MÁS CONSULTAS

El célebre médico barcelonés, doctor Bartolomé Roben, halló a un importuno que, en medio de la calle, le expuso la serie de sus males, que eran muchos, y por último dijo:

—No sé qué hacer ni dónde ir, doctor.

—Muy sencillo —replicó con aplomo el facultativo—. ¿Por qué no va a la consulta del doctor Robert?

Ésta es una buena respuesta que encierra un buen remedio. Son muchos los que aprovechan la amistad con el médico para escabullirse de ir por el consultorio y evitar así el pago de la consulta.

Al doctor Letamendi le acosaban con preguntas en medio de la calle, contando con que así no pondría en cuenta estas consultas.

Para acabar con dicha costumbre ideó un sistema: cada vez que alguien le preguntaba algo, respondía:

—Bien, bien. Vamos: cierre usted los ojos y enséñeme la lengua. Dicho esto se largaba, dejando al importuno en medio de la calle con los ojos cerrados y un palmo de lengua fuera.

El profesor Mannion del Lariboissiére, de París, tampoco podía sufrir que le hiciesen consultas en medio de la calle. Cuando así lo hacían, les respondía con mucha gravedad:

—Bien: ahora lo veremos. ¿Quiere hacer el favor de desnudarse?

La gente cree que las profesiones liberales e intelectuales no deben ser remuneradas. Cualquier individuo es capaz de ir al médico a que le firme un cerficado y asombrarse de que el doctor pida una remuneración por ello.

—Pero ¿por sólo una firma?…

Sí, señor; si sólo fuese por una firma, ¿por qué no le firma el certificado su portera? Si la tal firma tiene alguna utilidad por algo será, y este algo debe remunerarse. La carrera del médico es un capital desembolsado que debe amortizarse, y aunque sólo fuese por este argumento crematístico, debieran dejar de protestar los que lo hacen y que generalmente no entienden de otras razones.

Es curioso que quien pretende que el médico le visite o el abogado le aconseje gratuitamente es incapaz de pedir lo mismo a su zapatero o a su carpintero, por muy amigos que sean.

Cierto importuno encuentra a un médico por la calle y le dice:

—Una pregunta, doctor. Cuando usted está tan resfriado como yo, ¿qué hace?

—Toser…

El pretexto que aducen con más frecuencia los pedigüeños de consultas callejeras es, aparte de la amistad, el económico. «Son muy caras las consultas», dicen. Por eso el protagonista de la anécdota que sigue —muy conocida, pero que cito por representativa— ideó otro truco.

Un célebre médico cobraba 200 pesetas por la primera consulta y 50 por cada una de las siguientes. Un enfermo que no deseaba pagar las 200 pesetas y que creía preferible empezar por la segunda visita, entró un día en la consulta del doctor diciendo:

—Doctor, aquí me tiene otra vez.

—Muy bien, desnúdese.

Después de un concienzudo examen, el doctor concluyó:

—Esto va bien: continúe el tratamiento que le di la otra vez.

De todos modos, se ha de confesar que debe de ser pesado aguantar tres, cuatro o cinco horas de visita. Pacientes y más pacientes, la mayoría sin serlo más que de nombre, pues nada causa más impaciencia que la enfermedad. Cada uno con su carácter y con sus defectos especiales. Limpios o sucios…

—¿Qué edad tiene su hijo? —pregunta el médico.

—Diez años.

—Debe de estar usted equivocada.

—¿Cómo? —contesta la madre, extrañada—. Yo lo he traído al mundo; por tanto, tengo que saber su edad, ¿no? ¿Por qué cree usted que tiene más edad? ¿Es que está muy desarrollado?

—No —responde el doctor—, pero es que parece imposible que en diez años se haya podido poner tan sucio.

Pacientes habladores…

El doctor Morales tiene una enferma cuya única dolencia consiste en que es más charlatana que una cotorra. Un día que acudió a visitarse, el médico le dijo:

—Vamos, señora. Enséñeme la lengua… Muy bien… Ahora téngala así, sacada un rato, que voy a hablar yo.

Pacientes bromistas…

Un chungón quería burlarse de un médico. Va a su casa y le expone la extraña enfermedad que pretende tener: no puede decir una palabra sin mentir. El doctor, que ha adivinado en seguida la broma, no vacila. Responde al bromista que su caso, aunque raro, no es excepcional. La curación es segura. Pide a su cliente que vuelva a su despacho al día siguiente a la misma hora. Así lo hace el bromista, curioso de saber cómo acabaría el asunto. Entonces el doctor le presenta en una cajita unas píldoras y le dice:

—Tome dos y másquelas lentamente.

El otro obedece y de pronto hace una mueca, escupe con asco y dice:

—Pero ¡si esto es mierda!

—Efectivamente —dice el doctor—. Ha dicho la verdad. Está usted curado.

¿Cómo debe visitar el médico? Han pasado ya los tiempos de Quevedo:

«Si quieres ser famoso médico, lo primero lindo nudo, sortijón de esmeralda en el pulgar, guantes doblados, ropilla larga y en verano sombrero de tafetán; en teniendo esto, aunque no hayas visto un libro, curas y eres doctor, y si andas a pie aunque seas Galeno, eres platicante. ¡Oficio docto, que su ciencia consiste en la mula! La ciencia es ésta: dos refranes para entrar en casa: el obligado: “¿Qué tenemos?”; el ordinario: “Venga el pulso”. Inclinar el oído: “¿Ha tenido frío?”… y si él dice que sí primero, decir luego: “Se echa de ver: ¿duró mucho?”, y aguarda a que diga cuánto y luego decir “Bien se conoce; cene poquito; escarolitas, una ayuda”, y si dice que no la puede recibir, decir: “Pues haga por recibirla”. Recetar lamedores, jarabes y purgas, para que tenga que vender el boticario y que padezca el enfermo. Sángrale y échale ventosas; y hecho esto una vez, si durase la enfermedad, tornarlo a hacer, hasta que o acabes con el enfermo o con la enfermedad. Si vive y te pagan, di que llegó la hora; y si muere, di que llegó la suya. Pide orines, hay grandes meneos, mírales a lo claro y tuerce la boca y, sobre todo, advierte que traigas grande barba, porque no se usan médicos lampiños, y no ganarás un cuarto si no parecieses limpiadera. Y a Dios y a ventura; aunque uno esté malo de sabañones, mándale luego confesar y haz devoción la ignorancia. Y para acreditarte de que visitas casas de señores, apéate a sus puertas, entra en los zaguanes, orina y tórnate a poner a caballo, que el que te viera entrar y salir no sabe si entraste a orinar o no. Por las calles ve siempre corriendo y a deshora, porque te juzguen por médico que te llaman para enfermedades de peligro».

Ya he dicho que ya no estamos en tiempos de Quevedo, pero no hace mucho tiempo que aún circulaba este prototipo por la calle. Y recuerdo a un médico de mi abuela —uno de los últimos que en Barcelona usó chaqué— que respondía a casi todos los consejos dados por Quevedo. Por su traje se distinguía de todos los demás, usaba mucho de las preguntas sobre el frío y el dormir. En fin: que cada vez que entraba en casa estoy seguro que debía representar una escena de entremés antiguo. Entonces era yo muy niño, pero me parece recordar que recetaba muchos potingues que mis padres se guardaban muy mucho de comprar. Gracias a ello llegó mi abuela a los ochenta.

Historias de la Historia 1
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