedase liberado. La explosión brutal que vino a continuación les lanzó varios metros hacia delante. Al darse la vuelta, comprobaron lo que había sucedido: el bar al completo había desaparecido. Los únicos restos eran unos escombros apilados en un montón informe, coronado por un objeto de metal que sobresalía entre los cascotes: la antena parabólica de Ramsey.
Mike y Steven se resguardaron a toda prisa en un viejo pajar, sin poder creer que siguiesen vivos. Mike estaba cubierto de sangre de cintura para arriba y tenía una herida muy fea en la pierna. La camisa de Steven estaba rasgada y chamuscada, mostrando varias quemaduras en su espalda. Los dos hombres contemplaron lo que ocurría en el exterior con incredulidad, ajenos al dolor de sus heridas.
Lo que estaba pasando a su alrededor era simplemente imposible, pero sus ojos no les engañaban. El fenómeno había comenzado hacía solo unos minutos, surgiendo de la nada y haciendo que el mundo se derrumbase de golpe a su alrededor.
Mike se sentó abatido sobre una rueda desgastada mientras contemplaba, atónito, los destellos del exterior. No era capaz de encontrar una explicación lógica a todo aquello, ni sabía qué iba a suceder a continuación.
Pero una cosa era segura; nada volvería a ser como antes.
Mike salió de su aturdimiento y sacó su pequeño transistor de bolsillo. Tardó unos segundos en sintonizar una emisora, y cuando lo hizo, una voz estridente inundó el granero.
—Desconocemos aún el origen del fenómeno, pero la ciudad de Los Ángeles está siendo arrasada por una extraña tormenta de rayos incandescentes —decía la voz del locutor, muy excitado—. Nos comunican que el mismo fenómeno está ocurriendo en otras ciudades de Estados Unidos. Nueva York, Boston, Las Vegas, Chicago y otras muchas localidades más pequeñas.
Efectivamente, ellos podían dar fe de que aquello era cierto.
—Un momento —continuó el locutor—, nos llega la información de que también está sucediendo lo mismo en otros lugares del mundo, en sitios tan lejanos como Moscú, París, Londres, Nueva Delhi o Pekín. Es increíble, parece que cada vez…
La radio chisporroteó y dejó de funcionar repentinamente, dejándoles en silencio.
—¿Qué está pasando, Mike? —preguntó Steven.
Mike no supo qué contestar. Según habían dicho, no se trataba de un fenómeno aislado, sino que había estallado en varios puntos del planeta. Un pensamiento surgió espontáneo en su mente agitada.
Si aquello no era el comienzo del fin del mundo, se le parecía bastante.