CUANDO LLEGA LA MUERTE

Chirac tuvo un ataque de apoplejía. Se llamó a consulta a los más eminentes de sus colegas, que ordenaron sangrías abundantes. Lo hicieron así y al poco rato Chirac volvió en sí, para caer inmediatamente presa de delirio. Chirac se creía estar junto a un enfermo. Su mano derecha buscó maquinalmente el brazo izquierdo, se palpó el pulso y gritó:

—¡Me han llamado demasiado tarde! Se ha sangrado a este enfermo y debían haberle purgado. ¡Es hombre muerto!

Y murió.

Esta historia me recuerda una fábula de Esopo.

Asistía un médico a un enfermo, y en vez de curarle, diole pasaporte, como a tantos otros, para el sepulcro. Cuando, al día siguiente, le llevaban a enterrar, dijo el médico a la familia del difunto:

—¡Ese pobre se ha muerto porque le ha dado la gana!; pues si bebe y refresca copiosamente, se cura.

El más allegado al fallecido replicó:

—¡Lástima que no se os hubiera ocurrido eso un día antes!

Si en vez de griego hubiera sido español, de fijo hubiese contestado con el refrán: «Al asno muerto la cebada al rabo».

De todos modos y bromas aparte, ésta es la gran tragedia del médico: que sabe que sean cuales fueren sus esfuerzos el final va a ser siempre el mismo: la muerte. La sensación de impotencia que ante el caso fatal debe de sentir el médico ha de ser terrible. Y más horrible todavía si el agonizante es persona querida, tal vez uno de sus padres o uno de sus hijos. Claro que a fuerza de contemplar el implacable curso de la vida hacia el sepulcro invade al médico la serenidad que necesita para enfrentarse con sus problemas médicos diarios y que acompaña al galeno hasta su muerte.

El sabio Haller se tomaba el pulso en el momento de su agonía.

Decía con tranquilidad:

—La arteria late…, la arteria late todavía…, la arteria deja de latir…

Y murió.

¿Cómo nació la Muerte? La Muerte es anterior a Adán.

Según la leyenda, Satán, al ser arrojado del cielo, mientras descendía hacia la eterna noche del infierno, tenía la mirada vuelta hacia el ángel que le había denunciado, volviéndose más horrible su mirada a medida que se abismaba en las simas oscuras, y era una mirada tan agresora que el ángel denunciador empalideció tanto —nunca volvió el sonrosado a sus mejillas—, que quedó convertido en el «Ángel de la Muerte».

La Muerte no podía ser otra cosa. Ángel tenía que ser, ángel misericordioso y amable para aquel a quien da la eterna Vida, y ángel justiciero y terrible para aquel a quien conduce a la definitiva muerte.

Un jardinero persa, muy joven, suplicó a su príncipe:

—Encontré a la Muerte esta mañana. Me hizo un gesto de amenaza. ¡Salvadme! Quisiera, por milagro, encontrarme en Ispahan esta tarde.

El generoso señor le proporcionó sus mejores caballos. Por la tarde, el príncipe se encontró ante la Muerte.

—¿Por qué —le preguntó— hiciste esta mañana ese gesto de amenaza a mi jardinero?

—No le hice un gesto de amenaza —respondió la Muerte—, sino de sorpresa. Porque lo veía lejos de Ispahan esta mañana y debía llevármelo de Ispahan esta tarde.

Pero nos estamos apartando de nuestro tema: médicos y enfermos.

El cardenal Richelieu, viéndose en trance de morir, pidió a sus médicos le dijesen sinceramente lo que pensaban de su estado y cuánto tiempo creían que viviría. Todos le respondieron que una vida tan preciosa para el mundo interesaba al cielo y que Dios haría un milagro para curarle. Poco contento con este galimatías adulador, Richelieu llamó a Chicot, médico del rey, y le conjuró que le dijese, como amigo, si podía esperar vivir o debía prepararse para la muerte.

—Dentro de veinticuatro horas —respondió ingeniosamente el médico— Vuestra Eminencia estará muerto o curado.

El cardenal pareció muy satisfecho de esta sinceridad, dio las gracias a Chicot, y le dijo, sin mostrar emoción, que comprendía lo que quería decir.

Murió a las venticuatro horas.

Este médico lo hizo bastante mejor que aquel otro a quien el enfermo le decía:

—¡Ay, doctor, yo me muero!

Y él le contestó:

—¡No sea usted pesimista! ¡Aún tiene lo menos para media hora!

Buen consuelo, aunque no mejor que el que daba un día Fernando Villalón a un amigo enfermo:

—No te pongas triste; o te pones bien o te pones peor. Si te pones peor, volverás a restablecerte más tarde o mueres. Si mueres, vas al cielo o al infierno. El cielo, ya se sabe, es un paraíso. Y si vas al infierno, encontrarás tantos amigos que no lo pasarás del todo mal.

Dice Iribarren:

Un viejo de Goizuera está si me muero, no me muero. Tenía a su derecha al médico y al otro lado al cura. Y dijo incorporándose:

—Señor; no tengo ninguna prisa por irme de este mundo. Además, me parece que yo no os hago falta por allá arriba. Si necesitáis uno bueno, aquí está éste (por el cura), y si necesitáis uno malo, llevaos a este otro…

Las reacciones ante la muerte son muy curiosas. Una mujer que yo conozco llora siempre que alude a la memoria de su pobre hermano. Era éste un carnicero gordo, muy gordo, mucho más gordo aún, y murió de un ataque de apoplejía.

Cuando ella dice «¡Mi pobre hermano!», se le adolece toda el alma, la voz le tiembla y los ojos se le diluyen en agua.

Uno se ve obligado a participar de su tribulación, con esas frases de circunstancias, indispensables en estos trances:

—¡Qué bueno era! ¡Y qué trabajador! Tan sano como parecía y… morir de repente…

—¡Ay! —dice ella—. ¡Pobrecico, qué chocolates más ricos se tomaba todas las tardes! ¿Pa qué, pa qué? Todas las mantecas se las llevó al otro mundo… Tan colarau, tan lucido como estaba, y se nos fue con todas sus carnes, con todas sus carnes… ¡Señor! ¡Señor!

Tengo observado que a las gentes humildes las aflige atrozmente que los difuntos hayan ido a la fosa robustos y lucios. Es muy corriente oírles:

—Ya ve usté; tan reluciente, ¡paíce mentira!, tan reluciente y morirse con todas sus carnes…

Se ve que ellos querrían entregar a la muerte una momia seca, exprimida, una torre de huesos, donde gusanos y necrófagos no tuvieran ya nada que hacer.

No hace mucho, una viuda de Lodosa, lamentándose de la pérdida de su esposo, muerto en la guerra, me decía llorando:

—¡Con lo gordo y lo blanco que estaba el individuo! Otra cosa que lamentan con amargura es que los difuntos hayan estado poco tiempo enfermos.

—Acostarse y en dos días se fue…, ¡en dos días! ¡Fíjese usté, si es trago pa una madre!

Parecen preferir que el enfermo esté un año postrado en la cama esperando el guadañazo aleve de la terrible Segadora.

En medio de estas fórmulas de ocasión, recuerdo una que usan los hortelanos para notificar la muerte del enfermo, y que encierra mucha cristiana filosofía: «Ya está en la Verdá».

Recordaré siempre la frase de aquella vieja de Medina del Campo que me decía cuando murió su hijo: «Y entonces cerró los ojos y no los volvió a abrir porque ya me miraba desde allá arriba».

Historias de la Historia 1
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