ANECDOTARIO

El gran histólogo don Santiago Ramón y Cajal, premio Nobel de Medicina, no se distinguía precisamente por una oratoria fácil, le costaba expresarse, y sus lecciones, seguidas con atención por sólo algunos alumnos, eran unas condenadas latas que la mayoría procuraba eludir.

Un día don Santiago vio que su clase estaba repleta de estudiantes. Faltaba mucho para los exámenes y no podía atribuir esta afluencia inesperada de estudiantes a ninguna causa visible. Y ello sucedió día tras día, hasta que, curioso, preguntó a un sobrino suyo que asistía a las clases, si podía explicarle el misterio.

—Verá usted, tío. Es que usted tiene la costumbre de repetir la muletilla «completamente» sin venir a ton ni son y los amigos juegan a pares o impares.

Don Santiago calló y, al día siguiente, con la clase llena, dio la lección muy lentamente para que no se le escapara la muletilla.

Al dar la hora entró el bedel con la consabida frase:

—Es la hora, señor catedrático.

Y entonces Ramón y Cajal terminó diciendo:

—Completamente, completamente, completamente; hoy ganan impares.

En un café de Madrid, cuyo nombre no puedo precisar, se veía cada día a un señor ya mayor, con barba entrecana, que se pasaba un par de horas leyendo tebeos y revistas infantiles que debían hacerle gracia por la cara que ponía.

Unos jóvenes se burlaban de él al ver que, a su edad, se entretenía en estas cosas.

—No se rían —les dijo el camarero—: este señor es don Santiago Ramón y Cajal, catedrático y premio Nobel de Medicina.

El marqués de Villaurrutia, don Wenceslao Ramírez de Villaurrutia —gran diplomático y gran historiador, ameno como pocos—, fue nombrado jefe de la legación de España en Constantinopla. Creo que entonces reinaba en Turquía el sultán Abdul Hamid. Villaurrutia tuvo que entrevistarse con el primer emir, hombre ignorante, que no conocía más lengua que el turco y, al parecer, desconocía hasta la existencia de España; hizo decenas de preguntas.

—¿Cuál es la capital de España?

—Madrid, naturalmente —dijo el marqués.

El intérprete tradujo inmediatamente una nueva pregunta.

—¿Y cuál es el puerto de Madrid en que han embarcado para venir a Constantinopla?

—El puerto de Madrid es el Guadarrama —respondió Villaurrutia—, pero he embarcado en Marbella.

El emir quedó satisfecho.

Alfredo R. Antigüedad, en su Anecdotario, tantas veces citado en estas páginas, refiere que el padre Valencina —que ignoro quién fue, aunque él le llama ameno escritor religioso— fue encargado por una dama de la buena sociedad para que preparase su hija para la primera confesión. La señora en cuestión, mirando por la inocencia de su hija, encargó al buen sacerdote que tuviese exquisita prudencia para no escandalizar a la niña.

Después de la confesión, la madre se dirigió al padre:

—¿Verdad que es un ángel? ¿No la habrá escandalizado?

A lo que el reverendo respondió:

—Señora, el escandalizado he sido yo.

No creo en la veracidad de la anécdota pues el secreto de la confesión impide una farsa semejante; pero revela una mentalidad muy de la época. Hoy las madres no se hacen muchas ilusiones sobre la inocencia de sus hijas.

Hoy una madre se dirige a su hija y le dice:

—Mira, niña: hoy vamos a hablar de mujer a mujer sobre cosas sexuales.

Y la niña responde:

—¡Bueno, mamá! ¿Qué quieres saber?

Porque sin duda sabe más ella que su madre.

Otra niña, después que su madre le endilgara una larga conferencia sobre la vida sexual se oyó responder:

—Mamá, si todo lo que sabes es esto, comprendo que papá te haya hecho el salto toda la vida.

Y es que, antes, había madres tan ingenuas que hacían vacunar a sus hijas en sitios que creían que no se verían.

Y he aquí una anécdota muy reveladora a mi parecer. Eugène Scribe, el gran comediógrafo francés, cuyas obras eran plagiadas en todo el mundo, se encontró un día con Alfred de Musset, que, aparte de haber sido amante de George Sand, era también un autor que aún hoy tiene vigencia, según se puede ver en los programas anuales de la Comédie Française.

—Señor de Musset, sus comedias son encantadoras. ¿Cuál es su secreto?

—¿Y el suyo, señor Scribe?

—Mi secreto consiste en querer divertir al público.

—Pues el mió es el de querer divertirme yo.

Uno y otro sistema son plausibles. Lo que se necesita es genio para aplicarlos.

El regente de Francia, Felipe de Orleans, le preguntó un día a Fontenelle:

—Señor Fontenelle, ¿hay algún sistema para saber si unos versos son buenos o malos?

—Señor —dijo Fontenelle— decid siempre que son malos, de cien veces noventa y nueve acertaréis.

Este Fontenelle decía:

—Hay tres cosas en este mundo que siempre me han gustado y no he comprendido jamás: la música, las mujeres y la pintura.

Fontenelle, ya que de él hablo, tuvo una vez una respuesta genial. Contaba ya noventa y nueve años y una dama de la misma edad le dijo:

—Señor de Fontenelle, parece que la muerte nos ha olvidado.

—¡Chist!

No llegó a cien. Quizá la muerte le recordó en aquel instante.

Una frase de un amigo mío, solterón de nacimiento, y a quien una amiga común le recomendaba el matrimonio:

«¿El matrimonio? Querida amiga, ya tengo bastante con el adulterio».

Historias de la Historia 1
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