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Atisbando por la puerta entreabierta, Nicholas Knight vio como el hombre entraba furtivamente en la iglesia, casi con miedo, sujetando fuertemente el sombrero entre sus manos y apretándolo contra el pecho.

Knight, que estaba sentado ante su mesa, con la pequeña lámpara de pie muy baja, observaba fascinado.

Se veía a la legua que el intruso no estaba acostumbrado a ir a la iglesia y que se sentía inseguro. Avanzaba vacilante y en silencio por el pasillo central, dirigiendo miradas furtivas a su alrededor, como si temiese que de algún rincón oscuro saltase hacia él una forma desconocida y horrenda.

Pero con todo, mostraba una actitud de reverencia, como si acudiese allí en busca de refugio y consuelo. Y esto, en sí mismo, ya era de lo más insólito, porque en aquellos días eran muy pocos los hombres que entraban en el templo con gesto reverente. Entraban con despreocupación o mostrando un aplomo y una tranquilidad con lo que parecían decir que allí no había nada que necesitasen, que se limitaban únicamente a rendir homenaje con un gesto vacío a algo que se había convertido en un acto rutinario, y que apenas pasaba de ser nada más. Mientras observaba al intruso, Knight sintió que en lo más profundo de su ser se agitaba algo, y que en su alma brotaba un sentimiento que ya creía olvidado... un sentimiento de fraternidad, de bendición, de finalidad y deber y de compasión pastoral.

De compasión pastoral, pensó. ¿Qué necesidad había de ella en un mundo como aquel? Había experimentado aquel sentimiento por primera vez muchos años atrás, cuando aún se hallaba en el seminario, pero no había vuelto a sentirlo jamás... porque no había habido lugar para sentirlo ni necesidad de aplicarlo.

Se levantó en silencio de su silla para dirigirse lentamente a la puerta que comunicaba la sacristía con la iglesia.

El desconocido había llegado casi al fondo de la nave vacía y entonces se apartó a un lado y se sentó cuidadosamente en un banco. Seguía apretando fuertemente el sombrero contra su pecho y se sentó en el mismo borde del banco, muy rígido y derecho. Miraba fijamente ante sí y la vacilante luz de las velas del altar hacían bailotear diminutas sombras en su rostro.

Durante varios minutos permaneció allí sentado, en la más completa inmovilidad. Ni siquiera parecía respirar. Y Knight, incluso desde el umbral de la sacristía, creyó que podía sentir la tensión dolorosa que dominaba a aquel cuerpo envarado.

Después de permanecer un buen rato en su incómoda postura, el hombre se puso en pie e inició el regreso por el pasillo central con el sombrero aún fuertemente sujeto contra el pecho, para salir de la iglesia exactamente como había entrado en ella. En ningún instante Knight había percibido el menor cambio de expresión en aquel semblante petrificado, y el cuerpo seguía tan rígido y derecho, tan inflexible como antes.

Era un hombre que había entrado en la casa del Señor buscando algo, no lo había encontrado y ahora se iba, sabiendo tal vez que nunca lo encontraría.

Knight terminó de cruzar la puerta y se encaminó en silencio a la entrada. Pero se dio cuenta de que el visitante llegaría a la puerta y saldría antes de que él pudiera interceptarlo.

Así es que le llamó quedamente:

—Amigo mío...

El hombre dio un respingo y el temor se pintó en su rostro.

—Amigo mío-repitió Knight—. ¿Puedo hacer algo por usted?

El hombre masculló unas palabras ininteligibles, pero se detuvo. Knight se acercó a él.

—Acaso usted necesita ayuda —dijo—, y yo estoy aquí para ofrecérsela.

—No sé...-repuso el hombre—. Vi la puerta abierta, y entré.

—Esta puerta nunca está cerrada para nadie.

—Pensé que... —dijo el desconocido—. Supuse que acaso...

Se quedó sin palabras y permaneció con aspecto alelado y estúpido.

—Es bueno que haya venido-dijo Knight—. Todos debemos tener fe.

—Creo que de eso se trata-dijo el hombre—. Yo no tengo fe. ¿Cómo se consigue la fe? ¿En qué se puede tener un poco de fe?

—En la vida eterna —le contestó Knight—. Todos debemos tener fe en ella. Y en muchas otras cosas, además.

El hombre se echó a reír... soltó una carcajada ronca, viciosa, brutal.

—¡Pero si eso ya lo tenemos! Me refiero a la vida eterna. ¿Qué falta nos hace la fe?

—No es esa la vida eterna —repuso Knight—. Llamémosla, si quiere, vida continuada. Más allá de esa vida continuada hay otra vida, una vida distinta, una vida mejor.

Buenos días, Pastor, y gracias por

El hombre levantó la cabeza y sus ojos se hicieron duros, como dos puntitos de fuego.

—¿Usted cree en eso, Pastor? Porque supongo que usted es el Pastor, ¿no es eso?

—Sí, yo soy el Pastor. Y sí, creo en eso.

—¿Entonces, qué sentido tiene todo esto... esta continuación? ¿No sería mejor...?

Knight hizo un gesto negativo.

—No lo sé-dijo-ni pretendo saberlo. Pero no soy capaz de poner en duda las intenciones del Señor al permitirlo.

—¿Pero, por qué Él lo permite?

—Quizá porque quiere concedernos una vida más larga, para que nos hallemos más preparados cuando llegue la hora de morir.

—Ahora hablan-dijo el hombre-de vida eterna, de inmortalidad, de muerte de la muerte. ¿Entonces, de que va a servirnos Dios? No necesitaremos la otra vida, porque ya la tendremos.

—Sí-dijo Knight—, es posible que así sea. Pero nos habremos engañado. Y la inmortalidad que pregonan tal vez no sea lo que ansiamos. Acaso llegaremos a cansarnos de ella.

—¿Y usted, Pastor? ¿Y usted, qué?

—¿Y yo, qué? No le entiendo.

—¿Cuál de estas otras vidas escoge? ¿Ya tiene reservada su cápsula de hibernación?

—Hombre... yo... verá...

—Ya —repuso el visitante—. Con esto me basta. Buenos días, Pastor y gracias por su oferta de ayuda.