UNA FRASE AFORTUNADA

En 1702 el mariscal francés duque de Vendóme entraba en Parma de donde había salido el duque Francesco Farnese o Farnesio, que gobernaba el ducado.

Quedó encargado de los asuntos del mismo el arzobispo de Borgo San Donnino Alessandro Romovieri quien fue a visitar al mariscal en el palacio que ocupaba. El duque de Vendóme le recibió mientras estaba sentado en su sillico que, según la Real Academia Española es el nombre que recibe el «… bacín. Vaso alto y redondo para excrementos». La cosa no es de extrañar, pues en aquellos tiempos no era inusual recibir a las visitas mientras se hacían sus necesidades. Incluso se cuenta que madame de Pompadour, ya más avanzado el siglo, se hacia dar lavativas en su salón apartada de sus visitas por un pequeño biombo por sobre del cual aparecía su cabeza conversando tranquilamente como si nada especial sucediese.

Pues bien, quedamos en que el duque recibió al arzobispo mientras hacia sus necesidades, cosa bastante difícil, pues sufría estreñimiento pertinaz y tenía hemorroides. Y pido perdón por dar esos detalles pero son necesarios para el relato. Mientras el arzobispo iba presentando las demandas que debía presentar el duque sin encomendarse a Dios ni al diablo, se levantó del sillico y le mostró sus posaderas diciendo:

—¡Éstos son los problemas que me preocupan en este momento!

El arzobispo indignado, no era para menos, se levantó de su sillón y se fue. Pero era de todo punto necesario tratar con el mariscal y para ello encomendó la misión a un abate joven, muy listo, y al que tenía en gran estima.

Se presentó, pues, el abate al mariscal quien, avisado de la visita le recibió sentado en su sillico y, en el momento de entrar, sin dejar que pronunciase una sola palabra se levantó y enseñó su tafanario al mensajero.

El abate, ni corto ni perezoso, se acercó al duque exclamando:

—Oh, che culo d'angelo!

Lo dijo en italiano para no herir sensibilidad alguna.

Inmediatamente y aprovechando la sorpresa del duque le dio consejos para cuidar las almorranas y le pidió que le permitiese pasar a la cocina para prepararle unos platos especiales para el caso. No habló para nada de los asuntos que le había encargado el arzobispo pero le presentó unos macarrones con mantequilla y otras viandas por el estilo y se despidió hasta el día siguiente, en que le obsequió con una sopa de queso y otras virguerías y luego se puso a tratar de los problemas parmesanos.

El duque de Vendóme le concedió todo lo que le pidió y la presencia del joven abate se hizo necesaria para él, tanto que, no sólo le recibió cada día, sino que al tener que volver a Francia se lo llevó consigo.

Estuvo en Flandes hasta la derrota de Oudenarde, luego fue a París acompañando siempre al duque y preparándole guisados exquisitos.

En 1710 el duque de Vendóme fue enviado a España para dirigir las tropas de Felipe V en la guerra de Sucesión. Y con él se vino nuestro clérigo.

Las tropas felipistas, bajo su mando, fueron de victoria en victoria. Después de la batalla de Villaviciosa, el duque de Vendóme fue a descansar a Vinaroz, en donde el 11 de junio de 1712 moría, según se dijo, de una indigestión de langostinos.

El abate se ocupó del cadáver que fue llevado al Escorial y enterrado en el panteón de los Infantes por orden expresa del rey. Se puede ver su sarcófago en la sala que se encuentra después de la horrible tarta blanca. Es la tercera o cuarta sepultura a mano izquierda.

¿Y qué hizo nuestro abate? Pues no se dejó amilanar y se aproximó al rey Felipe V y a su esposa María Luisa de Saboya. Era ésta, según dice la condesa de la Roca, «de talla pequeña, pero había en toda su persona una elegancia notable. Sus cabellos eran castaños; sus ojos casi negros, llenos de fuego y de vivacidad. Su fisonomía conservó largo tiempo una expresión infantil, pero muy inteligente, en una agradable mezcla de ingenuidad y de gracia pueril. Su tez era de notable blancura y, como su hermana la duquesa de Borgoña, tenía las mejillas gruesas, talle airoso, pies pequeños y manos encantadoras. En una palabra, ganaba mucho en ser vista y oída, pues sus retratos no dan más que una mediana idea de sus encantos, mientras que su persona estaba tan llena de atractivos, que cuantos hablaban con ella se deshacían en elogios». Por su parte el duque de Grammont, en una carta enviada a Versalles cuando fue embajador en Madrid, dice, refiriéndose a María Luisa: «No puede decirse que sea una belleza, pero sí que su figura agradará siempre a cualquier hombre de gusto delicado».

Tenía entonces la reina 24 años y gustaba de la buena cocina. Por cierto que en su cena de bodas, según dice Fernando González-Doria en su interesante y recomendable libro Las reinas de España: «El duque de Saint-Simon cuenta en sus famosas Memorias cómo las damas de la corte española quisieron dar una lección a los jóvenes reyes, para que comprendieran que tenían el deber de ser, a partir de ahora, españoles por encima de todo por más que por comprensibles razones alternasen en su trato íntimo el servicio de nobles de España con algunos extranjeros. Se había previsto que en la cena de bodas la mitad de los platos estarían condimentados al estilo español y la otra mitad al gusto francés; pues bien, según Saint-Simon, las damas se las ingeniaron para que solamente estuvieran en condiciones de poder ser presentados a Felipe V y a María Luisa Gabriela los platos cocinados a la usanza española. Los jóvenes soberanos entendieron perfectamente la lección, y les bastó este episodio meramente anecdótico para asimilar la idea de que, siendo los reyes de España, era para ellos extranjero todo cuanto no hicieran y aprobaran sus súbditos, y en verdad que nadie podría reprocharles que no supieran aprovechar el tiempo en la tarea a veces nada fácil no ya de hablar, sino de pensar en español».

Ello sucedía cuando entraba en España para casarse con su prometido el rey Felipe V. Él tenía 17 años y ella 13 y ya era núbil.

La reina tenía como rodrigona a María Ana de la Tremouille de Noirmoutier, viuda en primeras nupcias del príncipe de Chalais y en segundas del príncipe Orsini, duque de Bracciano. Los españoles en vez de llamarla princesa Orsini la llamaban princesa de los Ursinos. Tenía 59 años y digo esto, porque en cierta película española de los años 40, según creo, se la presentó como una joven pizpireta y vampiresa lo que no corresponde a la realidad.

Nuestro protagonista se hizo amigo de todos, del rey, de la reina y de la todopoderosa princesa. A base de platos y guisados, de su buen gusto en la música y en las artes, se los puso a todos en el bolsillo.

En 1714 muere la reina María Luisa de Saboya y el buen abate, listo y entrometido, fiel siempre a los Farnesio, soberanos de Parma, imagina y proyecta el nuevo enlace del rey. Su candidata es «una buena muchacha de veintidós años, feúcha, insignificante, que se atiborra de mantequilla y queso parmesano, educada en lo más intricado de su país, donde jamás ha oído hablar de nada que no sea coser y bordar». Ella es Isabel de Farnesio y así la describe a la princesa de los Ursinos, en aquel momento ninfa Egería del rey de España.

La princesa no ve ningún inconveniente en el enlace. Una muchacha así no pondrá ningún impedimento a sus ansias de poder.

Sí, sí, la realidad es muy distinta. El padre Flórez nos dice que la princesa Isabel había estudiado desde su infancia «gramática, filosofía, geografía, sistemas celestes, historia, música, pintura, lenguas latinas, española, francesa y toscana, costumbres de naciones y hechos de varones ilustres». Ahí es nada.

El primer contacto, y último, entre la nueva reina de España y la princesa de los Ursinos nos lo narra el susodicho libro Las reinas de España de González-Doria en su página 292:

«Los muchos años y la excesiva beligerancia que tanto don Felipe como su primera esposa le han dispensado han hecho impertinente y demasiado subida de humos a María Ana de la Tremouille. Ya está ante Isabel de Farnesio, y pretextando que le duele una rodilla apenas hace una leve reverencia a la reina; ésta se lo disculpa con una sonrisa que la Orsini va a interpretar muy equivocadamente; creyéndose ya que le va a bastar un gesto para adueñarse de la voluntad de la nueva soberana, pues a veces se logra más con un golpe de audacia que con la más reverente sumisión, toma María Ana de la Tremouille a doña Isabel por la cintura, y con gran sorpresa de ésta le hace dar una vuelta, diciéndole a propósito del exceso de kilitos que delatan en la reina su afición a la mantequilla y a los buenos quesos parmesanos:

»—¡Cielos, señora, qué mal formada estáis! ¡Qué cintura tan gruesa».

Y nos relata un autor que «al oír tal impertinencia la Farnesio palideció y llamó al jefe de la guardia. En perfecto castellano le ordenó tajante:

»—Llevaos de aquí a esta loca que ha osado insultarme»…

Era el oficial jefe de la guardia un tal Amézaga, quien sabiendo el enorme ascendiente de que hasta este instante ha gozado la Orsini, no quería exponerse a futuras represalias de ésta, y por ello con todo respeto solicitó de la reina que la orden que le daba para que se detuviese a la princesa se la cursara por escrito; tomó asiento la reina Isabel en un banco, y «escribió sobre su propia rodilla la orden de extrañamiento»… «María Ana de la Tremouille, con aquellas frases, con aquel gesto, acababa de ser derribada por la buena muchacha insignificante de la que astutamente había hablado Alberoni. Y sin darle siquiera tiempo para cambiarse de ropa, ni para acudir a despedirse del rey, ni pudiendo viajar con más equipaje que el que desde Madrid había llevado hasta Jadraque, se hizo subir a su carroza a la princesa Orsini, se rodeó el vehículo con cincuenta soldados, y se la condujo a la frontera francesa con prohibición rigurosa de que intentara pisar territorio español nunca más».

El abate ya está donde ambicionaba estar. Poco después, en 1716, a la caída del cardenal del Giudice, a consecuencia de la conspiración de Cellamare que ocasionó las iras del regente de Francia, Felipe de Orleans, se convierte en amo y señor de la Monarquía española.

En 1717 es nombrado cardenal, pero su estrella empieza a declinar. Sus artes culinarias se ven postergadas ante la creciente melancolía y locura de Felipe V.

El 5 de diciembre de 1719 era despedido de sus cargos y expulsado de España. Fue a Roma en donde se le sometió a distintos procesos que, al final, fueron sobreseídos en diciembre de 1723 con todos los pronunciamientos favorables.

El viejo, ahora ya viejo, cardenal se retira a su villa natal. Se dedica a obras de caridad y de asistencia pública.

Murió en Piacenza el 26 de junio de 1752 a los 88 años de edad.

Se llamaba Julio Alberoni.

Historias de la Historia 1
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