COSAS ROMANAS DE ANTES DE LAS PANDECTAS

El señor Cicerón (don Marco Tulio) escribió una vez que «somos esclavos de la ley, para poder ser libres» (Legum servi sumus est liberi essepossimus. Cicerón, De legibus, I); algunos años después el señor Séneca (don Lucio Anneo) dejó escrito que «la ley debe ser breve para que los profanos puedan recordarla con facilidad» (Legen brevem esse oportet, quo facilius ab imperitis teneatur. Séneca, Epístolas, 94, 38), y como éstos podría citar mil otros testimonios de que los creadores del derecho actual, nuestros antepasados romanos se preocupaban enormemente del que se puede llamar el problema moral del derecho. ¿Cuál fue el resultado? Corruptissima repúblicaplurimae leges, dice Tácito (En un Estado corrupto se hacen muchas leyes. Tácito, Anales, III, 27). Crearon el derecho, legislaron y legislaron hasta el colmo, hasta la náusea. No dejaron nada por hacer, durante siglos y siglos los hombres se rigieron, se rigen y se regirán por lo que ellos dejaron establecido. Pero, ¡ay!, también los abogados empezaron por aquellas calendas a tomar figura moderna:

Ni de muerte, ni veneno,

ni de violencia se trata,

pero sí sencillamente

del robo de mis tres cabras.

Yo denuncio a mi vecino

como autor de tal hazaña;

el juez reclama las pruebas,

pero tú sólo le hablas

de la guerra de Mitrídates,

de la batalla de Carinas,

y de la perfidia púnica

y su furor. No te cansas

de citar los Silas, Marios,

Mucios, con pasmarotadas

y voces. Mas ¿cuándo, Pòstumo,

hablarás de mis tres cabras?

(Marcial, «Contra el abogado Pòstumo», Epigramas VI,19).

¡Cuántos imitadores tiene aún hoy el abogado Pòstumo ridiculizado por Marcial! Este autor nos da valiosos detalles acerca de la catadura de algunos abogados romanos. He aquí otros dos ejemplos:

Cipero, por muchos años

has sido tú panadero

y hoy abogas por ganarte

a millares los sextercios.

Entretanto, sin cesar

comes, y aun tomas a préstamo;

ahora bien, pues panadeas,

y aun haces harina, creo

que tu antigua profesión

nunca has dejado, Cipero.

(Marcial, «Contra Cipero», Epigramas, VIII, 16).

Evidentemente, aquí hay un juego de palabras producido por el cambio de estado de Cipero. «Haces pan —dice el poeta— cuando abogas, y procuras ganar los sextercios a millares, a pesar de la ley Cincia, que lo prohíbe; y haces harina cuando gastas lo que tan mal has adquirido, porque cuando se pasa la harina a través de un cedazo, lo bueno cae y queda lo malo». La explicación parece violenta; para justificarme añadiré que no es mía, sino que la he entresacado de las notas a los epigramas de Marcial publicados por la biblioteca Clásica Hernando (tomo CXLI, p. 331).

La ley Cincia acabada de citar, promulgada el año 350 a. de J. C., prohibía a los abogados recibir remuneración alguna fuese en forma de presente o de honorarios (Lex Cincia qua cavetur antiquitus, nequis ob causam orandam, pecuniam; donumve acciperet. Tácito, Anales, XI, S); fue renovada por Augusto y revocada por un senado consulto de Claudio, que fijaba en 10000 sextercios el máximo de los honorarios de un abogado (Tácito, Anales, V, 8). Este senadoconsulto fue confirmado por Nerón, según se desprende de su biografía escrita por Suetonio, y Trajano obligó a las partes a jurar que no habían dado ni prometido nada al abogado, aunque autorizaba a éste a recibir los 10000 sextercios una vez terminada la causa.

El otro ejemplo es el epigrama que dirigió a Sexto, versión de Salinas:

Sexto, tu abogado fui

por precio de dos mil reales.

Y sólo los mil cabales

me envías; la causa di.

Respondes que nada hablé,

y que la causa he perdido.

Otro tanto me has debido,

Sexto, pues me avergoncé.

(Marcial, Epístola VIII, I).

Que los abogados en Roma no eran cosa extraordinaria en cuanto a honradez, es cosa sabida, y si alguien lo ignorase sólo diré que después de la muerte en Grecia de un tal Minucio Besilo, hombre riquísimo, un falsificador le atribuyó un testamento a su favor, en el que astutamente introdujo importantes legados a favor de Craso y Hortensio, y éstos, aunque no habían conocido al presunto testador, aceptaron la defensa del testamento.

Aunque bien es verdad que cuando el emperador Caracalla asesinó a su hermano, que para huir de su furor se había amparado en los brazos de su madre, buscó a Papiniano, rogándole que le defendiese ante el Senado de tan horrible crimen. El célebre jurisconsulto le contestó:

—Es más fácil cometer un fratricidio que justificarlo.

De todos modos, según cuenta Tácito, los antiguos germanos cortaban la lengua a los abogados de los pueblos invadidos por ellos, y les decían: «Cesa de silbar, víbora».

Bien es verdad también que el propio Tácito dice: Nec quidquam mercis tam venalefuit, quam advocatorum perfidia (Anales, XI, 5), y cita el ejemplo de un caballero romano de Samios que, traicionado por el abogado Suilio, al que había dado 400000 sextercios, se suicidó en la morada de su pérfido defensor. Plinio certifica por su parte que el abogado Nominato había traicionado a los Vicentinos, que le habían entregado fuertes sumas para que defendiese sus intereses. (Plinio, Lib. III, epist. V).

(Quizá lo hizo porque debía algo y no quería que le impusiesen las penas que la ley señalaba al deudor). Para poder decir esto hay que atender al tiempo (Lex Poetelia-Papira). La ley romana hizo del deudor la prenda de su deuda: su persona, su familia, sus hijos pertenecían al acreedor e incluso tomaba un nombre que expresaba la anulación de su personalidad: nexus, non suus. Una vez adjudicados a su acreedor los deudores no eran ni ciudadanos, ni ingenuos, ni esclavos; formaban una clase aparte e intermedia entre el esclavo y el hombre libre.

Todo senador, todo patricio, tenía en su casa una cárcel destinada a los addicti, a los deudores que a manadas se le enviaban (gregalim adducebantur, dice Tito Livio). Los podía guardar durante sesenta días, encadenados por una cadena de hierro, cuyo peso máximo de quince libras estaba fijado por la ley; como único alimento estaba fijado el de una libra de harina diaria. Expirados los sesenta días, todo ha terminado para el deudor. El acreedor está autorizado a darle muerte o bien, si tiene en más sus intereses particulares que su sed de venganza, puede conducirle a la plaza pública durante tres días de mercado para ser vendido; si a los tres días no ha encontrado comprador, su propietario está autorizado para venderle al extranjero de más allá del Tíber. Y suerte si el pobre deudor no lo es más que de un solo acreedor, porque si son muchos se le puede descuartizar y sus trozos serán repartidos entre los Shylock que le rodean (Aulo Gelio, XX, I; Tertuliano, Apolesget. IV; Quintiliano, Inst. Orat, III, 6). Esta ley estuvo en vigor en Roma hasta el año 428 a. de J. C., en que un movimiento popular la hizo abolir (Tito Livio, II, 24 y VIII, 28).

Suerte que la supervivencia del derecho romano no ha alcanzado a leyes semejantes, que en estos tiempos (el tiempo siempre se para) en menos de medio año habría en el mundo una mortandad al lado de la cual la última guerra pasaría por ser una sencilla maniobra militar.

Una de las leyes más interesantes de la época romana es la llamada ley Julia. Para comprender la importancia de dicha ley es menester conocer la depravación de la sociedad romana y el extremo de inmoralidad a que habían llegado sus costumbres. Especialmente, una clase social, los libertos y sobre todo las libertas, se distinguía entre todas. Estas libertas dieron nombre al libertinaje y eran adiestradas en el difícil arte de las cortesanas por verdaderas sociedades comerciales que especulaban sobre sus encantos y obtenían de ellas enormes beneficios. Las matronas vivían en buena armonía con dichas mujeres, corruptoras de sus maridos y de sus hijos; es más, incluso las protegían, las imitaban y hacían de ellas no sus rivales, sino sus modelos («Nos quieren hacer depender de ellas, y nos hacen arrastrar una vida miserable de tal forma que necesitemos de ellas en todo momento forzándonos a estar bajo su protección», así, dice Lena, vieja cortesana en Cistellaria, de Plauto, acto I, esc. I, vid. v. 24-43).

Los hombres dedicaban sus afanes con preferencia a la conquista de las mujeres casadas, hasta tal punto que una mujer rica y aristocrática no se casaba más que para alentar a los amantes, ut adulterium incitat, dice Séneca (De beneficis, lib. III, 16). El matrimonio era un paso necesario para el adulterio. «¿Dónde encontraréis —dice el filósofo citado— una mujer tan humilde, tan pobre de espíritu y tan tímida que se contente con sólo un par de amantes? ¿No es necesario, hoy día, que la mujer cuente las horas del día por el número de sus adulterios, que necesite más de un día para visitar a sus favoritos, que cada uno la acompañe hasta la casa del siguiente? Lo que hoy se llama matrimonio consiste en no tener más que un amante: bien ignorante será la mujer que lo ignore». (Séneca, loe. cit.).

Algunos maridos especulaban con las gracias de sus esposas y se hacían pagar su vergonzosa tolerancia; hasta tal punto llegó a ser abundante su número, que la citada ley Julia contenía un párrafo titulado De lenocinio mariti. Como es natural, el divorcio era cosa común y normal. Los maridos repudiaban a sus esposas no porque se avergonzaran de sus actos, sino para casarse con otras y adquirir nuevas dotes. En cuanto a las mujeres, Séneca atestigua que no se casaban más que para divorciar. «Muchas cuentan sus años no por los cónsules, sino por el número de sus maridos». (Séneca, loe. cit.). Poco a poco se vino en considerar el matrimonio como un estado contra natura y las leyes tuvieron que hacerse no sólo para corregir el vicio, sino, sobre todo, para poner un freno a la despoblación.

Augusto resistió largo tiempo a los deseos de los senadores que le suplicaban la institución de penas destinadas a reprimir la impudicia (Dión Casio, lib. LIV), y cuando se decidió a hacerlo las aplicó inmediatamente, pero con atenuación, a su hija y a su nieta, aunque se duda si lo hizo para satisfacer la moral pública o vengar una pasión personal, incestuosa y despreciada (vid. Suetonio, Augustus, 66).

La ley Julia castigaba a los adúlteros a la pérdida de parte de sus bienes y al destierro. Augusto condenó a muerte a los amantes de su hija y de su nieta, juzgándolos como criminales de lesa majestad y no como adúlteros. Estábale permitido al padre matar a su hija y al cómplice de su hija sorprendidos en adulterio en su casa o en casa de su yerno; pero era necesario que los matase con su propia mano (Digesto, lib. XLVIII, tit. V, art. 6).

Contrariamente a los principios admitidos luego por la justicia española, el marido, en tal caso, tenía menos derechos que el padre. No le estaba permitido matar a su esposa. La ley había querido —según palabras del Digesto— refrenar la cólera irreflexiva y el primer movimiento de indignación de los maridos (Caeterum mariti calor et ímpetus facile decernentis, fuit refraenandus, Digesto, loe. cit.). Parece como si se temiese el exterminio general de las mujeres casadas.

Y a todo eso nos hemos olvidado un poco de los abogados. Pero ¿es que existirían éstos sin leyes que discutir?

Un día Cicerón sostenía ante el tribunal una tesis completamente contraria a la que había sostenido en otra ocasión. Invitado a explicarse lo hizo poco más o menos así:

—Reclamo el derecho de pasar toda mi vida contradiciéndome tranquilamente. En las causas no están ni nuestra particular convicción ni nuestras ideas, sino la expresión de la verdad tal como puede deducirse de las pruebas, de las actas. Si las causas fuesen claras y se discutiesen por sí mismas no se necesitaría para nada a los abogados.

He aquí la descripción de un abogado romano, Régulo, según Nisard en sus comentarios a Estacio.

«Régulo es hombre de talento e intrigante, enriquecido sin reparar en medios, es odiado y a la vez temido porque tiene la doble reputación de ser rico y ser malvado. Régulo versifica y se ofende si sólo se le alaba por sus éxitos jurídicos. Cuando ha informado bien se le pueden alabar sus poesías pero es peligroso decirle que ha informado bien cuando ha leído sus versos. Es un charlatán que engaña precisamente a los que creen que no pueden ser engañados. Los magistrados, públicamente, le dan la razón, pero, en privado, critican su oratoria pesada y de mal gusto; los poetas le otorgan ante el auditorio del foro la palma de la poesía, y entre sí, tienen sus versos por menos que nada. De esta manera su reputación se sostiene sobre los que más severamente le juzgan; triunfo único, pero triunfo que siempre y en todo lugar se obtendrá cuando pueden reunirse estas tres cosas: intriga, maldad y talento.

»El papel político de Régulo ha sido poco claro y por ello se le teme. Bajo el último césar murmuraba constantemente y se sabía que era secretamente su mejor amigo; ahora parece ser un entusiasta del actual césar, pero todo el mundo sabe que está descontento de ti. Pero su éxito principal no estriba en la política, sino en los testamentos. Régulo daría lecciones al Tiresias horaciano en punto a saber captar voluntades de moribundos. Aunque no siempre se vale con la suya.

»Un día va a ver a una viuda que se está muriendo, le pregunta el día y la hora de su nacimiento. Cuenta misteriosamente con los dedos y le dice:

»—Curarás, pero para más seguridad voy a consultar a un infalible.

»Sale, finge un sacrificio y vuelve diciendo que astros y victimas están acordes en la curación. Reconocida, la viuda le asegura un legado en su testamento. Pocos días después, empeora y muere tras haberle borrado de su testamento.

»Régulo es intrigante, artero, desprovisto de escrúpulos. Régulo se muestra discípulo de Anacarsis, que decía: “Las leyes son como las telarañas; con ellas sólo se caza a las moscas pequeñas, las moscas grandes rompen la tela”.

»Una de estas últimas moscas era Escipión el Africano, que tenía una gran cantidad de trucos para escapar de las ocasiones difíciles.

»Un día Escipión fue acusado por el tribuno Nevia de despilfarro del dinero del Estado. El gran general no se amilanó y, subiendo a la tribuna, se dirigió al pueblo diciendo: “Ciudadanos, hoy es el aniversario de mi victoria sobre los cartagineses. Justo es que en vez de ocuparnos de estas pequeñeces subamos juntos al Capitolio a dar gracias a los dioses”».

Claro que puede decirse que en este caso el acusador tuvo la mala pata de elegir un mal día para el juicio; de todas maneras, Escipión no se quedaba corto en cuanto a excusas.

En otra ocasión, acusado también de un delito de tipo crematístico, se dirigió a los jueces con estas palabras:

—¿Os atrevéis a juzgar a aquel gracias al cuál tenéis autoridad para juzgar?

Y lo más bonito de la historia es que le hicieron caso. Julio Gálico, abogado romano, discutía ante el emperador Claudio, que juzgaba a orillas del Tíber. Durante su oración, el emperador se enfadó y mandó que le arrojasen al río, donde se ahogó.

Poco tiempo después uno de sus clientes se dirigió a otro abogado, Domicio Afro, rogándole que se encargase de su defensa ante el emperador. Afro rechazó el encargo diciendo:

—¿Por ventura crees que sé nadar mejor que Gálico?

De todos modos, no siempre pasaba igual.

Una mujer de Esmirna fue acusada ante Dolabella, procónsul en Asia, de haber envenenado a su marido porque éste había matado a un hijo que ella había tenido de un precedente matrimonio.

Dolabella no sabía exactamente qué hacer: no podía absolver a la mujer y le repugnaba, no obstante, condenarla. De modo que se limitó a aplazar la vista de la causa y a fijar el nuevo día de la vista para al cabo de cien años, para ser definitivamente juzgada.

Este truco se parece al de Demóstenes. Una mujer había recibido una suma en depósito de dos amigos y parientes, conviniéndose que no la entregaría a no ser a los dos reunidos.

Tiempo después se presentó uno de los dos y logró convencerla de que el otro había muerto, consiguiendo de ella que le entregase la suma que tenía en depósito. Al cabo de un tiempo compareció el segundo a pedir el dinero y al enterarse del caso la denunció. Demóstenes, en su defensa, no dijo más que lo siguiente:

—La depositaria está dispuesta a devolver el dinero que le ha estado confiado; ahora bien, no puede hacerlo al acusador porque según convenio debe hacerlo a los dos reunidos. Y se sobreseyó la causa.

Historias de la Historia 1
cubierta.xhtml
sinopsis.xhtml
titulo.xhtml
info.xhtml
dedicatoria.xhtml
Cita.xhtml
Intro.xhtml
Section0001.xhtml
Section0002.xhtml
Section0003.xhtml
Section0004.xhtml
Section0005.xhtml
Section0006.xhtml
Section0007.xhtml
Section0008.xhtml
Section0009.xhtml
Section0010.xhtml
Section0011.xhtml
Section0012.xhtml
Section0013.xhtml
Section0014.xhtml
Section0015.xhtml
Section0016.xhtml
Section0017.xhtml
Section0018.xhtml
Section0019.xhtml
Section0020.xhtml
Section0021.xhtml
Section0022.xhtml
Section0023.xhtml
Section0024.xhtml
Section0025.xhtml
Section0026.xhtml
Section0027.xhtml
Section0028.xhtml
Section0029.xhtml
Section0030.xhtml
Section0031.xhtml
Section0032.xhtml
Section0033.xhtml
Section0034.xhtml
Section0035.xhtml
Section0036.xhtml
Section0037.xhtml
Section0038.xhtml
Section0039.xhtml
Section0040.xhtml
Section0041.xhtml
Section0042.xhtml
Section0043.xhtml
Section0044.xhtml
Section0045.xhtml
Section0046.xhtml
Section0047.xhtml
Section0048.xhtml
Section0049.xhtml
Section0050.xhtml
Section0051.xhtml
Section0052.xhtml
Section0053.xhtml
Section0054.xhtml
Section0055.xhtml
Section0056.xhtml
Section0057.xhtml
Section0058.xhtml
Section0059.xhtml
Section0060.xhtml
Section0061.xhtml
Section0062.xhtml
Section0063.xhtml
Section0064.xhtml
Section0065.xhtml
Section0066.xhtml
Section0067.xhtml
Section0068.xhtml
Section0069.xhtml
Section0070.xhtml
Section0071.xhtml
Section0072.xhtml
Section0073.xhtml
Section0074.xhtml
Section0075.xhtml
Section0076.xhtml
Section0077.xhtml
Section0078.xhtml
Section0079.xhtml
Section0080.xhtml
Section0081.xhtml
Section0082.xhtml
Section0083.xhtml
Section0084.xhtml
Section0085.xhtml
Section0086.xhtml
Section0087.xhtml
Section0088.xhtml
Section0089.xhtml
Section0090.xhtml
autor.xhtml
notas.xhtml