DE LOS CELOS
En 1869, la emperatriz Eugenia de Francia, esposa de Napoleón III, fue a Egipto a inaugurar el canal de Suez. El sultán Abdul Aziz la recibió como correspondía, y entre otros agasajos la invitó a visitar el harén. Curiosa, la emperatriz accedió. ¡Ahí no es nada conocer un lugar tan ligado a la fantasía popular y literaria! La visita se realizó con un solo contratiempo. La entonces favorita del sultán, celosa al ver cómo su dueño trataba a la emperatriz, sin encomendarse a Dios ni al diablo, se acercó a ella y le dio una soberana bofetada. La real ofendida no dio mayor importancia al hecho y no lo transformó en un conflicto diplomático. Sabía la emperatriz lo que eran los celos y la dificultad de reprimirlos.
También lo sabía Ricardo de la Vega que a su célebre zarzuela puesta en música por el maestro Bretón, la tituló La verbena de la Paloma o el boticario y las chulapos o celos mal reprimidos.
«Si los celos son señales de amor, es como la calentura en el hombre enfermo que, el tenerla, es señal de tener vida, pero vida enferma y mal dispuesta», dice Cervantes en La Galatea.
Y lo triste es que el celoso, al fin y al cabo, es un mártir que martiriza a otro. Es un mártir porque sufre un tormento indecible y el objeto de sus celos es atormentado, a su vez, en forma, muchas veces, contraproducente porque al final ya cansado puede decirse, «Si está celoso o celosa de mí y me martiriza como si fuera infiel ya tanto da que lo sea o no» y acaba siéndolo.
Se cuenta de uno que acostado con su mujer soñó que ésta le era infiel. Despertado por el dolor que ello le produjo se dio cuenta de que dormía a su lado y en vez de razonar la mató en un ataque de celos.
El abate Bordelou, en sus Diversités curieuses, cuenta las historias de un alemán que estaba celoso del agua con la que su amante se lavaba las manos y se la bebía. Otro no quería que en la habitación de la mujer que amaba hubiera figura ni pintura que representase un hombre. Plauto narra que un hombre convence a su amante para que en sus rezos no se dirija a ningún dios sino sólo a diosas. Por celos una secta cristiana de Siria instituyó que las mujeres se confesasen unas a otras sin intervención de ningún hombre. El mismo abate añade, en cambio, que había un hombre, español por más señas, que conocedor de las infidelidades de su esposa cuando le escribía se despedía diciendo: «El más humilde de vuestros maridos».
Cervantes dice: «Y no habiendo para la enfermedad de los celos otra medicina que las disculpas, y no queriendo el enfermo celoso admitirlas, síguese que esta enfermedad es sin remedio». Y Lope de Vega:
¿No ves que son los celos como sarna
que ninguno se escapa de tenerla?
Palabras que no sé si enseñan más sobre los celos o sobre las costumbres higiénicas del siglo VII.
Calderón titula una de sus obras El mayor monstruo, los celos, y el refranero opina que:
«Quien con mujer celosa se casó en vida el purgatorio pasó», y también: «Quien tiene celos tiene duelos».
«El mal de los celos los años lo curan que no lo remedios».
«Donde hay celos hay amor, donde hay viejos hay dolor».
«No hay amor sin celos ni cordura sin recelos».
«Marido celoso no tiene reposo».
Y acabemos con otro refrán:
«Celosillo es mi marido y yo me río porque cuando él va yo ya he venido».
Añadamos dos citas más porque vienen a cuento. La primera es de Molière:
«El celoso tal vez ama más, pero el otro ama mejor».
Y la otra es de La Rochefoucauld:
«Hay en los celos más amor propio que amor».
En realidad creo que los celos son el resultado de una inferioridad o de un complejo de inferioridad. El celoso cree que otro ser superior puede cautivar a la persona amada o cree, como sucedió en el Siglo de Oro, que su reputación puede verse mancillada por la maledicencia. El que tiene confianza en sí mismo no puede ser celoso y menos si estando enamorado tiene confianza, como debe tenerla todo verdadero enamorado, en el objeto de su amor.
Otra cosa es la envidia. Envidio el aire que acaricia los labios de la mujer que amo porque quisiera que lo hicieran mis labios. Envidio el pañuelo que lleva al cuello porque desearía que fuesen mis brazos quienes lo ciñeran. Pero no estoy celoso ni del aire ni del pañuelo. Me considero superior a ellos.