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El hombre permanecía sentado junto a la carretera con la mirada perdida en la distancia, pero sus ojos no veían nada, a pesar de que no estaban vacíos.

Llevaba únicamente unos pantalones, cortados más arriba de las rodillas. Sus cabellos eran largos y casi le ocultaban el rostro. Tenía una barba enmarañada y sucia de arena. Alto, esquelético y de piel renegrida por el sol.

Mona Campbell detuvo el coche y se apeó de él para observarlo. El no pareció apercibirse de su presencia y el corazón de la mujer estaba henchido de piedad a la vista de aquel hombre, porque le rodeaba tal sensación de soledad y desolación, que negaba todo el significado a la existencia.

—¿Puedo hacer algo por usted, amigo? —le preguntó.

La expresión de sus ojos cambió al oír su voz. Ladeó ligeramente la cabeza y su mirada se clavó en ella.

—¿Le ocurre algo malo? —le preguntó ella.

—¿Algo malo? —repitió él, elevando extrañamente la voz al hablar—. ¿Algo bueno? ¿Quién puede decir lo que es malo o es bueno?

—A veces se puede decir-repuso ella—. Aunque no siempre. La línea divisoria es muy fina.

—Si me hubiese quedado —murmuró el hombre—. Si hubiese rezado con más fe. Si hubiese hecho un hoyo más profundo para plantar la cruz. Pero todo fue inútil...

Su voz se perdió en un susurro y sus ojos volvieron a clavarse en una distancia infinita.

Ella observó entonces por primera vez el saco tirado en el suelo a su lado, hecho al parecer con la tela que faltaba de sus pantalones. Estaba entreabierto y por su boca distinguió unas figurillas de jade amontonadas.

—¿Tiene usted hambre? —le preguntó—. ¿Se encuentra bien? ¿De veras no puedo hacer nada por usted?

Era una locura, se dijo, haberse detenido para hablar en aquella carretera desierta con aquel mísero mendigo.

El hombre se movió ligeramente. Abrió la boca como si fuese a hablar, pero volvió a apretar los labios.

—Si no puedo hacer nada por usted-dijo Mona—, me iré.

Se volvió para regresar al coche.

—Espere-dijo él entonces.

Ella dio media vuelta.

Aquellos ojos de una tristeza insondable la miraban.

—Dígame-le preguntó el hombre—, ¿existe la verdad?

No era una pregunta sin sentido. Mona comprendió que no lo era.

—Yo creo que sí —repuso—. Existe la verdad matemática, por ejemplo.

—Yo buscaba la verdad —dijo él—, y he aquí lo que obtuve.

Extendió una pierna y golpeó el saco con el pie, esparciendo las figurillas de jade por la hierba.

—¿Siempre es así? —preguntó—. Buscamos la verdad y encontramos un premio de feria. Encontramos algo que no es la verdad, pero lo aceptamos porque es mejor que no encontrar nada.

Mona dio un paso atrás. Evidentemente, aquel hombre estaba loco.

—Ese jade... —dijo ella—. Conocí a otro hombre que buscaba jade.

—Usted no me entiende-dijo él.

Mona movió la cabeza, ansiosa por marcharse.

—Ha dicho usted que existe la verdad matemática. ¿Acaso es Dios una hoja de ecuaciones?

—No lo sé —dijo ella—. Mire, yo sólo me detuve para saber si podía ayudarle en algo.

—No puede-dijo él—. Ni siquiera puede ayudarse a sí misma. Una vez la tuvimos, esa ayuda de que todos andamos tan necesitados, y la perdimos. Ahora ya no podemos recuperarla. Lo sé muy bien, porque lo intenté.

—Acaso exista un medio de recuperarla-le dijo ella, con dulzura—. Hay una ecuación de un planeta olvidado... El se incorporó a medias y la apostrofó con voz cascada y aguda:

—¡No hay manera, le dijo! ¡No hay manera! Nunca existió más que una manera, y ahora ya no sirve.

Ella dio medio vuelta y echó a correr. Al llegar al coche se detuvo y se volvió a mirarlo. Estaba postrado de nuevo a la vera del camino, pero sus ojos la seguían mirando, con una terrible expresión de horror.

Ella trató de hablar, pero las palabras no brotaron de sus labios.

Y entre el espacio que los separaba él le susurró, como si se tratase de un secreto que quisiese confiarle:

—Hemos sido abandonados-le dijo en su espantoso susurro—. Dios nos ha vuelto la espalda.