TRUCOS FORENSES
Cuenta el célebre editor Bernard Grasset que cierto día, siendo niño, se presentó en el despacho de su padre, que era abogado, con la sana intención de robar alguna plumilla o unas cuartillas. El primer pasante de su padre se encontraba allí y copiaba en grandes hojas de papel sellado trozos de una Biblia que tenía abierta ante él.
—¿Qué hace usted ahí? —le preguntó el futuro editor.
—Estoy ocupándome del proceso de Marc Carón, la propietaria de la casa, contra el vecino de arriba, que hace tanto ruido por la noche. —Bernard Grasset no veía la relación entre los versículos bíblicos del diluvio universal que estaba copiando el pasante y las molestias que ocasionaba el locatario ruidoso.
Le explicó entonces el pasante que en todo proceso, para que el abogado obtuviese un beneficio razonable, era menester que se dirigiera a la parte contraria cierto número de hojas de papel sellado, aunque lo de menos era que las cosas escritas en él tuviesen que ver con el proceso en cuestión.
Y añade Grasset: «Éste fue mi primer contacto con el mundo judicial; es decir, con toda esta serie de medios que el hombre moviliza para triunfar ante los tribunales o para sacar provecho de los triunfos, medios que tienen sólo un leve contacto con la idea que un niño puede hacerse de la justicia».
Para triunfar será necesario, a veces, recurrir a medios como el citado —aunque, en realidad, lo que hacía el pasante no estaba destinado a ganar el proceso, sino a ganar dinero—, pero, aparte la ilicitud moral que ello comporta, con frecuencia puede alcanzarse la meta deseada con medios mucho más sencillos. Un abogado tiene en su imaginación tantos más trucos cuanto más experto es en las lides judiciales.
Se juzga un caso de asesinato. Una mujer comparece entre los testigos, va enlutada. El presidente del tribunal le pregunta su nombre y responde sollozando. Es la madre de la víctima. El dolor de la madre se extiende por la sala y hace pena en los corazones de los componentes del jurado y de los propios jueces. La impresión que produce será difícil de borrar. El defensor Lachaud, uno de los mejores abogados de Francia, lo observa y se inclina sobre su pupitre como para escuchar mejor. Ante una pila de libros, códigos y tratados. En el momento escogido hace un gesto al parecer involuntario y códigos y tratados caen al suelo con gran ruido. Lachaud se inclina a recogerlos y es entonces el birrete el que cae, reuniéndose con los libros, la toga le molesta y poco falta para que él mismo no sea uno más en la pila informe. El espectáculo es ridículo e hilarante. Magistrados y jueces no pueden contener la risa… pero el hálito de tragedia ha pasado ya.
Un célebre abogado de Burdeos, durante diez años seguidos terminaba sus oraciones forenses con este argumento casi irresistible:
—Señores del jurado, absolved a mi cliente, ¡por favor! Ésta es la última vez que informo ante un tribunal… No me neguéis este supremo favor que será, al mismo tiempo, un acto de justicia.
Mejor me parece el argumento usado por Lachaud, el protagonista de la penúltima anécdota, en su defensa de un parricida célebre.
Antes de la vista de la causa, el propio presidente del tribunal le había dicho:
—Esta vez va a ser difícil su tarea, difícilmente podrá convencer al jurado para que no condene a muerte a su cliente.
—Ya veremos…
Era el 24 de diciembre. La vista se había prolongado hasta las nueve de la noche. El tribunal había decidido terminar aquel día. A las diez, terminado el informe fiscal, se concedió la palabra al abogado defensor, el cual empezó con un exordio interminable lleno de digresiones e interrumpiéndose a cada paso. Al fin, dirigiéndose al tribunal, pidió una breve suspensión de la vista alegando una gran fatiga, suspensión que concedió el presidente hasta las once y media. A esta hora se reanudó la sesión y Lachaud pareció ya más en forma; empezó a acumular argumentos legales uno tras otro, argumentos de gran fuerza que parecen impresionar al jurado, aunque sin llegar a conmoverlo. De pronto suena la medianoche y todos los campanarios de la ciudad lanzan sus campanas al vuelo. Es Nochebuena.
El defensor se para y durante un minuto reza. Y en seguida lanza su cuerpo implorando a los jurados:
—Señores. En esta Nochebuena nació el supremo perdón. Jesús en su pesebre os pide piedad. La misericordia divina es infinita… ¿Seréis vosotros más inflexibles que Dios? El parricida estaba salvado.
Un abogado de una capital de provincia francesa tenía como adversario en una causa a un ilustre abogado de París. La fama de éste era tal que se daba por descontada la derrota del provinciano. Cuando le tocó hablar a este último, empezó diciendo:
—Con la venia. Cuando en una casa alguien sufre una ligera indisposición, se consulta el caso con el farmacéutico; cuando el enfermo tiene fiebre se llama al médico; pero si el caso es desesperado se recurre a una celebridad.
»Así para esta causa: evidentemente, la parte contraria cree su caso desesperado y ha llamado a mi ilustre colega parisiense para defenderla.
E inútil es decir que ganó el pleito.
Un abogado ruso, del tiempo de los zares, explicaba la siguiente anécdota. Cierto día, residiendo en Moscú, tenía que ir a Nidji Novgorod para presentar los documentos relativos a cierta causa. El plazo se cumplía el mismo día y no tenía tiempo de mandarlos por correo.
Aquella misma tarde tenía una cita galante con una simpatiquísima señora a la que había cortejado en vano durante meses. ¿Qué hacer?
—Me fui a la estación para ver si encontraba algún colega al que confiar los documentos para que los entregase en Nidji. No encontré ninguno. Pero en un departamento encontré a un señor cuyo rostro inspiraba simpatía por lo franco y agradable; me presento, le explico el caso y me dice:
»—Mire, no se preocupe, no falte a su cita. Precisamente yo voy a Nidji, esté tranquilo, que entregaré estos papeles a su debido tiempo.
»Algunas semanas después voy a Nidji para la vista de la causa; los documentos habían llegado a tiempo y gané.
»—Perdone, ¿no me reconoce? Soy el que le trajo los documentos aquellos…
»—¡Oh, sí, claro! No sabe usted cómo se lo agradezco. No sé cómo pagarle.
»—Pues mi y sencillamente, defendiéndome en mi caso.
»—¿Cómo?
»—Sí, le he oído hablar y estoy seguro que me hará absolver.
»Era un estafador y reincidente por añadidura. Le defendí y le absolvieron. Simplemente, expliqué lo que me había pasado.
Moro-Giafferi empleó una vez una defensa sensacional. Se juzgaba a un Barba Azul que había tenido que ver con diez mujeres. Había entrado en relaciones con ellas por medio de un anuncio en los periódicos, y, según afirmaba la acusación, se las había llevado a un chalet situado en las afueras de París, apropiándose de su dinero, de sus vestidos y sus joyas que fueron encontradas en poder del acusado.
Las mujeres habían desaparecido y nadie sabía de su paradero. El público, horrorizado, seguía las incidencias de la vista en la que el espectro de Landru aparecía a cada instante, pero empequeñecido. Los autos revelaban numerosos síntomas patológicos en el acusado y entre otras cosas se demostraba que, desde su más tierna edad, se dedicaba, con fruición, a estrangular cuantos perros tenían la desdicha de caer en sus manos. Todo el mundo esperaba que la defensa apoyaría la tesis de la demencia y que se asistiría a un duelo entre psiquiatras de una y otra parte. Moro-Giafferi imaginó otra cosa.
No llamó en su auxilio a la ciencia, sino al propio Código y demostró con irrefutable lógica que su cliente no era asesino por la sencilla razón de que no había asesinados.
—En este preciso momento —explicó al jurado—, ¿puede considerarse viudo al esposo de una cualquiera de las mujeres desaparecidas? ¿Puede volverse a casar?
»La ley lo prohíbe.
»Los descendientes, ascendientes o colaterales de las desaparecidas, ¿pueden heredarlas?
»La ley lo impide.
»A aquel para quien la muerte sería un provecho —el legatario— el Código le opone la duda. Lógicamente debe aplicarse la misma duda a aquel para quien la muerte sería un perjuicio o sea al acusado.
»Los jurados son como magistrados. Deben aplicar la ley según la letra y el espíritu de la misma. Si la ley exige para la simple transmisión de la herencia una certeza material, ¿no la exigirá para enviar a un hombre al cadalso?
»La ley exige un certificado de defunción. Mostradme uno y os entrego a mi cliente.
»¿No hay defunción? Entonces, en nombre de la ley, no acuséis a un hombre de haber matado a unas mujeres que no han muerto.
Y así, el gran abogado francés pudo salvar la cabeza de su cliente.