JULIANO EL APÓSTATA

Durante siglos su nombre ha sido execrable y execrado, luego, gracias a la corriente libertina del siglo XVII y especialmente a los Esprits forts del XVIII alcanzó una reputación solamente superada por la que le proporcionaron los librepensadores del siglo XIX y su paralela escuela novelística. Ahí es nada, un hombre, un emperador que se rebela contra el triste cristianismo esclavizador de conciencias, oscurantista y tenebroso y que quiere rehabilitar el claro y riente paganismo, sustituir los símbolos de tormento y muerte por las claras aguas y verdes bosques en las que se mueven sílfides, dríadas y sirenas más o menos vestidas, más bien menos que más; que quiere volver a dar al hombre el goce de vivir y desea que las trágicas peleas religiosas sean sustituidas por las serenas, plácidas y académicas discusiones filosóficas de los amables filósofos griegos y romanos que podrían estar en desacuerdo entre sí, pero cuyas peleas eran meramente verbales e intelectuales sin que jamás llegaran a las manos como vulgares jayanes de plazuela. Desde Voltaire y Holbach a Merejkovski y Gore Vidal, Juliano el Apóstata ha dado mucho que escribir a historiadores, filósofos, teólogos y novelistas. ¿Era la bestia apocalíptica como nos dicen los Padres de la Iglesia primitiva? ¿Era el amable paterfamilias de un Imperio al que veía descomponerse a causa de una bárbara intromisión eclesiástica? ¿Era un demonio, un ángel pagano, un filósofo, un político, un poeta?

Sinceramente creemos que era un equivocado. Un hombre fuera de su tiempo, un retrasado que, aparte toda cuestión teológica, no se dio cuenta de que soñaba con un mundo idealizado y desaparecido, si es que, tal como él imaginaba, había existido nunca.

Flavio Claudio Juliano había nacido en Constantinopla en 331 y era hijo de Julio Constantino, uno de los hermanos de Constantino el Grande. Cuando éste murió, Juliano, que tenía seis años, estuvo a punto de ser asesinado con todos los miembros de su familia. Se salvó junto con su hermano Galo que fue asesinado también años más tarde. Juliano estuvo exiliado en Capadocia de 337 a 343 sin amigos en quien confiar ni compañeros que compartiesen sus juegos infantiles. Fue, pues, condenado a la soledad, su evasión no podía ser más que el embrutecimiento o la reflexión. Escogió este último camino.

De Capadocia pasó a Nicomedia, donde, por fin, pudo iniciar estudios importantes. En Capadocia se puso en contacto con las escuelas paganas que, por aquel entonces, triunfaban en la ciudad. Ello despertó en él las dormidas primeras enseñanzas que recibiera del eunuco Mardonio, su primer preceptor, que le había introducido en las bellezas de los poemas de Homero y de Hesíodo. En cambio, su educación religiosa fue confiada al arriano Eusebio, obispo primero de Nicomedia y luego de Constantinopla. Tal vez el carácter o la habilidad de los dos preceptores influyeran en su ánimo, quizá fue el recuerdo de su familia asesinada, el caso es que se inclinó siempre hacia la filosofía pagana. Así, cuando habla de su madre, Juliano dice: «Después de haberme dado a luz, a mí, su primero y único hijo, murió pocos meses después, joven y lozana aún, gracias a la Virgen sin Madre que le ahorró así numerosos males». La Virgen sin Madre es Palas Atenea y los males a que alude el asesinato de toda su familia.

Enseñaba en Nicomedia Libanio, filósofo importante del que Juliano quiso convertirse en discípulo: pero su tío, el emperador Constancio, no lo consintió prohibiéndole asistir a los cursos del célebre retórico. Obedeció Juliano pero en forma muy especial ya que, si no a ninguna de las clases de Libanio, estudiaba en cambio los apuntes que de ellas sacaban sus oyentes. En tal forma se adaptó al estilo y las ideas de su profesor que era difícil distinguir las obras de uno y otro.

Le encantaba la elocuencia profana y más todavía la teología mística de los neoplatónicos que correspondía mejor a su espíritu ansioso de misterio.

Tenía veintitrés años cuando su hermano Galo fue asesinado y durante seis meses su propia vida estuvo en peligro. Consiguió que le dejasen ir a Atenas a proseguir sus estudios pero en 355 fue enviado súbitamente a Milán recibiendo el título de César y el gobierno de las Galias. Comienza entonces una época importante en su vida. Se instaló en París, entonces Lutetia Parisorwn concentrada en la actual Cité (Civitas) y unida a las dos orillas del río por unos rudimentarios puentes de madera. En la margen izquierda había, poco más o menos donde ahora está el Museo de Cluny, un palacio que fue elegido como residencia por Juliano, perfecto antepasado de una historia intelectualmente revolucionaria de la Rive Gauche y del Quartier Latín. Su vida, en París, que fue recordada siempre con amor por Juliano, que siempre la denomina su «querida Lutetia», le destinó, en el tiempo que le dejaban libre las incursiones de los bárbaros que atravesaban el Rin, a recordar a su amada Atenas, con sus avenidas de mirtos y la humilde casa de Sócrates.

«Pasé tres veces el Rin y exigí de los bárbaros veinte mil rehenes», dice. Aunque Constancio le había dado un generalísimo para que se ocupase de las cuestiones militares, la juventud se sobrepuso incluso a la prudencia con que tenía que actuar en sus relaciones con el emperador. Ello hizo que en el ejército gozara de gran popularidad. En este momento decidió Constancio dirigirse contra los persas y ordenó a Juliano que le enviase alguna de las legiones. Éstas, al saberlo, se sublevaron no queriendo ir a Persia si no era con Juliano como general y le proclamaron Augusto. Juliano no quiso rebelarse contra el emperador pero la situación se hacía insostenible y le envió entonces, con mil protestas de adhesión, una solicitud para que aprobara el nombramiento de los legionarios. Constancio estaba por negarse y reclamar la pronta venida a Constantinopla de su sobrino. Sin duda, el resultado de tal orden hubiera sido una nueva guerra civil, pero la muerte sorprendió al emperador el 3 de noviembre de 361 después de una larga agonía. Como su padre, Constantino el Grande, Constancio se hizo bautizar en su lecho de muerte. Quien le administró el sacramento fue el obispo Euzoios, de Antioquía y arriano. El cadáver fue enterrado en la propia iglesia de los Santos Apóstoles en que había sido sepultado su padre Constantino.

Juliano asistió a los solemnes funerales, se colocó la púrpura imperial pero no la diadema. El Senado le dedicó los honores correspondientes colocando a Constancio en el número de los dioses. Juliano sonrió enigmáticamente. Luego en sus sátiras se mofaría abiertamente de los que «fabrican dioses como otros fabrican muñecos».

Al ser proclamado emperador, Juliano pudo satisfacer su mayor deseo: restaurar el paganismo. Ya en las primeras semanas de su reinado dictó disposiciones al respecto. En una carta a su amigo Hermógenes, antiguo prefecto de Egipto escribe: «¡Por fin y contra toda esperanza heme aquí sano y salvo! Tanto tú como yo hemos escapado de la Hidra de tres cabezas. Zeus es testigo que no hablo de mi hermano Constancio sino de las fieras que le rodeaban, que vigilaban a todo el mundo y le hacían más desconfiado; aunque el personalmente no era precisamente bondadoso. Ya que está con los dioses, que la tierra le sea leve, como se acostumbra a decir. En cuanto a los otros hombres juro por Zeus que no deseo para ellos la menor injusticia, pero he creado un tribunal ya que se han presentado numerosas acusaciones contra ellos». De modo que por una parte nombraba un tribunal para la eliminación de los colaboradores civiles y militares del difunto emperador, mientras que, con otro edicto, mandaba abrir los templos paganos y sacrificar a los dioses. Como en Constantinopla ya no había ningún templo pagano importante y no se podía construir rápidamente uno, Juliano hizo un sacrificio solemne en la basílica o palacio principal en el que había una estatua de la Fortuna. El historiador cristiano Sozomeno cuenta en su Historia eclesiástica que un anciano ciego, conducido por un niño, se acercó al emperador y le trató de impío, de apóstata, de hombre sin fe. Juliano le respondió: «Eres ciego y no será tu dios de Galilea el que te devuelva la vista». «Gracias doy a Dios —dijo el viejo— de haberme privado de ella. Eso me ha permitido no ver tu impiedad».

Juliano no contestó a esta insolencia y continuó sacrificando.

Ahora bien, el paganismo que quería instaurar Juliano tenía poco que ver con la antigua religión mitológica de la vieja Roma que aún se conservaba en algunos territorios rurales. Juliano, formado intelectualmente en la filosofía neoplatónica no podía dejar de ver con disgusto el amasijo de vulgaridades que se hallaba mezclado con los mitos originales. Iniciado según parece, aunque no es muy seguro, en los misterios de Eleusis, Juliano quiso, no sólo restaurar, sino al propio tiempo renovar las antiguas creencias. Ahora bien, la organización eclesiástica de la Iglesia cristiana se mostraba muy superior a la pagana desordenada y aterrorizada. Era preciso reorganizar el paganismo de forma que pudiese luchar con armas iguales contra el cristianismo. Organizó, pues, el clero pagano como lo estaba el cristiano. La predicación se haría también en forma similar aunque como es lógico, sustituyendo la lectura del Evangelio por la de textos helenos de Platón, Sócrates y sus comentaristas. Los sacerdotes debían dedicarse únicamente al culto y vivir de él al propio tiempo que se les exigía una vida irreprochable y sencilla. Se erigió en deber la filantropía, forma aséptica de la Chantas cristiana, y la falta a los deberes religiosos era sumamente castigada. En suma, Juliano se basó en el cristianismo para luchar contra él.

Pero esta cosa híbrida no podía tener éxito. Juliano quiso luchar con todas las armas. Dio amplia libertad de cultos y quiso que ante él se reunieran los representantes del clero cristiano, arríanos o no, en el ejercicio de sus funciones o aquellos que, expulsados por los emperadores anteriores, habían sido autorizados a volver a sus ciudades de origen. El resultado fue el que Juliano descontaba: la pelea irreductible. Ni ante el peligro del paganismo que retornaba se pudieron poner de acuerdo las facciones cristianas. Juliano les ridiculizó: ¿qué religión era ésta, que ni siquiera sus teólogos podían hablar de ella en paz? La división entre los cristianos era un gran triunfo para el emperador que pronto pudo añadir otro al anterior.

Un edicto proclamó que «todos los que se consagren a la enseñanza deben ser de buena conducta y no tener en su corazón opiniones contrarias a las del Estado». Los mismos métodos, como se ve, de los estados totalitarios de hoy. Ahora bien, el Estado ya no era cristiano sino pagano luego era difícil, por no decir imposible, que los cristianos pudiesen enseñar pues «en su corazón» no estaban con el Estado. Por otro lado el emperador sostenía que todo maestro tenía que creer en los autores que enseñaba por ello «han de empezar por convencer a sus discípulos de que ni Homero ni Hesíodo ni ninguno de los escritores que comentan pueden ser acusados de impiedad, locura o error hacia los dioses. Ya que viven de los escritos de estos autores y ganan su sueldo con ellos, si hicieran lo contrario demostrarían ser sórdidos avaros y dispuestos a aguantarlo todo por un puñado de dracmas. Hasta ahora había muchos motivos para no visitar los templos de los dioses y el miedo podía justificar la falsa idea que sobre ellos se tenía, pero ahora que los dioses nos han devuelto la libertad es absurdo, a mi parecer, enseñar aquello en lo que no se cree. Si los maestros tienen por sabios a los autores que comentan es necesario que, como ellos, sean piadosos ante los dioses: si creen, por contra, que los dioses son falsos, que expliquen a Marcos o a Lucas en las iglesias de los galileos».

Ésta era una arma terrible: o los cristianos enviaban sus hijos a las escuelas de los retores paganos o quedaban en inferioridad de cultura. Los cristianos no podían enseñar, pero tampoco podían aprender.

La reacción cristiana fue múltiple: una parte se regocijó de las disposiciones, ya que así se prohibía a los creyentes el acceso a los autores «nefandos», formaban, claro está, la minoría retrógrada e integrista, falta de cordura e inteligencia que se encuentra en cualquier momento de la historia y en cualquier país. Otra parte, ingenua también, aunque no tanto, se dedicó a poner la Biblia en verso. Sin broma de ninguna clase: Apolinar el Viejo y Apolinar el Joven, padre e hijo, pusieron los salmos a la manera de las odas pindáricas, el Pentateuco en hexámetros, el Evangelio lo transformaron en una especie de diálogo platónico con Jesús como protagonista…, obras de buen fe, pero de valor literario nulo y que duraron lo que duró el reinado de Juliano. El mayor bando cristiano fue el que se negó a que sus hijos fuesen a las escuelas paganas. Algunos, menos, cedieron.

De cómo recibió el pueblo las reformas julianas se ve según cuenta el propio emperador su llegada a Antioquía, en donde debía celebrar un holocausto, con estas palabras:

«En el décimo mes que llamáis Loos, hay una fiesta de origen remoto en honor del dios Helios y el deber me dictaba ir a visitar a Dafne. Así pues, me encaminé a toda prisa a dicho lugar desde el templo de Zeus Kasios pensando que en Dafne podría alegrarme con vuestra prosperidad y vuestro espíritu público. Imaginaba ya, en mi interior, la procesión que se celebraría; tal como lo ve un hombre que está soñando, veía los animales para el sacrificio, las libaciones, los cánticos en honor del dios, el incienso y alrededor del altar, a los jóvenes de la ciudad con sus almas ornadas por la devoción y ataviados con blancos y preciosos vestidos. Pero al entrar en el santuario no hallé incienso, ni un pan ni ningún animal dispuesto para ser sacrificado. De momento creí, en mi sorpresa, que estaríais esperándome en el exterior del templo en el que había entrado solo por ser el sumo pontífice. Pero cuando quise enterarme de cuál era el sacrificio dispuesto por la ciudad para la fiesta anual en honor del dios, el único sacerdote que allí había me dijo: «La ciudad no ha hecho preparativo de ninguna clase hasta el punto de que el único animal dispuesto para el sacrificio es este ganso que he traído yo de mi propia casa».

Nada tiene ello de extraño. En su entusiasmo proselitista Juliano olvidaba que esta religión filosófica y fría, sin sobrenaturalidad alguna no podía tener atractivo para nadie. Lo propio sucedió con el culto a la diosa Razón o al Ser Supremo durante la Revolución francesa. Estas doctrinas podrán poseer lo que se quiera pero no la religatio del hombre con Dios. No podían ser religiones.

Juliano organizaba hecatombes, hecatombe era el sacrificio de cien bueyes, suntuosas, sacrificios de cientos y miles de animales cuyas entrañas eran examinadas cuidadosamente por los arúspices y augures, entre los cuales se mezclaba el propio emperador. En el caso de Dafne, Juliano hizo saquear y profanar, en represalia, la principal iglesia de Antioquía, los cristianos respondieron derribando ídolos. Hubo detenciones y algunas muertes. Juliano que no quería sangre se veía obligado a hacer mártires en todas partes, pocos es verdad, en contra de sus propias doctrinas y deseos. En una carta a Arcadio, gobernador de la región del Éufrates dice:

«Por lo que a mí concierne, por los dioses, no quiero que los galileos sean condenados a muerte, ni castigados injustamente, ni que deban sufrir ningún mal; pero, ciertamente, se ha de preferir a los adoradores de los dioses, y ello, declaro, es un deber absoluto. La imbecilidad de los galileos ha hecho que, por poco, todo se arruinase pero, gracias a la benignidad de los dioses, nos hemos podido salvar; por ello es necesario honrar a los dioses así como a los hombres y ciudades que les honran».

En cambio, los cristianos no merecían ni debían ser honrados. En palacio los servidores en altos y bajos cargos, fueron obligados a sacrificar a los dioses so pérdida de sus destinos. Muchos cristianos apostataron, otros muchos como Cesario, médico, hermano de Gregorio Nacianzeno, tomaron el camino del destierro. Sólo se salvaron de la depuración dos filósofos: uno, Mario Victorino que procedente del neoplatonismo de Plotino y Jámblico se había convertido al cristianismo en forma espectacular, influyendo luego enormemente en San Agustín como éste mismo confiesa; otro, el armenio latinizado Proeresio hombre tan célebre en su tiempo que su estatua fue erigida en Roma como homenaje al «rey de la elocuencia». Juliano veneraba al primero y había conocido personalmente al segundo y por ello les exceptuó de la obligación de renegar de su fe. Ambos, no obstante, prefirieron renunciar a sus cargos, solidarizándose con los cristianos perseguidos.

Entre los cuales como figura de primer orden destaca la de Atanasio de Alejandría, cuyo segundo exilio lo había pasado en la Tebaida junto a los anacoretas, unos de los cuales, san Antonio, era amigo suyo. Cuando Juliano, al principio de su reinado autorizó a los exiliados a volver a sus patrias respectivas, Atanasio volvió a su sede de Alejandría el 21 de febrero de 362. Fue recibido con entusiasmo y grandes muestras de alegría; pero el 24 de octubre tuvo que volver al destierro ya que el emperador aclaró que la amnistía no le afectaba. «Es una nube que pasará pronto», dijo Atanasio al salir de la ciudad. El 13 de agosto de 363 volvía a entrar en Alejandría.

La nube habíase ya desvanecido. En la primavera de 363 Juliano decidió emprender una campaña contra los persas. El 26 de junio hizo reunir a los augures los cuales declararon unánimemente que el día siguiente era nefasto para emprender una acción de guerra. A pesar de ello en la mañana del día 27 Juliano atacó a un grupo enemigo. Ya la escaramuza estaba terminándose cuando una jabalina le entró por un costado derribándole mortalmente. ¿Fue un persa en su huida? ¿Fue, como se dijo, un arma lanzada por un soldado romano, tal vez cristiano? La leyenda dice que al caer del caballo que montaba, dándose cuenta de la gravedad de la herida Juliano levantó sus manos ensangrentadas al cielo exclamando: «¡Venciste galileo!». Otra versión afirma que las palabras fueron: «¡Helios, tú me has perdido!». Sea cual fuere la frase verdadera, si es que hubo alguna, significa que Juliano se dio cuenta del fracaso total de su obra y del final de su reforma pagana.

Su cadáver, según la antigua costumbre romana, fue enterrado en una suntuosa tumba erigida a orillas del camino que de Tarso conduce a los montes Tauros, frente al sepulcro de Maximino Daia, el otro gran perseguidor de los cristianos. El camino de Tarso había sido recorrido muchas veces por un judío llamado Saulo, natural precisamente de Tarso, y que luego fue más conocido por su nombre de san Pablo.

Cabe ahora preguntarse cuál era, en realidad, la ideología de Juliano. No era, ello es evidente, el grosero politeísmo antiguo, aunque en algunas manifestaciones así lo diera a suponer. Las obras de Juliano han llegado hasta nosotros en casi su totalidad. Vasilevski afirma que el centro de su sistema religioso es el culto del sol y sus conceptos se hallan bajo el influjo directo del culto pérsico de la luz, Mithra y las ideas platónicas deformadas en aquella época. Juliano había amado la naturaleza y, sobre todo, el cielo. En su disertación sobre el Sol Rey, la fuente principal que poseemos sobre su filosofía religiosa, escribe que desde su primera juventud sintió «un amor violento por los rayos del astro divino». No sólo quería fijar sus miradas en él durante el día sino que, en las noches claras, abandonaba todas sus ocupaciones para poder admirar las bellezas del cielo. Absorto en esta contemplación no oía a los que le hablaban y llegaba hasta perder la conciencia dé sí mismo. Su teoría religiosa, expuesta con bastante oscuridad, se atiene a la existencia de tres mundos bajo la forma de tres soles. El primer sol es el sol supremo, la idea del Todo, una unidad moral inteligible. Es el mundo de la verdad absoluta, el reino de los principios primitivos y de las causas primeras. El mundo tal como se nos aparece y el sol aparente, no son sino un reflejo del primer mundo, un reflejo indirecto. Entre estos dos mundos existe otro mundo inteligente con su sol. Así se obtiene una trinidad de soles: 1inteligible o espiritual; 2.° inteligente y 3.° sensible o material. El mundo pensante es el reflejo del mundo concebible o espiritual y sirve a su vez de modelo al mundo sensible que, de este modo, resulta reflejo de un reflejo. El sol supremo es, con mucho, inaccesible al hombre. Por tanto, Juliano concentra toda su atención sobre el sol inteligente, intermediario entre los otros dos y llamándole Rey Sol le adora.

En el campo práctico estas lucubraciones de un platonismo pasado por los alejandrinos más decadentes no podían tener ningún porvenir. Ricciotti compara a Juliano con don Quijote en el sentido de que ambos se lanzan a la liza para combatir ideas ya periclitadas e imaginan realidades que no han existido jamás. Juliano no podía detener el camino que en la historia había empezado a recorrer el Cristianismo.

Historias de la Historia 1
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