LA LOCURA DE FELIPE V
El año 1721 el duque de Saint-Simon visitó España y registraba en sus memorias la transformación sufrida por el rey Felipe V de España desde que era duque de Anjou. Dice así: «La primera ojeada, cuando hice una reverencia al rey de España al llegar, me sorprendió tanto que tuve necesidad de apelar a toda mi sangre fría para reponerme. No vislumbré rastro alguno del duque de Anjou, a quien tuve que buscar en su rostro adelgazado e irreconocible. Estaba encorvado, empequeñecido, la barbilla saliente, sus pies completamente rectos se cortaban al andar y las rodillas estaban a más de quince pulgadas una de otra; las palabras eran tan arrastradas, su aire tan necio, que quedé confundido. Una chaqueta sin dorado alguno, de un paño burdo moreno, no mejoraba su casa ni su presencia».
Los médicos reales dictaminaban que el rey sufría «frenesí, melancolía morbo, manía y melancolía hipocondríaca». Estas mismas palabras se leen en la página 98 de un estupendo libro de la época intitulado Manifestación de cien secretos del doctor Juan Curvo Semmedo experimentados e ilustrados por el doctor Rivera, su autor el doctor don Francisco Suárez de Rivera, Madrid, 1736.
En este libro descúbrense admirables remedios para la curación de la manía, uno de los cuales transcribo a continuación:
«Mandad cocer una cabeza de carnero con su lana en cuatro azumbres de agua, hasta que quede en tres cuartillos, y en este cocimiento colado mojaréis dos taleguillos de lienzo ralo, se rellenarán de hojas de malvas, violetas, cabezas de adormideras, cabezas de manzanilla, flores de gordolobo y rosas rubias; pónganse alternativamente dichos taleguillos empapados en este cocimiento caliente, y experimentaréis grande provecho».
Por si hubiese algún lector escéptico al que la lectura de dicha receta no hubiese convencido, añade el doctor Suárez de Rivera la «ilustración» siguiente:
«Es buen remedio el del secreto de los talegos, y no diciendo autor tan docto en donde se hayan de aplicar, debo prevenir, que sea poniendo una punta sobre la comisura coronal, y rematando la otra en la occipital. Y porque cualquiera de los dichos dos Secretos (refiere al copiado y a otro anterior) puede haber ocasión en donde no aprovechan, debo no ocultar el modo cómo curé a cierto maníaco, siendo médico titular de la Villa de Garganta la Olla, no habiendo aprovechado diferentes experimentos, ni los baños de agua dulce: Lo primero que dispuse fue aplicar doce sanguijuelas en el escroto, seis sobre cada testículo con las que se logró muy buena evacuación: luego ordené que por mañanas y tardes tomase media dracma de los polvos compuestos del modo siguiente, la que disolvía en una jicara del cocimiento de torongil y del anagallis de flor purpúreo.
»R/. De cortezas de raíces de gordolobo cogidas en el menguante de la luna del mes de agosto.
»De las membranas del celebro de un borriquillo, que aún mame, las que se infundirán por doce horas en agua rosada, fragantísima, y después se hayan secado en un horno.
»De perlas preparadas.
»Todo, según Arte se reducirá a subtilísimo polvo.
»Pasados seis días se repitió la evacuación de sanguijuelas, y después se continuó el uso de los referidos polvos por espacio de un mes administrándoles en una cucharada de jarabe del zumo de cerezas negras, bebiendo encima medio cuartillo de leche de burra con lo que el paciente restauró perfectamente su salud».
No la restauró tan fácilmente el rey de España, puesto que un documento de 13 de julio de 1722, citado por Arthur Chuquet en sus Feuilles d'Histoire, nos revela que no había mudado de ropa desde hacía un año. Así, su traje caía hecho pedazos, y principalmente su pantalón descosido desde la cintura hasta abajo. Le servía de muy poco: cuando le sucedía algún desarreglo sea porque se sentase, sea porque su pantalón cayese, se le veían los muslos al desnudo. Al principio un ayuda de cámara de confianza remendaba este pantalón; se cansó de hacerlo. El rey hacía él mismo sus remiendos con seda que pedía a las camareras. A veces, cuando salía para ir a misa, la reina sostenía con alfileres los jirones del pantalón, y él la dejaba hacer. La sangre fría de que daba muestras entonces parece inconcebible.
El 17 de enero de 1724, Felipe V abdicó en su hijo Luis I, casado con Luisa Isabel de Francia, la mademoiselle de Montpensier, hija del regente de Francia Felipe de Orleans. Saint-Simon dice de él que «tenía la inteligencia de un niño, la curiosidad de un adolescente y las pasiones de un hombre».
He aquí cómo narra el propio duque de Saint-Simon la despedida de Luisa Isabel, cuando era solamente la esposa del príncipe de Asturias:
«Estaba Luisa Isabel bajo un dosel, en pie, las damas a un lado, los grandes del otro. Hice mis tres reverencias, y después mi cumplido. Me callé luego, pero en vano, porque no respondió ni una palabra. Tras algunos momentos de silencio quise darle tema para contestarme, y le pregunté si algo deseaba para el rey, para la infanta y para madame, el duque y la duquesa de Orleans. Me miró y soltó un eructo estentóreo. Mi sorpresa fue tan grande, que quedé confundido. Un segundo eructo estalló, tan ruidoso como el primero. Perdí la serenidad y no pude contener la risa; y mirando a derecha e izquierda vi que todos tenían su mano sobre la boca y que sacudían los hombros. Finalmente un tercer eructo, más fuerte aún que los dos primeros, descompuso a todos los presentes y a mí me puso en fuga cuantos me acompañaban, con carcajadas tanto mayores cuanto que forzaron las barreras que cada una había intentado oponerles. Toda la gravedad española quedó desconcertada, todo se desordenó; nada de reverencias: cada uno, torciéndose de risa, salió corriendo como pudo, sin que la princesa perdiese ni un átomo de serenidad…».
¡Qué lejos está todo esto del cuadro de Van Loo!