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El hacha cayó sobre el cristal del parabrisas, que se volvió añicos. Eva se protegió de la lluvia de cristales cubriéndose instintivamente la cara con los brazos. Sin esperar a la segunda descarga, intentó poner en marcha el coche.

—Arranca, por favor… —rogó desesperada.

Sus hijas pequeñas lloraban en el asiento de atrás. Fuera, David reía a carcajadas totalmente enloquecido, encaramado sobre el capó con el hacha en alto.

—Te lo advertí en su día, pero no me quisiste escuchar —dijo con desprecio—. El padre Sol vendría y quemaría esta tierra de impíos y corruptos. Es hora de que pagues por tus pecados.

David levantó el hacha y descargó un golpe vertical contra el asiento del piloto. Pero su ex marido estaba herido en un brazo y carecía de la potencia y precisión que tendría en condiciones normales. Eva se había quitado el cinturón de seguridad y estaba preparada para algo así, por lo que se lanzó hacia el asiento del copiloto, esquivando el arma. Eva cogió uno de los cristales rotos y lo esgrimió a modo de arma. Un zumbido inquietante, como si hubiese un enjambre de abejas sobre sus cabezas, inundó el ambiente.

—¡Aléjate de nosotras! —dijo amenazadora.

David se rio con sorna y se agachó sobre el parabrisas.

—Ven con tu marido —dijo mientras la agarraba con fuerza por el pelo.

Eva gritó mientras trataba de defenderse, pero David, aún herido, era demasiado fuerte para ella. El hombre consiguió arrastrarla hacia arriba y la sacó por el cristal delantero del coche, dejándola tendida con medio cuerpo apoyado sobre el capó.

—¿Recuerdas a María Antonieta? —preguntó David con rabia—. Pues tú vas a acabar igual —dijo mientras levantaba el hacha.

Eva se hizo a un lado y le clavó el cristal en la pierna, a la altura de la rodilla. David aulló de dolor y se agachó para intentar arrancarse el vidrio roto. Eva aprovechó para lanzarle un golpe, pero su ex marido lo vio venir y la agarró por la muñeca.

—Vas a morir, zorra —dijo mientras le daba un puñetazo en pleno rostro.

Eva cayó hacia atrás, dentro del coche, y por un momento perdió la visión. Al recuperarse, vio cómo su marido se reía como un poseso mientras levantaba el hacha sobre su cabeza. Ya no la quedaban fuerzas para levantarse ni escapatoria posible. Eva no tenía miedo por ella, sino por la suerte que correrían las niñas.

—Despídete de las pequeñas —dijo David como si estuviese leyendo su pensamiento.

El arma comenzó a bajar veloz hacia su rostro. Eva cerró los ojos involuntariamente, esperando el golpe que acabaría con su vida. Pero no llegó a producirse. En su lugar, Eva escuchó un chirrido extraño y notó una fuerza que la aprisionaba y tiraba de ella hacia arriba. Al abrir los ojos vio el cielo rojo sangre a tan solo unos metros sobre sus cabezas. La bóveda había descendido tanto que estaba a menos de un tiro de piedra. Una fuerza enorme tiraba de ella hacia arriba, pero Eva consiguió asirse al volante y logró entrar en el coche.

David corrió peor suerte. El hombre salió volando hacia arriba, gritando como un loco y con los ojos inundados por el horror. En pocos segundos, su ex marido se estrelló contra la bóveda y fue absorbido por ella entre gritos de terror.

El coche comenzó a temblar y Eva notó que era atraído cada vez con más intensidad hacia arriba. Si no hacía algo rápido, morirían absorbidas por la bóveda.

—Cindy, Laura, poneos los cinturones —gritó para hacerse entender por encima del zumbido.

Las niñas hicieron lo que su madre les ordenaba y Eva se aplicó con todas sus fuerzas sobre el contacto. El zumbido era cada vez más potente y el coche vibraba con más violencia. En breve sería engullido por la bóveda. Después de varios intentos infructuosos, consiguió arrancar milagrosamente. Eva aceleró desesperadamente y atravesó a toda velocidad el patio del rancho Covax. En cuanto salió del recinto tomó la carretera de tierra que bajaba por la ladera de la montaña y comenzó un alocado descenso.

Eva miró por el retrovisor y contempló espantada cómo la bóveda se cernía sobre el rancho y engullía el edificio en el que habían estado hacía solo unos momentos. El cielo rojo seguía bajando rápidamente por lo que, pese a lo peligroso del terreno, Eva no podía permitirse ir más despacio.

Devoró los kilómetros conduciendo de manera suicida, con sus hijas muy asustadas en el asiento de atrás. En más de una ocasión estuvo a punto de salirse de la carretera, pero consiguió reaccionar a tiempo y mantener el vehículo estable. Pero pese a su carrera desesperada, no lograba alejarse de la bóveda que seguía descendiendo a ritmo rápido y constante. Eva podía oír el potente zumbido que la acompañaba y en algunas ocasiones notaba cómo el coche se elevaba ligeramente, atraído por la fuerza aterradora de la bóveda.

Tras cruzar un pequeño bosquecillo de arbustos, el camino de tierra descendía por un trecho muy empinado que hacía una curva pronunciada hacia la derecha. Eva tomó la curva demasiado rápido y el coche derrapó hacia un lado. La mujer trató de corregir la dirección de un volantazo, pero las ruedas habían perdido contacto con la tierra.

—¡Sujetaos bien, niñas! —gritó Eva, asustada.

El coche dio un bandazo, se salió de la carretera y se estrelló de lado contra unas rocas. El impacto fue fuerte, pero Eva había conseguido reducir la velocidad del vehículo antes del choque. La mujer se golpeó contra el salpicadero y se hizo un corte en la frente por el que manó un reguerillo de sangre. Pero no era nada grave.

—¿Estáis bien, pequeñas? —preguntó preocupada.

—Sí, mamá —contestaron casi al unísono.

Las niñas tenían cara de haber pasado un mal rato, pero parecían ilesas. Entonces, el rugido sonó más fuerte sobre sus cabezas. Era como si una ola gigantesca se cerniese sobre ellas desde el cielo. Eva miró al exterior y comprobó horrorizada cómo la bóveda se les echaba encima. El coche tembló violentamente y comenzó a despegarse del suelo. Eva pasó al asiento de atrás y abrazó a sus hijas con mucha fuerza.

—No tengáis miedo, pequeñas. Mamá está con vosotras —dijo, mientras una lágrima se escapaba por su mejilla—. No voy a permitir que os pase nada malo.