LOS MÉDICOS CALUMNIADOS
Refiere un cuento del siglo XVIII que un joven iba a casarse. Al confesarse, viendo el sacerdote que no tenía mucha práctica en hacerlo, quiso ayudarle.
—Veamos, hijo mío: ¿has mentido?
—Padre, no soy abogado.
—¿Has robado?
—Padre, no soy comerciante.
—¿Has matado?
—¡Ay, padre! Eso sí, soy médico.
La acusación (diría calumnia, si no hubiésemos quedado ya en que ésta era obra de buen humor) es muy antigua. Se dice en un cuento medieval que discutían un abogado y un médico sobre la preeminencia en el paso y decidieron someterse a la decisión de un filósofo, que la otorgó al abogado diciendo:
—Primero que pase el ladrón y luego le siga el verdugo.
Y más anteriormente, nuestro compatriota Marcial se había ensañado con la profesión médica. Así, dice contra Diaulo:
Chirurgus fuerat nunc est vespillo Diaulus.
Coepit que poterat, clinicus esse modo.
La gracia de esta composición es intraducible al castellano, pues está en el equívoco que resulta de la palabra clinicus, que deriva de la griega Kline, que significa cama y también ataúd, por lo cual podría, con alguna libertad, decirse: «Diaulo era cirujano y se ha hecho enterrador; adoptó el modo que pudo de seguir sirviendo a la clínica, como clínico». Otra vez dice (lo dejo en latín por ser de fácil traducción):
Nuparerat medicus nunc est vespillo Diaulus
quod vespillo facit, fecerat et medicus.
Y contra Hermócrates:
«Se bañó con nosotros; cenó alegre en nuestra compañía y esta mañana le han encontrado muerto en el lecho. Me preguntas, Faustino, ¿cuál pueda ser la causa de esta muerte repentina? Habrá soñado con su médico Hermócrates».
El rey Federico de Prusia permitía muchas familiaridades a sus cortesanos. El general Quintus Icilius era quien se aprovechaba más de este permiso. Antes de la batalla de Rossbach, dijo el rey que si la perdía se retiraría a Venecia para allí ejercer la medicina. Quintus sólo dijo:
—Siempre asesino.
Así lo explica Chamfort.
Lo que coincide con el pensamiento de aquel hombre a quien le habían quitado el empleo y dijo en una reunión:
—Pues parece nada, y eso va a costar la vida a centenares de personas.
Súpolo la policía, le mandó llamar y le preguntó qué había querido decir con aquella amenaza.
—Yo no amenazo a nadie —dijo el cesante—, pero como he quedado sin empleo, volveré a ejercer la medicina, que es mi carrera.
Heráclito dice:
«Es una impiedad, el mentir diciendo que se tiene una ciencia que no se posee, matar hombres so pretexto de ejercer un arte, difamar de este modo el arte o la naturaleza. Alabarse de ignorancia es una verdadera vergüenza. Pero alabarse de poseer una ciencia que no se tiene es todavía mayor vergüenza. ¿Y por qué complacerse en mentir? ¿Por adquirir malamente el dinero? Mejor sería que lo mendigaran francamente. Quizá así se tendría lástima de ellos. Ahora se les maldice como impostores y seres peligrosos».
Hay quien, participando de estas mismas ideas, cree que al fin y al cabo los médicos son un bien para la humanidad.
Durante una recepción dada por el papa Alejandro VI, se comentaba si era necesario que hubiese médicos o no.
Muchos de los asistentes a la fiesta opinaban que no, argumentando que Roma estuvo 600 años sin médicos. Entonces intervino el papa:
—Yo difiero de este criterio, señores —dijo—. Creo que es necesaria la existencia de facultativos, porque sin ellos crecería tanto la población que no se cabría en el mundo.
Como método maltusiano no está mal. Y como eliminación de elementos desagradables, tampoco. Así lo demuestra la siguiente anécdota que nos cuenta Stendhal.
A los ojos de los romanos ninguna calamidad podía igualar a la de ver suceder al amable papa León X a Adriano VI, que no conocía su lengua y no sentía ningún interés por la poesía o el arte. La noticia de la muerte de Adriano fue señal de la alegría más intensa y al día siguiente se encontró en la puerta de la casa de su médico, Giovanni Antracini, un cartel con la inscripción: «El pueblo romano al liberador de la patria».
Si esta vez fue burla del populacho, en ocasión de la muerte del papa Marcelo II, la acusación de un crimen se cebó sobre su archiatro. El papa Marcelo famoso por su horror al nepotismo y por haber dado su nombre a la misa de Palestrina sucumbió de apoplejía, como Inocencio VII, Paulo II y León X. Díjose que la desgracia había sobrevenido porque su cirujano de cámara habíale envenenado una llaga antigua que venía sufriendo a consecuencia de una caída del caballo. Para comprender la magnitud de la calumnia y desvanecerla, bastará decir que el acusado profesor era el celebérrimo cirujano Giacomo Rastelli, facultativo capaz y honrado del cónclave de Adriano VI, de Clemente VII, Paulo III y Julio III, todos anteriores a Marcelo II, y después de éste continuó en su destino con Paulo IV y Pío IV.
Acusaciones como las que anteceden tuvieron su origen en problemas políticos y de Estado. Otras veces ha sido la enemistad o rivalidad profesional las que han dado lugar a ellas. Y, en fin, en la mayoría de los casos no han pasado de ser meras bromas literarias.
Bretón de los Herreros y el doctor Pedro Mata vivían en la misma casa. Como la gente se equivocaba, Mata, enfadado, colocó un letrero en la puerta que decía:
En esta mi habitación
no vive ningún Bretón.
A lo que contestó Bretón de los Herreros:
Vive en esta vecindad
cierto médico poeta
que al pie de cada receta
pone Mata, y es verdad.
El doctor Cortezo al comentar esta anécdota recuerda que el famoso doctor Mata lo era por sus estudios de aplicación a la práctica forense, pero no ejercía la medicina práctica, ni recetaba, con lo cual estaba dicho que mal podían matar sus recetas; pero el apellido se prestaba a la sátira, y el satírico de profesión, como el chistoso por hábito, antes dejan sin vida a la justicia, que sin brillo y sin luz a un donaire.
A él replicó el aludido con otra redondilla en la que recordando el desgraciado defecto físico de Bretón, nada menos que de víbora y de más venenoso que ella se le calificaba.
Los médicos griegos introducidos en Roma por la moda y por el charlatanismo excitaban a Plinio, quien con frecuencia citaba la famosa carta de Catón el Viejo a su hijo, de la cual tantas veces se hace referencia, y este odio a los curanderos bárbaros se condensa en el retrato que en el libro XXIX hace de ellos:
«El médico es el único artista a quien creemos por su palabra; es creído, desde el momento en que se llama médico y, sin embargo, no hay arte en que la impostura tenga peores consecuencias; no pensamos en ello por ser tan grande el encanto que para nosotros tiene la esperanza de recobrar la salud. Por lo demás, ninguna ley nos ampara para castigar su ignorancia que ocasiona la muerte, ningún ejemplo de vindicta pública contra su temeridad. El médico aprende a nuestra costa y experimenta dando la muerte; sólo él puede matar impunemente en el mundo. ¿Qué digo? Él es quien acusa en vez de ser acusado, echa la culpa de todo a la intemperancia del enfermo, único culpable de su muerte… ¿Hablaré de sus avaras exigencias, de las condiciones onerosas que imponen a la agonía y de los remedios secretos que tan caros venden».
En China y en ciertas regiones, había obligación por parte de los médicos de ostentar en la puerta de su casa tantas linternas como enfermos suyos habían muerto.
Un chino busca médico para curar a su esposa y está horrorizado de la cantidad de linternas que exhibe cada médico.
Por fin encuentra un médico que sólo muestra cinco linternas.
Mientras caminan hacia la casa de la enferma, el chino felicita al médico por su escasez de linternas.
—No tiene nada de particular, llegué ayer por la tarde —contestó el doctor.
Quizás en esta historia debía pensar aquel buen chino a quien le preguntaban si en su país había buenos médicos.
—Muy malos —respondió—; pero hay uno muy bueno: el doctor Ping, que me salvó la vida.
—¿De veras? ¿Cómo fue eso?
—Yo estaba un poco enfermo. Hice llamar al doctor Hong-Fu. Me recetó una droga. La bebí. Me puse peor… Hice llamar al doctor Fon-Yeu. Me recetó otra droga. La tomé. Creí que me moría… Hice llamar al doctor Ping. Contestó que no podía venir. Me he curado.
Esta idea que hoy tomamos como pretexto para burlas fáciles y sátiras amables, fue en otro tiempo fuente de graves disgustos para los médicos.
El médico Manus (¿será este Manus el hereje Manes?) fue desollado vivo por haber dejado morir al hijo del rey de Persia; Glauco fue sacrificado por orden, se dice, de Alejandro Magno, quien atribuyó a ignorancia del médico la pérdida de Efestión, su amigo; condenados a muerte fueron los médicos Calistenes y Baktiehna; el anatómico Zerbi, no habiendo conseguido la curación de un alto funcionario en Bulgaria, fue destrozado entre dos planchas de hierro por orden de los hijos del difunto; por parecida causa fue recluido en prisión Avicena; Luis XI de Francia maltrataba a sus médicos, y uno de éstos, para librarse de su crueldad, persuadió al rey de que moriría, según datos astrológicos, ocho días después que el doctor; el médico Léo, archiatro de Lorenzo de Médicis, fue arrojado a un pozo por mandato del duque sucesor, en castigo de su ignorancia, a la que imputaron el fallecimiento, y en 1337, Juan de Bohemia mandó que se arrojara a un cirujano al río Oder porque no fue capaz de curarlo de su ceguera.
El doctor Martínez Sobral, que asistió a Fernando VII en un ataque de viruelas, sufrió tanto durante su ministerio a causa de las calumnias palaciegas, que exclamó un día «El rey se salva, pero yo muero», y así sucedió al poco tiempo.
Los sacerdotes eran los únicos que estaban libres de todo riesgo en el ejercicio de la medicina, que practicaban por caridad; pero, en el año 1163, la Iglesia publicó un edicto que puso un límite a sus esfuerzos y que, sin intentarlo, marcó a la cirugía con el sello de la ignominia. Los monjes, en algunas ocasiones, llevaban a cabo operaciones quirúrgicas rudimentarias; lo cual, según decidieron las autoridades de la Iglesia, podía ser causa de que accidentalmente, en sus intentos de practicar la cirugía, pudiera un monje causar la muerte del paciente, y así cayera sobre él esta responsabilidad tan ingrata para un sacerdote cristiano. En consecuencia, con la mera intención de que tal cosa no llegara a suceder, se publicó un edicto que empezaba con las palabras siguientes: Ecclesia abhorret a saguine (La Iglesia aborrece el derramamiento de sangre).
El edicto fracasó en su objetivo y se interpretó como si dijera que no aprobaba la práctica de la cirugía.
En el año 1300 se publicó otro edicto que, también mal interpretado, provocó una gran oposición contra la disección anatómica. El papa Bonifacio VIII decretó que, cualquiera que se atreviese a despedazar un cuerpo humano, o a hervirlo, seria excomulgado; disposición que tenía por objeto prohibir una práctica que en ciertas ocasiones los cruzados habían llevado a cabo. Cuando uno de los suyos moría en un lugar muy lejano, sus compañeros despedazaban el cadáver y hervíanlo después para obtener los huesos, que podían llevarse fácilmente consigo y, de regreso, dábanlos a los familiares del muerto, para que los enterraran; el precepto de la Iglesia, que tendía a corregir tal costumbre, fue interpretado como una prohibición general de la disección, sin que se excluyera la que tenía por fin el estudio de la Anatomía[14].
Esta divagación nos ha apartado de la idea primitiva. Vuelvo a ella con la anécdota siguiente:
El duelo se despide en el cementerio. En la explanada central, donde están los panteones de lujo, se detiene un grupo.
—El pobre doctor hubiera querido que le enterrasen aquí, en medio de sus mejores clientes.
—¿Y qué?
—Que no ha habido sitio.
¡Pobres médicos! A veces la broma no se detiene ni después de su muerte, incluso inconscientemente.
Un famoso médico británico fallecido dormía su último sueño bajo una preciosa tumba, situada en un hospital londinense.
Por motivos urbanísticos hubo de ser trasladado al cementerio y allá fue el monumento con losa sepulcral y todo. Tampoco se modificó el epitafio. Éste decía así:
«Si quieres ver lo que he hecho en la vida, mira a tu alrededor».