LOS CIRUJANOS
Un célebre doctor aconsejó a uno de sus enfermos una operación.
—¿Es muy dolorosa? —preguntó el paciente.
—Para el enfermo, no —repuso el doctor—; se le anestesia. Pero es muy dolorosa para el operador.
—¿Por qué?
—Por la ansiedad. Piense que sale bien sólo una vez de cada ciento.
Una operación por el estilo debía ser la que proponía un médico a su paciente.
—No me decido —decía éste—; una operación me costará muy cara.
—¿Qué le importa a usted, si habrán de pagarla sus herederos? —repuso el doctor.
Una operación es una cosa muy seria, aunque para los médicos, por la mucha frecuencia con que deben efectuarla, no sea cosa del otro jueves.
El doctor J. acababa de operar a uno de sus clientes, al que le había cortado una pierna.
Un pariente de la víctima le preguntó:
—¿Usted cree, doctor, que se salvará?
—De ninguna manera, nunca lo he creído.
—Pues, entonces, ¿para qué hacerle sufrir?
—Hombre, no es posible decirle de pronto a un enfermo que no hay remedio; es necesario distraerle un poco.
Un médico visita a un cliente suyo, ya muy «apurado», y le propone:
—Una operación le salvaría a usted seguramente la vida.
—¿Y cuánto me costaría?
—Diez mil pesetas.
—No tengo tanto dinero.
—Entonces le recetaré unas píldoras, a ver qué pasa.
Ahora, cuando se habla de operación, se tiene en la mente la imagen de un quirófano en el que se efectúa una intervención más o menos aparatosa, pero importante. Antes llamábase operación a cualquier sangría, pongo por caso.
El mariscal De Grammont, yendo de viaje, se encontró mal y tuvo que pararse en un pueblo para hacerse sangrar. Se llamó al cirujano del lugar. Su aspecto no inspiraba mucha confianza. Pero como no había otro, el mariscal tuvo que contentarse. En el momento de punzarle, De Grammont retiró un poco el brazo.
—Me parece, monseñor —dijo el médico—, que teméis la sangría.
—No temo la sangría, temo al sangrador —fue la respuesta.
El gran Conde se hizo sangrar. D'Allencé, su cirujano, se equivocó y punzó la arteria.
—Monseñor —le dijo—, ¿qué haríais si vuestro cirujano tuviese la desgracia de equivocarse?
—Si tuviese confianza en él, le diría que reparase el mal hecho y nada más.
D'Allencé Jo hizo así y la equivocación fue rápidamente subsanada. El príncipe recordaba sin duda esta escena cuando, años después obligado en un viaje a dejarse sangrar por un cirujano de pueblo, le dijo:
—¿No tiemblas al sangrarme?
—No, quien tiene que temblar es vuestra alteza —le respondió el otro.
Y ya que estamos en historia de sangrías, vamos a narrar otra. Cuentan que un cirujano tuvo que sangrar al gran Sultán. Fuese por timidez o por torpeza, lo cierto es que la punta de la lanceta se quedó rota en la vena y no dejaba salir la sangre. Era menester que la punta saliese y rápidamente. Entonces, el ingenioso cirujano sacude un bofetón al Sultán, que con el movimiento de sorpresa y de ira que hizo facilitó la salida de la sangre y la lanceta.
Los guardias querían apoderarse en el acto del cirujano; mas éste pidió que primero le dejasen terminar la sangría y aplicar el vendaje, después de la cual se arrodilló a los pies del Gran Señor y le refirió el porqué de su aparente delito.