19

La débil claridad que teñía el cielo por oriente le advirtió que el alba estaba próxima.

Daniel Frost permanecía tambaleándose en la calle, aún aturdido por el impacto de lo que había sucedido en el tribunal, aún bajo los últimos efectos de la droga, con el alma rebosante de una extraña mixtura de desesperación, ira, miedo y compasión de sí mismo.

Se daba cuenta de que había algo muy extraño en todo aquello... no sólo en el hecho de que él era incapaz de haber confesado lo que ellos le atribuían, sino extraño además por la hora, por aquel juicio a altas horas de la noche, y también por el hecho de que en la sala no hubiesen habido más personas que el Juez y el alguacil. Si es que de veras eran juez y alguacil.

Una firme trampa, se dijo. Era el largo brazo de Marcus Appleton que había llegado hasta él. Para agarrarlo desesperadamente. En el famoso papelito debía de haber algo que Appleton deseaba ocultar a toda costa.

Pero nada podía hacer él en aquellos momentos... si es que alguna vez se encontró en posición de hacer algo. Nadie querría hablar con él. El tampoco se atrevía a hablar con nadie. La sentencia es inapelable, había declarado el rostro fantasmal. Y así era: no podía apelar contra ella.

Quizás quieran desacreditarme, había dicho a Ann Harrison.

Ann Harrison, repitió mentalmente, musitando después su nombre.

Santo Dios, aún le quedaba Ann Harrison.

¿Y si hubiese sido ella el gatillo, al ir a verle, que desencadenó todo aquello? ¿Habría dicho algo sobre ella? ¿Habría dicho que ella tenía el papel... en caso de que en verdad lo tuviese? Si le habían interrogado bajo el efecto de las drogas, indudablemente la habría complicado también a ella. Pero se negaba a creer que le hubiesen interrogado, porque si lo hubiesen hecho (y si el tribunal hubiese sido un tribunal debidamente constituido), lo hubieran absuelto.

Permanecía de pie y tembloroso bajo el cielo nocturno teñido por las primeras luces del amanecer, mientras las preguntas, las dudas y el deseo de entender algo se atropellaban en su mente.

Le habían puesto al margen de la especie humana.

Jurídicamente ya no era nada.

Tan sólo una masa de protoplasma tirada a la calle... desprovista de bienes y de esperanza.

Tan sólo le quedaba una cosa: el derecho humano de morir.

Y esto era, por supuesto, lo que Appleton había planeado.

Con esto contaba: que al no tener ningún otro derecho, querría conservar el único que le quedaba.

—No lo haré, Marcus-dijo Daniel Frost en voz alta, dirigiéndose a sí mismo, a la noche, al mundo y a Marcus Appleton.

Se alejó de donde estaba y caminó con paso incierto calle abajo, porque tenía que alejarse y antes de que se hiciese de día debía encontrar un sitio donde ocultarse. Donde ocultarse de la burla, la cólera, la crueldad y el sarcasmo con que le acogerían si le viesen. Debía ocultarse no del mundo, sino contra el mundo. Porque ya no pertenecía a él, sino que era su enemigo. Todas las manos se alzarían contra él y no tendría más protección que la que le ofreciesen la oscuridad y su escondrijo. A partir de entonces él era su propio protector, porque no podía invocar ninguna ley ni ningún derecho.

En su interior fue creciendo un nudo frío y duro de cólera y furor, que borró los últimos restos de autocompasión. Un nudo de cólera fría y dura por el hecho de que lo que acababa de sucederle le hubiese sucedido. Aquello no podía permitirse. No era civilizado aunque... ¿quién habría pretendido jamás que la especie humana fuese civilizada? Ya podría sondear el Cosmos en busca de otros planetas, esforzarse por levantar la tapa del tiempo, conquistar la muerte y aspirar a la vida eterna, que en el fondo seguía siendo una tribu.

Tenía que existir tan medio de vencer a aquella perversa tribu, y de ajustarle las cuentas a Appleton... si este medio existía, él trataría de encontrarlo y lo utilizaría sin piedad.

Pero no entonces.

Entonces tenía que encontrar un escondrijo.

Sabía que podría aguantar, se dijo, mostrándose sincero consigo mismo, mientras pudiera seguir aferrándose a aquel nudo de cólera que le atenazaba las entrañas. Lo que por encima de todo debía evitar era ceder a un sentimiento de lacrimosa compasión por sí mismo.

Titubeó al llegar a una bocacalle, sin saber qué camino tomar. Desde muy lejos, en alguna calle distante, le llegó el apagado zumbido de un motor eléctrico... un coche patrulla, tal vez.

Al río, pensó... aquel era el lugar donde había mayores probabilidades de hallar un escondrijo, quizás incluso de dormir un poco, si es que lograba conciliar el sueño. Y después de esto vendría el problema de encontrar comida.

Se entristeció al pensarlo. ¿Así iba a ser su vida de ahora en adelante... una búsqueda continuada de un lugar para ocultarse y dormir, obsesionado por la falta constante de alimentos? Dentro de poco, con el invierno en puertas, tendría que emigrar hacia el sur viajando de noche, cuando no pudiesen observarle, por aquel inmenso complejo de ciudades costeras que en realidad formaban una sola urbe.

La aurora nacía por oriente y tenía que emprender la marcha. Pero sentía una extraña repugnancia a volverse en dirección al río. Aún no se consideraba un fugitivo y no deseaba huir... salvo por los tatuajes de su cara, nada le obligaba a hacerlo. Pero bastaba con que diese un sólo paso en dirección al río para convertirse en un fugitivo, y esta idea le resultaba aborrecible, pues pensaba que una vez iniciada la huida, ya no podría detenerse.

Se quedó mirando arriba y abajo la calle desierta. Quizás hubiese algún otro medio, pensó. Tal vez ni siquiera debía intentar ocultarse. Debía de haber algún sitio donde podría exigir justicia pero incluso mientras se formulaba este pensamiento ya sabía cuál era la contestación: ya se había hecho justicia con él.

¡Qué ridiculez pensar tal cosa! No tenía escapatoria. No le escucharían. La evidencia de su degradación y de su crimen estaba marcada en su rostro. Y no tenía derechos civiles de ninguna clase.

Con paso cansino empezó a dirigirse hacia el río. Si tenía que huir, mejor empezar a hacerlo antes de que fuese demasiado tarde.

Una voz le llamó por su nombre:

—¡Daniel Frost!

Dio media vuelta, asombrado.

Un hombre que al parecer había permanecido oculto a la sombra de un edificio de la esquina, salió a la acera... era una figura jorobada y deforme, con una enorme gorra hundida hasta las cejas y con un abrigo astroso.

—No-dijo Frost, indeciso—. No...

—No pasa nada, Mr. Frost. Le ruego que me acompañe.

—Pero usted no sabe quién soy yo-dijo Frost—. No sabe lo que han hecho de mí.

—Claro que lo sabemos-repuso el hombre del abrigo astroso—. Sabemos también que necesita ayuda y esto es lo que nos importa. Sígame, por favor, y no se aparte de mí.