LAS SANGRÍAS
Las sangrías eran, juntamente con las purgas, el curalotodo de tiempos pasados; júzguese la afirmación por estos párrafos que siguen, escritos por Diego de Torres Villarroel en el siglo XVIII:
«Bajo de la aprehensión de ser hipocondriaco, el efecto que yo padecía, dispusieron barrer primeramente los pecados gordos de mis humores con el escobón de algunos purgantes fuertes, para que como prólogos fuesen abriendo el camino a las medicinas antihipocondriacas y contraescorbúticas, que andan envueltas las unas con las otras. La primera purga fue la regular del ruibarbo, maná, cristal tártaro y el agua de achicorias, cuya composición se apellida entre los de la farándula el agua angélica. Detrás de ésta, siguieron de reata cuatrocientas píldoras católicas; y pareciéndoles que no había purgado bien sus delitos mi estómago, a pocos días después me pusieron en la angustia de cagar y sudar a unos mismos instantes, que estos oficios producen las aguas de eserdero, cuya virtud o malicia llaman los autores ambidextrae. Finalmente yo tragué en veinte días, por su mandato, treinta y siete purgantes, unos en jigote, otros en albondiguillas, otros en carnero verde y en otros diferentes guisados, y el dolor cada vez se radicaba con mayor vehemencia.
»Dejáronme estas primeras preparaciones lánguido, pajizo y tan arruinado, que sólo me diferenciaba de los difuntos en que respiraba a empujones y hacia otros ademanes de vivo, pero tan perezosos, que era necesario atisbar con atención para conocer mis movimientos: si intentaba mover algún brazo o pierna, no bien les había hecho perder la cama, cuando al instante se volvía a derribar, como si fuera de goznes.
»Viéndome tan tendido y tan quebrantado, mudaron los médicos la idea de la curación, y a pocos días pegaron detrás de mí, y los materiales delincuentes que habían buscado en el estómago e hipocondrios, los inquirieron en la sangre a cuyo fin me horadaron dos veces los tobillos; y estas dos puestas en el número de las antecedentes, hacen las ciento y una sangrías que dejo declaradas. Parecioles corta la evacuación, y me coronaron de sanguijuelas la cabeza y me pusieron otras seis por arracadas en las orejas y por remate, un buen rodancho de cantáridas en la nuca.
»Yo quisiera que me hubiesen visto mis enemigos; pues no dudo que se hubieran lastimado sus duros corazones al mirar la figura de mi espectáculo sangriento. El rostro estaba empapado en la sangre que habían escupido del celebro las sanguijuelas que mordían de su redondez; la gorja, los hombros, los pechos y muchos retazos de la camisa, disciplinados a chorreones con la que desguazaba de las orejas. Cuál quedaría yo de débil, desfigurado y abatido, considérelo el lector, mientras yo le aseguro que ya no podía empujar los sollozos y que llegué a respirar quasi las últimas agonías; yo me vi más hacia el bando de la eternidad que en el mundo. Yo perdí el juicio que tuve que perder; que, aunque era poco, yo me bandeaba con él entre las gentes. La memoria se arruinó en tal grado de perdición, que en más de dos meses de esta gran cura, no pude referir el padrenuestro, ni otra de las oraciones de la iglesia, en latín ni en romance. En fin, todo lo perdí, menos el dolor de cabeza; antes iba tan en aumento, que pareció que las diligencias de la curación se dirigían más a mantenerlo que a quitarlo.
»Estudiaban los médicos, en los capítulos de sus libros, disculpas para mis disparates. Palpaban con sus ojos mi estado deplorable y sus errores. Conocían las burlas que, de sus recetas, sus aforismos y sus discursos, les hacía mi naturaleza y mi dolor, y con todos estos desengaños, jamás les oí confesar su ignorancia».
Un viejo cirujano del siglo XVII contaba sus primeros ensayos:
—En la primera amputación que tuve que hacer, estuve tan nervioso que cometí un error.
—¿Fue grave?
—¡Oh, no! Me equivoqué de pierna.
A esta historia corresponde un chiste de hoy:
—¡Cómo, doctor! —exclama el paciente—. ¿Otra operación?
—No, no es nada. Es que me olvidé de poner en su sitio una cosita…
Bien es verdad que con los modernos métodos las cosas son muy diferentes.
Un padre joven contaba a un grupo de amigos lo mal que lo había pasado cuando nació su hijo. Tanto se lamentaba que, al fin, una joven comadrona se decidió a preguntarle:
—Pero ¿quién ha tenido el niño: su mujer o usted?
El marido dirigió una mirada rápida a su esposa.
—Ella —prosiguió muy serio—, pero la anestesiaron.
Además muchas veces los problemas son muy distintos. Quién hubiera pensado hace años en los que produciría la cirugía estética. Y esto me recuerda que una popular vedette tuvo que ser operada de apendicitis. Realizó la intervención un famoso cirujano, y aún estaba convaleciente la enferma, cuando preguntó, con ansiedad, al galeno:
—Y dígame, doctor: ¿se me verá la cicatriz cuando esté completamente curada?
—¡Oh, señorita! —contestó—. Eso depende exclusivamente de usted.
Con la anestesia es imposible que pase lo que le sucedió a un cirujano de principios del siglo pasado, médico de talento, pero muy rudo y brutal, que cierto día hizo a un enfermo una operación larga y dolorosa.
—Usted debe tomarme por un carnicero —dijo luego al paciente.
—¡Oh, no! —contestó éste—. Los carniceros matan antes de despellejar.
Y, en cambio, puede suceder lo que sigue:
El enfermo, receloso, pregunta intranquilo:
—Usted me asegura que la operación irá bien, pero… ¿y si se equivoca?
—¡Oh! No se preocupe. Si me equivoco…, usted no se enterará de nada.